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La discusión se prolongó hasta entrada la noche y al final resultó que Maceo había querido cumplir la promesa hecha al rey Darío de traerle a su familia y por ello había desencadenado un ataque tan potente contra el ala izquierda macedonia, pero que habría podido llevar más lejos su ataque y desbaratar la formación de la falange que marchaba hacia el centro enemigo envolviéndola por la espalda.

—¿Y por qué no lo has hecho? —le preguntó Alejandro.

—Porque no podía —interrumpió Parmenión—. Nosotros estábamos combatiendo aún y no habrían podido irse sin habernos aniquilado.

—Es posible, pero eso nos llevaría a una discusión sin fin. Responde, pues, a mi pregunta, Maceo.

—Yo soy babilonio, Gran Rey, y los babilonios son famosos en todo el mundo por su arte de leer los mensajes escritos en el cielo y en los movimientos de las constelaciones. Nuestros magos han visto tu estrella refulgir más esplendente que todas las demás en el cielo y oscurecer por completo a la de Darío. No podía oponerme a los signos que el cielo nos ha mandado y que nuestro sumo dios, Marduk, ha confirmado con su oráculo del templo del Esagil en Babilonia.

—No estoy seguro de comprender en todo su sentido tu razonamiento, Maceo —replicó Alejandro—, pero puedo decirte que por lo que sé y por lo que he visto te has batido con gran valor y con gran ímpetu en favor de tu rey y de su familia. Y por esto es por lo que tengo intención de recompensarte, no por los oscuros vaticinios que supuestamente habrían parado, en el último momento, la carga de tus jinetes.

»Serás, por tanto, reconfirmado como sátrapa de Babilonia y contarás con el apoyo de la guarnición macedonia que dejaré en ella para garantizar que tu autoridad sea respetada.

Era un modo muy hábil de tener a un buen administrador indígena bajo la vigilancia de una autoridad militar macedonia y mostrarse al mismo tiempo magnánimo. Eumenes expresó su aprobación con un movimiento de la cabeza.

Maceo se curvó en una inclinación más profunda aún.

—¿Significa esto que seré libre de regresar a Babilonia?

—Y a tu palacio de sátrapa. Ahora mismo, si quieres, y con tu escolta personal.

Maceo se levantó y, manteniendo la mirada baja, dijo:

—No habrá nada, de ahora en adelante, que pueda inducirme a renunciar a la fidelidad que te juro, delante de los dioses y por mi honor.

—Te lo agradezo, Maceo, y ahora vamos todos a descansar. La jornada ha sido muy dura y mañana tendremos que celebrar las exequias de nuestros compañeros caídos.

Todos se levantaron y se alejaron a caballo hacia el campamento. Alejandro, en cambio, tomó a Bucéfalo por la brida y se encaminó a pie. Eumolpo de Solos le siguió.

—¿Te importa si hago un trecho de camino contigo?

—Todo lo contrario. Después de una jornada tan agotadora, la paz de la noche es lo más hermoso para caminar.

—Me he enterado de lo de Barsine y de su hijo. Lo siento infinitamente. Te avisé de que estaba en el campamento de Darío porque me temía alguna cabezonada.

—Los muchachos son así —repuso Alejandro, y bajo la luz de la luna su rostro pálido enmarcado por los largos cabellos parecía más que nunca el de un muchacho—. Ha hecho lo que consideraba justo. Ha muerto como un héroe en plena juventud y no debemos compadecerle. Ningún ser humano puede complacerse de estar vivo porque no sabe lo que le espera al día siguiente. Lo que nos espera puede ser infinitamente peor que la muerte, como enfermedades deformantes, mutilaciones vergonzantes, esclavitud, torturas...

Eumolpo le iba detrás acompasando su paso al lento andar majestuoso de Bucéfalo, que seguía a su amo. Alejandro pasó una mano por las crines del animal.

—No ha habido tiempo siquiera de hacerle lavar y almohazar, pobre Bucéfalo.

—O tal vez no quieres separarte aún de un amigo que hoy te ha ayudado a conquistar el mundo.

—Es cierto —asintió Alejandro.

Y no dijo nada más.

En aquel momento, se oyeron lejanos y prolongados gemidos acompañados por el sonido lastimero de las flautas y vieron aparecer y desaparecer teas que se movían por la llanura como una especie de procesión. El rey comprendió y tomó por un atajo a través de la llanura desierta para alcanzar la cola del cortejo que trazaba un amplio círculo en dirección a un montículo rematado por un túmulo de piedras. Eumolpo se detuvo murmurando:

—Anda, muchacho, acompáñala tú a su última morada.

Y se alejó con su paso ondulante hacia el campamento macedonio. Del lado opuesto, más allá de la tienda de Darío, comenzaban a oírse los roncos chillidos de los buitres y de las demás aves de presa que descendían para hartarse en el inmenso campo de muerte.

El cortejo alcanzó la cima de la colina y los sepultureros depositaron las andas sobre el túmulo de piedras que había sido preparado: una «torre de silencio». Colocaron en los ángulos de la pequeña construcción cuatro pebeteros que exhalaban una ligera nube azulada de incienso y luego se retiraron. Alejandro, que se había quedado hasta aquel momento aparte, se acercó al cuerpo de Barsine. Embalsamado y perfumado, conservaba intactas sus facciones, y los ojos muellemente cerrados ofrecían la impresión de que estaba soñando. La habían revestido con un traje blanco y una estola azul y habían puesto alrededor de su cabeza una corona de florecillas amarillas del desierto. Alejandro, solo delante de ella, se vio asaltado por las imágenes de sus recuerdos. Volvía a ver su sonrisa y sus lágrimas, sentía cálidas aún en el cuerpo sus caricias y sus besos y le parecía imposible que todo hubiera terminado, que aquel cuerpo tan hermoso, ya sin el aliento de la vida, estuviera ahora destinado a la destrucción. Se quitó la diadema de oro de los cabellos y se la puso entre en las manos, luego la besó por última vez y la saludó:

—Adiós, amor mío. No te olvidaré.

En aquella extrema soledad, desvanecido a sus espaldas el fragor de la gigantesca batalla, el recuerdo de su frágil voz, de las formas tan amadas y ahora ya perdidas para siempre, experimentó un profundo espanto, un infantil pavor ante las tinieblas.

Por un momento se sintió desbordado por el dolor y la infinita melancolía y cayó de hinojos llorando, con la cabeza apoyada en las piedras del túmulo, invocando varias veces su nombre. Al final se levantó para contemplarla una última vez, y al verla aún tan hermosa se rebeló ante la idea de que aquel cuerpo fuera desgarrado por los perros vangabundos y las aves de presa. Volvió al campamento y ordenó a Eumenes que hiciera erigir un santuario fúnebre de piedra de sillar que custodiara sus restos mortales. Y sólo cuando lo vio acabado aceptó ponerse en marcha.