Era ya primavera avanzada y el sol de mediodía estaba muy alto en el cielo. Por si fuera poco, hacía un tiempo espléndido y el mar estaba como una balsa de aceite.
Desde la cumbre del monte Latmos, Alejandro, Hefestión y Calístenes contemplaban el soberbio espectáculo que se ofrecía a su vista. A la derecha, el promontorio de Mícale se adentraba en el mar como un espolón, y más allá veíase el perfil de la gran isla de Samos.
A la izquierda se extendía la árida península de Mileto. La ciudad, destruida por los persas doscientos años antes por haber osado alzarse contra su poder, había sido magníficamente reconstruida por su más ilustre hijo, el arquitecto Hipódamo, que la había proyectado siguiendo un riguroso plan, en una cuadrícula ortogonal de calles principales, las «anchas», y de calles secundarias para el comercio de barrio, las «estrechas».
En su punto más alto, había reconstruido los templos de la acrópolis, resplandecientes de mármoles pintados de brillantes colores, con adornos de bronce, oro y plata, y grupos escultóricos que se alzaban majestuosos dominando la vasta bahía. En el centro había abierto el gran ágora, punto de convergencia de todas las calles, corazón de la vida política y económica de la ciudad.
A escasa distancia de la costa estaba la islita de Lade, a modo de centinela en la entrada del gran golfo.
En el extremo nordoriental, cerca de la desembocadura del Meandro, veíanse las naves de Nearco varadas y protegidas por un foso y una empalizada contra eventuales golpes de mano de la infantería de desembarco enemiga.
En medio de la bahía, las trescientas naves del Gran Rey parecían desde aquella distancia simples barquichuelas para que jugaran los niños con ellas.
—¡Increíble! —exclamó Calístenes—. Es en este trecho de mar, en el espacio que podemos abarcar con la mirada, donde se decidió la suerte de las guerras persas. Esa islita, próxima a la ciudad, es Lade, y fue allí donde la flota de los griegos sublevados fue aniquilada por los persas.
—Ahora Calístenes sacará de ello toda una lección de Historia, como si no nos hubieran bastado con las de su tío en Mieza —comentó Hefestión.
—Calla —le ordeno Alejandro—. Si no se conoce el pasado, es imposible comprender el presente.
—Y allí, en el promontorio de Mícale —prosiguió impertérrito Calístenes—, los nuestros saldaron cuentas veinticinco años después. La flota estaba al mando del rey de Esparta Leotíquidas, mientras que la persa estaba varada.
—Curioso —observó Hefestión—. Los papeles, actualmente, se han invertido.
—Por supuesto —asintió Alejandro—, y nuestros hombres están cómodos, en la sombra, comiendo pan fresco, mientras que ésos se están cociendo al sol desde hace tres días y se alimentan de galleta, si es que aún les queda. Ahora habrán racionado el agua a un pote o dos por cabeza al día. Tendrán que tomar una decisión. Atacar o marcharse.
—Mira —le hizo notar Hefestión—. Nuestras máquinas de asedio se ponen en movimiento. Antes de la noche estarán bajo las murallas de la ciudad, y mañana comenzarán a castigar las fortificaciones.
Subía en aquel momento a caballo un soldado de La Punta encargado de llevar las órdenes con un despacho.
—¡Rey! Un mensaje de los generales Parmenión y Clito —anunció entregándole una tablilla.
El soberano leyó:
Parmenión y Clito al rey Alejandro, ¡salve!
Los bárbaros han hecho tres tentativas de desembarco en varios puntos de la costa para aprovisionarse de agua, pero han sido repelidos.
No pierdas los ánimos.
—¡Magnífico! —exclamó exultante Alejandro—. Todo tal como había previsto. Ahora podemos también bajar.
Dio un talonazo a Bucéfalo y descendió al paso hacia la bahía para ir al encuentro de la columna de máquinas de asedio, que avanzaban en dirección a Mileto.
Eumenes fue a su encuentro.
—¿Qué? ¿Cómo es la vista desde allá arriba?
—Estupenda —repuso Hefestión en lugar del rey—. Se ve a los persas asándose a fuego lento. No tardarán en estar cocidos en su punto.
—¿Sabes quién ha llegado?
—No.
—Apeles. Ha terminado el retrato ecuestre y quiere enseñártelo, Alejandro.
—¡Oh, dioses! No estoy para cuadros en estos momentos. Estoy haciendo la guerra. Exprésale mi gratitud, págale y dile que nos veremos cuando disponga de tiempo.
—Como quieras, pero le dará un ataque de bilis —observó Eumenes—. Ah, me olvidaba. No hay ninguna noticia de Memnón. Nada de nada. Parece que se lo haya tragado la tierra.
—No lo creo —dijo el rey—. Ese hombre es demasiado astuto, así como también demasiado peligroso.
—El hecho es que ninguno de nosotros le ha visto nunca. No sabemos qué cara tiene. Además dicen que en combate no lleva el menor signo distintivo. Combate con una celada corintia sin cimera, que le cubre por completo el rostro a excepción de los ojos. Pero resulta difícil reconocer a un hombre en medio de una refriega solamente por su mirada.
—Ya. De todos modos esta desaparición no me convence. ¿Habéis dado con el médico griego que le curó? Parmenión dice que es de Abidos, un tal Aristón.
—Él también ha desaparecido.
—¿Y mantenéis vigilada su casa de Zelea?
—Ya no hay nadie allí. Únicamente los siervos.
—No dejéis de buscarle. Es a él a quien debemos temer más que a ningún otro. Él es el más peligroso de nuestros adversarios.
—Haremos todo lo posible —repuso Eumenes, y se puso de nuevo en marcha con el convoy de las máquinas.
—¡Espera! —le pidió Alejandro.
—Aquí estoy. ¿Qué sucede?
—¿Has dicho que está Apeles aquí?
—Sí, pero...
—He cambiado de idea. ¿Dónde está?
—Abajo, en el campamento naval. Le he hecho preparar una tienda y un baño.
—Has hecho bien. Te veré más tarde.
—Pero qué...
Antes de que Eumenes acabara la frase Alejandro se había lanzado al galope en dirección del campamento naval.
Apeles estaba muy enfadado por el hecho de que nadie le hiciera el menor caso y que casi nadie, entre aquellos toscos individuos, le reconociera como el más grande pintor de su tiempo; todos, en cambio, se hacían lenguas de los encantos de Kampaspe, que se bañaba en el mar desnuda y andaba con un quitón militar que a duras penas si le cubría el pubis.
Se puso radiante cuando Alejandro descendió del caballo y fue a su encuentro con los brazos abiertos.
—¡Gran maestro! Bienvenido a mi pobre campamento, pero no hubieras tenido que... Habría ido a verte yo tan pronto como hubiera sido posible. Estaba ansioso por ver el fruto de tu genio.
Apeles hizo una ligera inclinación de cabeza.
—No era mi intención molestarte en medio de una empresa poliorcética semejante, pero al mismo tiempo no veía la hora de enseñarte mi trabajo.
—¿Dónde está? —preguntó Alejandro, en aquel momento sinceramente ansioso.
—Aquí, dentro de la tienda. Ven.
El soberano notó que Apeles se había hecho levantar una tienda blanca, de modo que en el interior la luz estuviera uniformemente difundida y no interfiriera con los colores del cuadro.
El artista se abrió paso hacia el interior y esperó hasta que los ojos del rey se hubieran adaptado. El cuadro estaba tapado por una cortina a guisa de telón y había un siervo sosteniendo en la mano un cordón y esperando una orden de su amo. También Kampaspe había entrado entretanto y se había colocado cerca de Alejandro.
Apeles hizo una señal y el siervo tiró de la cortina por uno de los lados, descubriendo el cuadro.
Alejandro se quedó sin habla, impresionado por el formidable poder evocador de la pintura. Los detalles que, en el boceto, tanto le habían fascinado hasta el punto de pensar que la obra habría podido ser interrumpida en aquel punto, habían adquirido cuerpo y alma, brillaban con la húmeda brillantez de la vida, se insertaban en una densidad de atmósfera y en un vibrar de superficies casi milagrosos.
La figura de Bucéfalo, en particular, era de una tal potencia expresiva que el caballo parecía vivo y respirando verdadero furor por los ollares. Las patas parecían romper la línea divisoria vertical del cuadro para irrumpir en el auténtico espacio y disputárselo al espectador. El jinete no era menos formidable, pero también muy distinto de como Lisipo lo había representado hasta aquel momento en sus esculturas. Las infinitas tonalidades de los colores habían permitido al pintor un realismo desconcertante. Por un lado, más eficaz aún que el bronce; por el otro, de algún modo desacralizador con respecto a la figura de Alejandro.
En el rostro del rey podían leerse la ansiedad y el ardor del conquistador, la nobleza de rasgos del gran soberano, pero también la fatiga y el sudor que le pegaban los cabellos a las sienes en desordenados mechones, los ojos demasiado dilatados por el esfuerzo de dominar la situación, la frente fruncida y casi dolorosamente contraída, los tendones del cuello dilatados y las venas hinchadas por la furia del combate. Había un hombre montando sobre aquel caballo, con toda su grandeza, pero también con toda su fatiga y su carga de miseria. No un dios, como en los retratos de Lisipo.
Apeles vigilaba ansioso las reacciones del rey, temiendo que pudiera estallar de repente en uno de sus ya famosos ataques de cólera. Alejandro, en cambio, le abrazó.
—¡Es maravilloso! Puedo verme en el punto álgido de una batalla. Pero ¿cómo lo has hecho? Simplemente conmigo sentado delante de ti en un caballo de madera y con Bucéfalo que te lo han traído de su establo. Cómo has podido...
—Hablé con tus hombres, señor, con los compañeros que están contigo mientras combates, con los que te conocen profundamente. Y he hablado también con... —bajó la cabeza confuso— Kampaspe.
Alejandro se dirigió a la joven que le miraba con una sonrisita llena de sobreentendidos.
—¿Serías tan amable de dejarnos solos un instante? —le preguntó.
Kampaspe simuló sorpresa y pareció casi molesta por aquella petición, pero obedeció sin rechistar. Tan pronto como hubo salido, Alejandro comenzó diciendo:
—¿Recuerdas el día en que posé para ti en Éfeso?
—Sí —contestó Apeles sin saber adónde quería ir a parar el rey.
—Kampaspe hizo alusión a una pintura en la que ella había posado como Afrodita y que tú habías realizado para... Estaba a punto de decirlo, pero tú le hiciste una señal de que callara.
—No se te pasa nada por alto.
—Un soberano es como un artista. Tienes que dominar la escena y no puede permitirse ninguna distracción. Si se distrae, es hombre muerto.
—Es cierto —hubo de admitir Apeles, y levantó tímidamente los ojos hacia su rostro preparándose para el difícil momento.
—¿Quién era el que te encargó aquel cuadro?
—Bueno, señor, yo no podía imaginarme que...
—No tienes por qué excusarte. Un artista va allí donde le llaman. Y justo es que así sea. Habla libremente, no tienes nada qué temer, te lo juro.
—Memnón. Era Memnón.
—No sé por qué, pero me lo había imaginado. ¿Qué otro en esta zona habría podido permitirse un cuadro de semejante género y tamaño firmado por el gran Apeles?
—Pero te aseguro que no...
Alejandro le interrumpió.
—Te he dicho que no tienes que dar ninguna explicación. Sólo quiero pedirte un favor.
—Lo que quieras, señor.
—¿Le has visto la cara?
—¿A Memnón? Sí, claro.
—Entonces hazme un retrato suyo. Ninguno de nosotros sabe cómo es, y tenemos necesidad de reconocerle por si nos lo encontramos cara a cara, ¿comprendes?
—Comprendo, señor.
—Entonces hazlo.
—¿Ahora?
—Ahora.
Apeles tomó un papiro y un carboncillo y se puso manos a la obra.