13

El comandante de la guarnición de Mileto, un griego de nombre Hegesistratos, envió un mensajero a Alejandro diciéndose estar dispuesto a entregarle la ciudad, así que el rey hizo avanzar a su ejército con la intención de tomar posesión de Mileto. No obstante, como medida precautoria, mandó un escuadrón de jinetes como avanzadilla al otro lado del río Meandro, al mando de Crátero y Pérdicas.

Éstos atravesaron el curso de agua y subieron por las laderas del monte Latmos, pero cuando hubieron superado la cresta se detuvieron, impresionados por un espectáculo increíble: en aquel preciso momento un grupo de naves de guerra doblaba el promontorio de Mileto y se disponía a cerrar la entrada al golfo.

Detrás de aquel primer grupo llegaron otras y luego otras más, hasta que la bahía entera fue un hervidero de cientos de navíos y el mar rebulló de espuma, azotado por miles de remos. Amortiguado por la distancia, pero audible aún, llegaba el estruendo de los tambores que marcaban el ritmo de la boga para los marineros.

—Oh, dioses —murmuró Pérdicas—. ¡La flota persa!

—¿Cuántas naves dirías que son? —preguntó Crátero.

—Centenares... Doscientas o trescientas por lo menos. Y nuestra flota está llegando. Si se ve sorprendida en el golfo será aniquilada. Tenemos que volver atrás lo más pronto posible y hacerle señales a Nearco de que se detenga. ¡Ellos son por lo menos el doble que nosotros!

Volvieron grupas y bajaron al galope por la pendiente, espoleando a los animales al encuentro del ejército, que debía de estar mientras tanto marchando hacia el sur.

Al cabo de algunas horas encontraron al ejército detenido en la orilla izquierda del Meandro y alcanzaron inmediatamente al rey, que vigilaba junto con Tolomeo y Hefestión el paso de la caballería por el puente de barcas preparado por sus ingenieros en las proximidades de la desembocadura.

—¡Alejandro! —gritó Crátero—. Hay trescientas naves de guerra en la bahía de Mileto. ¡Es preciso detener a Nearco o mandaremos a pique a nuestra flota!

—¿Cuando las habéis visto? —pregunto el rey ceñudo.

—Hace unas pocas horas. Acabábamos de llegar a la cima del monte Latmos cuando asomó la formación de cabeza, y luego llegaron otras y otras más. No se acababan nunca. Monstruos de cuatro, cinco filas de remos.

—He visto también «ocho reforzados» —añadió Pérdicas.

—¿Estás seguro?

—¡Claro que lo estoy! Y tienen unos espolones de bronce de cincuenta libras.

—¡Debes detener a nuestra flota, Alejandro! Nearco no sabe nada y se encuentra aún detrás del promontorio de Mícale. Acabará topándose directamente con los persas si no le damos aviso.

—Tranquilo —dijo el rey—. Estamos aún a tiempo. —Luego, vuelto hacia Calístenes que estaba sentado a escasa distancia sobre su escabel de viaje, agregó—: Dame una tablilla y un estilo, por favor.

Calístenes le alcanzó lo que había reclamado y Alejandro garabateó deprisa y corriendo unas pocas palabras e hizo una señal a un jinete de su guardia personal.

—Llévala enseguida al señalador del promontorio de Mícale y dile que mande inmediatamente el mensaje a nuestra flota. Esperemos que llegue a tiempo.

—Yo creo que sí —afirmó Hefestión—. Sopla viento de Noto, favorable para los persas, que suben del sur, pero contrario a los nuestros, que llegan del norte.

El jinete partió al galope atravesando el puente de barcas en dirección contraria y gritando para tener el camino expedito; luego subió por la pendiente del promontorio de Mícale hasta el punto en que un grupo de topógrafos del servicio itinerante no perdían de vista a la flota de Nearco en el norte. Tenían un escudo reluciente como un espejo para las señalizaciones.

—El rey ha ordenado enviar sin pérdida de tiempo este mensaje —dijo entregando la tablilla—. La flota persa está en el golfo de Mileto y cuenta con una fuerza de trescientas naves de combate.

El topógrafo escrutó el cielo y vio una nube que avanzaba por el sur empujada por el viento.

—No puedo, pues habrá que esperar a que esa nube haya pasado. Mira, está comenzando ahora a oscurecer el sol.

—¡Maldición! —imprecó el jinete—. ¿Por qué no pruebas con las banderas?

—Están demasiado lejos —explicó el topógrafo—. No nos verían. Hay que tener paciencia, pues no tardará mucho.

La sombra de la nube, en efecto, cubría ya el promontorio, mientras que la flota avanzaba a pleno sol, en orden tras la nave capitana de Nearco.

El tiempo parecía no pasar, mientras la flota se acercaba a la punta occidental del promontorio y comenzaba a abrirse hacia estribor para disponerse a doblarlo.

Finalmente el sol reapareció detrás del último fleco de la nube y los topógrafos comenzaron inmediatamente a hacer señales. En pocos instantes fue enviado el mensaje, pero la flota siguió avanzando.

—Pero ¿nos han visto? —preguntó el jinete.

—Espero que sí —repuso el topógrafo.

—Entonces, ¿por qué no se detienen?

—No lo sé.

—¡Sigue haciendo señales, rápido!

Los topógrafos probaron de nuevo.

—¡Por Zeus! ¿Por qué no responden?

—Porque no pueden. Ahora son ellos los que están en la sombra de la nube.

El jinete se mordía los labios yendo para adelante y para atrás. Echaba de vez en cuando una ojeada hacia abajo en dirección al ejército y se imaginaba el estado de ánimo del rey.

—¡La han recibido! —exclamó en aquel momento el topógrafo—. La nave capitana está arriando la vela y navegando a remo. Dentro de poco responderán.

La nave capitana avanzaba ahora a velocidad reducida; podía verse claramente el rebullir de la espuma bajo las palas de los remos que la empujaban hacia la cabeza del promontorio, en una zona al abrigo.

Una luz relampagueó de proa y el topógrado fue diciendo por separado las palabras:

—Estamos... costeando... hasta... el... río. Magnífico, han comprendido el mensaje. Ve a comunicárselo al rey, rápido. El sol no resulta favorable para hacer señales desde aquí.

El jinete se lanzó pendiente abajo y alcanzó al soberano que había reunido en la playa al alto mando al completo.

—¡Rey! Nearco ha recibido el mensaje y está maniobrando —anunció saltando a tierra—. Dentro de poco tendrías que verle doblar el promontorio.

—Muy bien —repuso Alejandro—. Desde esta posición podemos controlar también los movimientos de la flota persa.

En aquel momento, la enorme escuadra del Gran Rey cubría casi por entero el espejo de agua entre la península de Mileto y las pendientes del monte Latmos, mientras que, desde la parte opuesta, la nave capitana de Nearco doblaba el cabo Mícale y desfilaba costa abajo dirigiéndose hacia la desembocadura del Meandro, seguida al poco por las otras unidades de la flota aliada.

—Tal vez la hemos salvado —dijo el rey—. Al menos por ahora.

—Por supuesto —comenzó diciendo Crátero—. Si no le hubiéramos hecho señales sobre el peligro que corrían, Nearco habría acabado topándose directamente con los persas y se habría visto obligado a entablar combate en unas condiciones de absoluta inferioridad.

—Y ahora ¿qué piensas hacer? —preguntó Parmenión.

Apenas había terminado de hablar cuando llegó uno de los «portadores de escudo» con un despacho.

—Hay noticias de Mileto, señor.

Alejandro abrió el mensaje y lo leyó:

Filotas, hijo de Parmenión, a Alejandro, ¡salve!

El comandante de la guarnición de Mileto, Egesicratos, ha cambiado de idea y no está dispuesto a abriros las puertas de la ciudad.

Ahora confía en el apoyo de la flota del Gran Rey.

No pierdas los ánimos y cuídate.

—Cabía esperarlo —dijo Alejandro—. Ahora que las naves persas están fondeadas en la bahía, Hegesistratos se siente invencible.

—Rey —anunció uno de los «portadores de escudo» de la guardia—, nuestra nave capitana ha botado una chalupa que se está acercando hacia la costa.

—Mejor, así también nuestros marineros tomarán parte en el Consejo de guerra.

No mucho después, Nearco puso pie en tierra; detrás de él venía el comandante ateniense de la escuadra aliada, Carilaos.

El soberano le recibió con gran cordialidad y le puso al corriente de la situación; a continuación se puso a preguntar el parecer de los presentes por orden de edad, comenzando por Parmenión.

—No soy un experto en cuestiones marítimas —empezó diciendo el anciano general—, pero creo que, si estuviera aquí, el rey Filipo atacaría a la flota enemiga por sorpresa, confiando en la mayor velocidad y capacidad de maniobra de nuestras naves.

Alejandro cambió bruscamente de humor, tal como sucedía ahora cada vez que se le comparaba, en público, con el soberano desaparecido.

—Mi padre siempre luchó cuando tenía grandes probabilidades de victoria, de lo contrario recurría a la astucia —replicó secamente.

—Para mí sería un error entablar combate —intervino Nearco—. La relación es de uno a tres y estamos entre la espada y la pared, es decir, con escasas posibilidades de maniobra.

Otros también, entre los presentes, expresaron su punto de vista, pero muy pronto se dieron cuenta de que Alejandro estaba distraído: miraba un águila pescadora que trazaba amplios círculos sobre la playa. De golpe el águila descendió a gran velocidad, atrapó un grueso pez entre las garras y acto seguido, con un fuerte batir de alas, volvió a tomar altura y se alejó con su presa.

—¿Habéis visto ese pez? Ha confiado en su agilidad y en su dominio del elemento marino y se ha acercado demasiado a la playa, donde el águila tenía las de ganar por una situación en aquel momento más favorable para ella. Y es exactamente lo que haremos nosotros.

—¿Qué pretendes decir? —preguntó Tolomeo—. Nosotros no tenemos alas.

Alejandro sonrió.

—Ya me lo hiciste notar una vez, ¿recuerdas? Cuando habíamos de entrar en Tesalia y enfrente teníamos la pared insuperable del monte Ossa.

—Es cierto —hubo de admitir Tolomeo.

—Muy bien —prosiguió el rey—. Entonces, soy de la opinión de que no podemos arriesgar un choque naval en estas condiciones: no sólo el enemigo tiene una superioridad numérica aplastante, sino que además posee naves más poderosas y robustas. Si nuestra flota fuera aniquilada, mi prestigio se vería destruido. Los griegos se insurreccionarían, y la alianza que con tanto esfuerzo he logrado recomponer se vería destruida, con consecuencias desastrosas. Así pues, mi orden es que varéis todas las naves, en primer lugar las que transportan las máquinas de asedio desmontadas. Las remontaremos y las llevaremos bajo las murallas de Mileto.

—¿Quieres varar la flota entera? —preguntó Nearco incrédulo.

—Exactamente.

—Pero, señor...

—Escucha, Nearco, ¿crees que la infantería que los persas han embarcado en la flota está en condiciones de desafiar a mi falange formada en la orilla?

—Creo que no.

—Puedes estar seguro de ello —afirmó Leonato—. Ni soñarlo siquiera. Y con sólo que lo intenten, les destruiremos antes de que pongan un pie en tierra firme.

—Exacto —aprobó Alejandro—. Y por tanto no lo harán.

—No obstante —prosiguió Nearco, que había comprendido ya las intenciones del rey—, no podrán permanecer eternamente en el mar... Para dar más potencia a sus naves, han aumentado el número de los remeros, pero al hacerlo no les queda ya espacio a bordo para nada. No van a poder cocinar, ni tener suficientes reservas de agua; dependen casi completamente de los refuerzos de tierra.

—Que nosotros impediremos utilizando la caballería —concluyó Alejandro—. Patrullaremos cada rincón de la costa, y sobre todo cada desembocadura de río y de arroyo, cada fuente. Muy pronto estarán allí, en medio del mar, sin comida y sin agua, bajo el sol abrasador, muertos de sed y atormentados por el hambre, mientras que a nosotros no nos faltará nada de lo preciso.

»Eumenes dirigirá el montaje de las máquinas de asedio; Pérdicas y Tolomeo mandarán el ataque en el lado de levante de las murallas de Mileto tan pronto como las máquinas hayan abierto brecha. Crátero, con la ayuda de Filotas, lanzará la caballería a lo largo de la costa para impedir los ataques; Parmenión moverá la infantería pesada de refuerzo en las restantes operaciones y El Negro le echará una mano. ¿Digo bien, Negro?

—Dices muy bien, rey —respondió Clito.

—Excelente. Nearco y Carilaos defenderán las naves varadas con la infantería embarcada y armarán también a las tripulaciones. Si fuera preciso, abrirán una trinchera. Mileto deberá arrepentirse pronto de su falta de palabra.