Lisipo se quedó en Mieza durante toda la primavera y Alejandro hizo amistad también con sus ayudantes, que le contaron historias maravillosas sobre el arte y el carácter del maestro.
El joven posó también para él, de cuerpo entero y hasta a caballo, pero un día, al entrar por casualidad en su estudio en un momento en que Lisipo se hallaba fuera, observó, entre los dibujos desordenadamente amontonados sobre la mesa, un retrato extraordinario de Aristóteles.
—¿Te gusta? —preguntó en aquel momento el escultor, que apareció de repente a sus espaldas.
—Perdóname —dijo Alejandro con un leve sobresalto—. No quería curiosear entre tus cosas, pero este dibujo es magnífico. ¿Ha posado para ti?
—No, he hecho unos esbozos observándole mientras hablaba o paseaba. ¿Lo quieres?
—No. Guárdalo tú. Tal vez un día tengas que hacerle una estatua también a el. ¿No crees que un gran sabio se la merece más que un rey o un príncipe?
—Creo que la merecen ambos, si también el rey o el príncipe se muestran prudentes —repuso Lisipo con una sonrisa.
De tanto en tanto Alejandro recibía visitas, y durante algunos meses pudo también hacer vida en común con sus amigos intensificando las actividades físicas y militares, especialmente en los períodos en que Aristóteles se hallaba ausente por sus especiales investigaciones o por encargos que le encomendaba Filipo. Otras veces se dirigía él mismo a Pella para ver a sus padres y a su hermana Cleopatra, que estaba cada día más hermosa.
Cuando volvía a Mieza reanudaba sus actividades, que le exigían cada vez un mayor empeño y absorbían todas sus energías, tanto físicas como mentales. El sistema metódico que Aristóteles aplicaba a su investigación inspiraba asimismo su modo de organizar los estudios.
Había hecho instalar un reloj de sol en el patio y un reloj hidráulico en la biblioteca, diseñados ambos por él, y con ellos medía la duración de cualquier lección o de cualquier sesión de trabajo al objeto de que a todas las disciplinas se les dedicara el tiempo adecuado.
En un ala del edificio estaba creciendo, mientras tanto, una rica colección de plantas medicinales, de animales disecados, de insectos, mariposas y minerales. Había incluso bitumen que le habían mandado de Oriente algunos de sus amigos de Atarneo, y Alejandro no creía lo que sus ojos veían cuando su maestro le prendió fuego provocando una llamarada calentísima pero maloliente.
—Me parece que el aceite de oliva es mucho mejor —comentó.
En lo que se mostró también de acuerdo Aristóteles.
El maestro lo coleccionaba todo en su manía de catalogar cuanto era cognoscible en la naturaleza y había trazado también un mapa de las fuentes de aguas termales repartidas por las diversas zonas del país, estudiando sus propiedades curativas. El mismo Filipo había sacado algún provecho de ello para su pierna tomando baños de barro caliente en una fuente de Lincestide.
En la escuela de Mieza, había una pared entera de anaqueles dedicada a la colección de animales petrificados, peces en su mayor parte, pero también plantas, hojas, insectos e incluso un pájaro.
—Me parece que ésta es la prueba de que el diluvio existió de veras, puesto que encontramos estos peces en las montañas de los alrededores —decía Alejandro, una observación que no tenía nada de necia.
A Aristóteles le hubiera gustado dar una explicación muy distinta, pero tuvo que admitir que, por el momento, el mito del diluvio era la única historia que podía dar una explicación de aquel fenómeno. En cualquier caso, el asunto le parecía de importancia secundaria: su parecer era que había que recoger aquellos objetos, medirlos, describirlos y dibujarlos en espera de que alguien, en años futuros, encontrase una explicación irrebatible basada en datos incontrovertibles.
Él obtenía, en cualquier caso, gran satisfacción de la relación con su discípulo, porque el hijo de Filipo le hacía continuamente preguntas y esto es lo que todo maestro desea.
En el aspecto político, Aristóteles se puso a recoger, con la ayuda de sus ayudantes y del propio Alejandro, las constituciones de los diferentes estados y de las distintas ciudades, tanto de Oriente como de Occidente, tanto griegas como bárbaras.
—¿Quieres reunir todas las constituciones existentes en el mundo? —le preguntó Alejandro.
—¡Ojalá pudiese hacerlo —suspiró Aristóteles—, pero mucho me temo que sea una empresa irrealizable!
—¿Y cuál es el fin de tu búsqueda? ¿Descubrir cuál es la mejor de todas?
—Eso es imposible —repuso el filósofo—. En primer lugar porque no existen referencias para establecer cuál es la constitución perfecta, a pesar de lo que acerca de este asunto dijera mi maestro Platón. Mi meta no es tanto llegar a la constitución ideal como observar más bien de qué modo cada comunidad se ha organizado de acuerdo con sus propias necesidades, el ambiente en el que se ha desarrollado, los recursos de que puede disponer, los amigos y los enemigos con los que debía enfrentarse.
»Esto, obviamente, implica que no puede existir una constitución ideal, teniendo en cuenta que, en cualquier caso, los ordenamientos democráticos de las ciudades griegas son los únicos que pueden regular la vida de los hombres libres.
En aquel instante Leptina cruzó el patio con un ánfora llena de agua apoyada en el costado y por un momento Alejandro volvió a ver el infierno del Pangeo.
—¿Y los esclavos? —preguntó—. ¿Puede existir un mundo sin esclavos?
—No —respondió Aristóteles—. Como no puede existir un telar que teja la tela por sí solo. Cuando esto sea posible, entonces se podrá prescindir de los esclavos, pero no creo que eso suceda nunca.
Un día el joven príncipe le planteó al maestro la pregunta que hasta aquel momento no se había atrevido a formular:
—Si el ordenamiento democrático de las ciudades griegas es el único digno de los hombres libres, ¿por qué has aceptado educar al hijo de un rey y por qué eres amigo de Filipo?
—Ninguna institución humana es perfecta y el sistema de las ciudades griegas tiene un problema enorme: la guerra. Muchas ciudades, pese a estar regidas por ordenamientos democráticos en su interior, tratan de prevalecer sobre las demás, de asegurarse los mercados más ricos, las tierras más fértiles, las alianzas más ventajosas. Esto conduce a guerras continuas que desgastan las mejores energías y favorecen al enemigo secular de los griegos: el imperio de los persas.
»Un rey como tu padre puede convertirse en el mediador en estas discordias y luchas intestinas, puede hacer prevalecer el sentido de la unidad contra la simiente de la división y puede desempeñar la tarea de guía y árbitro que, si es necesario, sepa imponer la paz también mediante la fuerza. Mejor un rey griego que salve la civilización griega de la destrucción que no la guerra continua de todos contra todos y, al final, el dominio y la esclavitud bajo el talón de los bárbaros.
»Esto es lo que yo pienso. Por eso acepté educar a un rey. De lo contrario no habría habido dinero suficiente para comprar a Aristóteles.
Alejandro se dio por satisfecho con aquella respuesta, que consideró acertada y honesta. Con el paso del tiempo, sin embargo, se daba cuenta de una contradicción que sentía crecer dentro de sí: por un lado, la educación que recibía, y que, estaba convencido, le empujaba hacia la moderación en su comportamiento, en su manera de pensar y en sus deseos, y hacia el arte y el conocimiento; por otro, su naturaleza, ardiente de por sí, le empujaba a seguir los ideales arcaicos de valor guerrero y de arrojo que descubría en los poemas homéricos y en los versos de los poetas trágicos.
Su descendencia, por parte materna, de Aquiles, el héroe de la Ilíada, el enemigo irreductible de Troya, era para él un hecho natural y la lectura del poema que se había habituado incluso a guardar bajo la almohada, a la que dedicaba siempre los últimos momentos de la jornada, le excitaba el ánimo y la fantasía, le proporcionaba un frenesí incontenible.
En aquellos momentos tan sólo Leptina conseguía calmarle. Desde hacía tiempo le permitía estar a su lado o le pedía una mayor intimidad. Acaso era la necesidad de la madre lejana, de la hermana, pero también del contacto con manos que sabían acariciar, dispensar un placer ligero y delicado que crecía con dulzura hasta inflamarle la mirada y los miembros. Leptina le preparaba cada tarde un baño caliente y le derramaba agua por encima de los hombros y del cuerpo, le acariciaba los cabellos y la espalda hasta que se abandonaba...
Acompañaba a los momentos de abandono, cada vez más a menudo, un deseo inmoderado de actuar, de salir de la paz de aquel retiro y de seguir los pasos de los grandes del pasado. Aquel furor primitivo, aquellas ansias de enfrentamiento físico comenzaban a veces a dejarse traslucir también en sus actos cotidianos. Un día que había salido con los amigos de caza, tuvo un encontronazo con Filotas, por un corzo que éste sostenía haber abatido primero, y había llegado a cogerle del gaznate. Le habría estrangulado de no haberle frenado sus compañeros.
En otra ocasión había estado a punto de abofetear a Calístenes porque había puesto en duda la veracidad de Homero.
Aristóteles le observaba atentamente y con preocupación; había dos naturalezas en Alejandro: una la del joven de exquisita cultura e insaciable curiosidad que le planteaba mil preguntas, que sabía cantar, dibujar y recitar de memoria las tragedias de Eurípides, y otra la del guerrero furioso y bárbaro, el exterminador implacable, que se hacía cada vez más evidente, con ocasión de la caza, de la carrera, de los ejercicios guerreros en los que la fogosidad le hacía perder el control hasta llevar la punta de su espada a la garganta de quien tenía enfrente con el solo objeto de prepararle y adiestrarle.
Entonces el filósofo parecía percibir el misterio de aquella mirada que se ensombrecía de repente, de aquella sombra inquietante que se adensaba en el fondo del ojo izquierdo, como la noche de un caos primigenio. Pero no había llegado aún el momento de poner en libertad al joven león argéada.
Aristóteles sentía que aún tenía mucho que enseñarle, que tenía que canalizar sus formidables energías, que debía indicarle una meta y un objetivo. Tenía que dotar a aquel cuerpo, nacido para la salvaje violencia de la batalla, de una mente política capaz de concebir un programa y de sacarlo adelante. Sólo así llevaría a cabo su obra maestra, como Lisipo.
Pasó el otoño y llegó el invierno y los correos trajeron a Mieza la noticia de que Filipo no regresaría a Pella. El rey de Tracia se había desmandado y había que darle un escarmiento.
El ejército, por tanto, afrontó los durísimos rigores del invierno en aquellas zonas azotadas por los gélidos vientos procedentes de las interminables llanuras nevadas de Escitia o de los picos helados del Hemo.
Fue una campaña de una espantosa dificultad en la que los soldados tuvieron que vérselas con un enemigo escurridizo que combatía en su propio territorio y que estaba habituado a sobrevivir incluso en las condiciones más adversas, pero cuando volvió la primavera todo el inmenso territorio que se extendía desde las riberas del Egeo hasta el gran río Istro estaba pacificado y unido al Imperio macedonio.
El rey fundó una ciudad en el centro de aquellas tierras salvajes y la llamó con su nombre, Filipópolis, provocando en Atenas las ironías de Demóstenes que la calificó de «ciudad de ladrones» o «ciudad de delincuentes».
La primavera volvió a reverdecer también los pastos de Mieza y a hacer regresar a los pastores y mayorales de la llanura hacia los prados de montaña.
Un día, tras el ocaso, la quietud del lugar se vio rota por el ruido de un galope desenfrenado y luego por el resonar de secas órdenes, de voces excitadas. Un jinete de la guardia real llamó a la puerta del despacho de Aristóteles.
—El rey Filipo está aquí. Quiere ver a su hijo y hablar contigo.
Aristóteles se levantó presuroso para ir al encuentro de su ilustre huésped y mientras recorría el corredor daba órdenes apresuradas a todos cuantos encontraba a su paso para que hicieran preparar el baño y la cena para el rey y sus acompañantes.
Cuando el filósofo llegó al patio, Alejandro ya se le había adelantado bajando las escaleras precipitadamente.
—¡Papá! —gritó corriendo al encuentro de su padre.
—¡Hijo mío! —exclamó Filipo estrechándole largo rato entre sus brazos.