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—Te he traído un regalo —anunció Aristóteles entrando en la biblioteca. Tenía en la mano una cajita de madera que, por su aspecto, parecía ser muy vieja.

—Gracias —dijo Alejandro—. ¿Qué es?

—Ábrela —le exhortó el filósofo ofreciéndosela.

Alejandro la tomó, la apoyó sobre una mesa y la abrió: contenía dos grandes rollos de papiro, cada uno de ellos diferenciado por un cartelito blanco atado a los palitos y escrito con tinta roja.

—¡La Ilíada y la Odisea! —exclamó con entusiasmo—. Un maravilloso regalo. Gracias. Es un regalo que deseaba desde hacía tiempo.

—Es una edición más bien antigua, una de las primeras copias de la versión ateniense de Pisístrato —explicó Aristóteles mostrándole el encabezamiento—. La hice transcribir a mis expensas cuando estaba en la Academia, en tres ejemplares. Me siento feliz de darte uno.

El superintendente, que estaba algo distante, pensó para sus adentros que bien podía permitírselo con todo el dinero que le pagaba Filipo, pero permaneció callado preparando todo cuanto Aristóteles había pedido para las lecciones del día.

—Leer las gestas de los héroes del pasado resulta fundamental para la educación de un joven, así como lo es también asistir a la representación de las tragedias —prosiguió el filósofo—. El lector, o el espectador, se sienten movidos a la admiración por las grandes y nobles gestas, por la generosidad de quien ha pasado por padecimientos y dado su vida por la propia comunidad y por los propios ideales o ha expiado hasta el fondo sus errores o los de sus antepasados. ¿No estás de acuerdo?

—Sí, por supuesto —asintió Alejandro volviendo a cerrar con cuidado la cajita—. Hay una cosa, sin embargo, que quisiera saber por ti: ¿por qué debo ser educado como los griegos? ¿Por qué no puedo ser simplemente un macedonio?

Aristóteles se sentó.

—Pregunta interesante la tuya, mas para responderte tengo que explicarte antes qué significa ser griego. Sólo así podrás decidir si aplicarte a aprender mis enseñanzas o no. Ser griego, Alejandro, es el único modo de vivir digno de un ser humano. ¿Conoces el mito de Prometeo?

—Sí, era el titán que robó el fuego a los dioses para dárselo a los hombres y sacarles de su miseria.

—Así es, en efecto. Ahora bien, cuando los hombres se emanciparon de su condición de brutos, trataron de organizarse para vivir en comunidad y desarrollaron sustancialmente tres formas de hacerlo: aquélla en la que manda un solo hombre y que se conoce como monarquía, aquélla en la que mandan unos pocos llamada oligarquía y aquélla en la que todos los ciudadanos ejercen el poder que se denomina democracia. Y ésta es la realización más grande del ser griego.

»Aquí, en Macedonia, la palabra de tu padre es ley; en Atenas, quien gobierna ha sido elegido por la mayoría de los ciudadanos, pero también, por lo mismo, un zapatero remendón o un mozo de cuerda pueden ponerse en pie en la asamblea y pedir que una decisión ya aprobada por el gobierno de la ciudad sea revocada, si encuentran un número suficiente de personas dispuestas a apoyar su moción.

»En Egipto, en Persia y también en Macedonia, no hay más que un hombre libre: el rey. Todos los demás son siervos.

—Pero los nobles... —trató de intervenir Alejandro.

—También los nobles. Es cierto que tienen más privilegios, que gozan de una vida más grata, pero también ellos deben obedecer.

Aristóteles calló porque había visto que sus palabras habían dado en el blanco y quería que produjesen su efecto en el ánimo del muchacho.

—Me has regalado los poemas de Homero —replicó al cabo de un momento Alejandro—, pero los conozco ya en parte. Y recuerdo perfectamente que cuando Tersites se levanta en la asamblea de los guerreros para ofender a los reyes, Odiseo le golpea con el cetro hasta hacerle llorar y luego dice:

No es un bien la soberanía de muchos: uno sólo

es príncipe, uno sólo es rey: aquél a quien el

hijo del artero Cronos ha dado cetro y leyes

para que reine sobre nosotros.*

ȃstas son las palabras de Homero.

—Es cierto. Pero Homero habla de tiempos muy remotos, en los que los reyes eran indispensables por la dureza de los tiempos, por los continuos asaltos de los bárbaros, por la presencia de fieras y de monstruos en una naturaleza aún salvaje y primitiva. Te he regalado los poemas de Homero para que crezcas en el culto de los sentimientos más nobles, de la amistad, del valor, del respeto a la palabra dada. Pero el hombre de hoy, Alejandro, es un animal político. No cabe duda de ello. El único ambiente en el que cabe desarrollarse es la polis, la ciudad, tal como fuera concebida por los griegos.

»Es la libertad la que permite a cada espíritu expresarse, crear, generar grandeza. Como puedes ver, el estado ideal sería aquél en el que todos supiesen gobernar virtuosamente como ancianos, después de haber obedecido virtuosamente como jóvenes.

—Es lo que yo hago ahora y haré en el futuro.

—Tú eres una sola persona —replicó Aristóteles—. Yo te hablo de muchos miles de ciudadanos que viven como iguales bajo la tutela de la ley y de la justicia, las cuales honran a quienquiera que lo merezca, regulan los intercambios y el comercio, castigan y enmiendan a quien está equivocado. Una comunidad semejante se mantiene cohesionada no por lazos de sangre, de familia o de tribu, como aquí, en Macedonia, sino por la ley, ante la cual todos los ciudadanos son iguales. La ley pone remedio a los defectos y a las imperfecciones de los individuos, limita los conflictos y la competencia, premia la voluntad de hacer y de sobresalir, alienta a los fuertes, apoya a los débiles. En una sociedad semejante no es una vergüenza ser humilde y pobre, sino no hacer nada para mejorar la propia condición.

Alejandro permaneció en silencio, meditabundo.

—Ahora te daré una prueba concreta de lo que digo —prosiguió Aristóteles—. Ven comigo.

Salió por una puerta lateral al exterior del edificio y llegó a un ventanuco que daba al laboratorio de fundición.

—Mira —dijo indicando el interior—. ¿Ves a ese hombre?

Alejandro asintió. En el laboratorio había un hombre de unos cuarenta años, ataviado con una corta túnica de trabajo y un mandil de cuero, acompañado de un par de ayudantes, uno de unos veinte años y el otro de unos dieciséis. Se hallaban los tres atareados ordenando los instrumentos, poniendo la gruesa cadena que sostenía el crisol, para verter el carbón en la fragua.

—¿Sabes quién es? —preguntó Aristóteles.

—Nunca le he visto antes.

—Pues es el artista más grande que existe actualmente en el mundo. Es Lisipo de Sición.

—El gran Lisipo... Vi una vez una escultura suya en el santuario de Hera.

—¿Y sabes qué hacía antes de convertirse en lo que es hoy? Pues era operario. Trabajó durante quince años de operario en una fundición, con un estipendio de dos óbolos diarios. ¿Y sabes cómo se convirtió en el divino Lisipo? Pues gracias a los encargos de la ciudad. Es la ciudad la que propicia el talento, la que permite a cada hombre crecer como una pujante planta.

Alejandro miró al nuevo huésped, que tenía una complexión poderosa: ancho de hombros, los brazos musculosos y las manos anchas y nudosas de quien ha trabajado duramente durante mucho tiempo.

—¿Por qué está aquí?

—Ven. Vamos a conocerle, él mismo te lo dirá.

Entraron por la puerta principal y Alejandro le saludó:

—Soy Alejandro, hijo de Filipo, rey de los macedonios. Bienvenido a Mieza, Lisipo. Es un honor para mí conocerte. Éste es mi maestro: Aristóteles, hijo de Nicómaco, de Estagira. En cierto sentido también él es macedonio.

Lisipo presentó a sus discípulos, Arquelao y Cares, pero mientras hablaba, Alejandro sintió sus ojos en su propio rostro. La mirada del artista recorría sus rasgos volviéndolos a dibujar en su mente.

—Tu padre me ha encargado que modele tu retrato en bronce. Quisiera saber cuándo podrás posar para mí.

Alejandro miró a Aristóteles, que se sonrió.

—Cuando quieras, Lisipo. Puedo muy bien hablar mientras tú le reproduces... si no te es una molestia.

—Al contrario —replicó Lisipo—, será un privilegio para mí escucharte.

—¿Qué te parece el muchacho? —le preguntó luego el filósofo después de que Alejandro hubiera salido para enseñar el resto del edificio a Arquelao y a Cares.

—Tiene la mirada y los rasgos de un dios.