Reanudaron el camino después de haber dado sepultura a los soldados griegos y macedonios caídos en la batalla, porque no había leña bastante en aquel lugar para levantar las piras. El calor sofocante y el gran número de cadáveres persas en descomposición diseminados por la llanura inficionaban el aire y algunos guerreros se habían enfermado de misteriosas fiebres contra las cuales no servía ningún remedio.
Llegaron de nuevo al vado del Tigris, pasaron a la orilla de poniente del río y empezaron a descender hacia Babilonia.
Durante la cuarta etapa, mientras atravesaban una región llamada Adiabena, uno de los oficiales de la escolta de Maceo fue a ver a Alejandro para anunciarle que podría asistir en aquel lugar a un fenómeno extraordinario: ¡una fuente de naphta!
—¿Naphta? —preguntó el rey.
Y se acordó de un día en Mieza en que Aristóteles había quemado naphta que le habían enviado de Asia en un frasco. No había olvidado su humo denso y su olor repugnante. Se acordó también del brulote que los habitantes de Tiro habían lanzado contra él de noche prendiendo fuego a sus máquinas de asedio y de que el aire aún al día siguiente estaba impregnado de esa misma fetidez. Se encaminó, de todas formas, detrás del oficial, que le llevó al fondo de una depresión del terreno, donde ardía permanentemente el fuego, liberando en el aire una densa columna de fuego. Alrededor había una amplia mancha negra y oleosa, como un pantano de extraños reflejos iridiscentes del que emanaba aquel terrible olor. Calístenes estaba ya en el lugar, sacando un poco de líquido con unas ampollas de vidrio.
—Quisiera mandar una cierta cantidad a mi tío Aristóteles para sus experimentos.
—Pero ¿qué es? —preguntó Alejandro.
—Bueno, es difícil de explicar. El sabor es lo más vomitivo que imaginarse pueda, así como también el olor y el aspecto. Acaso es una especie de humor, como una exudación de esta tierra bajo los rayos demasiado ardientes del sol. De todas formas, tiene, como sabes, la capacidad de quemar generando un enorme calor. ¡Mira!
En aquel momento un grupo de soldados, por orden del oficial, habían cogido unos odres llenos de naphta y lo vertían en dos líneas paralelas a lo largo de los bordes del sendero que llevaba hasta el campamento. Luego el oficial le quitó de las manos a uno de sus hombres un velón encendido y prendió fuego a los extremos de las líneas: dos muros de llamas se alzaron inmediatamente de un lado y de otro y se extendieron a lo largo del sendero hasta la puerta del campamento a la velocidad del pensamiento, dejando a todo el mundo boquiabierto. La extraña sustancia siguió ardiendo largo rato, levantando dos cortinas de denso y maloliente humo y difundiendo un calor insoportable.
Alejandro quiso darse inmediatamente un baño para liberarse de aquel olor que le había impregnado hasta los cabellos y, mientras Leptina le lavaba, se puso a hablar con Hefestión, Tolomeo, Calístenes, su nuevo masajista, procedente de Atenas y que se llamaba Atenófanes, y su asistente, un muchacho de nombre Esteban.
—Por lo que he visto —decía el rey—, este naphta podría usarse como arma. ¡Imagínate el efecto, si fuera arrojado contra los enemigos!
—He oído decir que no es adecuado para semejante uso —intervino el masajista, que había asistido de muchacho a algunas lecciones de filosofía—. Pues produce, en efecto, un tipo de fuego absolutamente anómalo. El fuego, como todo el mundo sabe, es un elemento etéreo, celeste, que se transmite a través del aire difundiendo luz y calor. La naphta, por el contrario, emana de la tierra y se incendia sólo en contacto con un terreno completamente árido como la arena o con un terreno húmedo y feraz como el del sur de Babilonia. En una sustancia de humor intermedio, como podría ser un hombre, no se encendería nunca, no cabe duda.
—Me parece una hipótesis aventurada —objetó Calístenes—. Es difícil aplicar categorías del intelecto a manifestaciones físicas que se resienten de múltiples componentes casuales no cuantificables, y además...
—Estoy convencido de lo que digo —rebatió Atenófanes mientras Alejandro salía del baño y Leptina comenzaba a secarle con un paño de lino—, y mi ayudante Esteban ha escuchado igual que yo a mi maestro, el sofista Hermipo, defender esta tesis.
—Hasta el punto de que estoy dispuesto a demostrarlo yo mismo con un experimento, aquí, en presencia de todos vosotros —exclamó el jovenzuelo, acaso para atraer sobre sí la atención y la gratitud de Alejandro.
—No me parece que valga la pena intentarlo —dijo el rey—. Es mejor dejarlo pasar.
Pero el muchacho insistía, apoyado por Atenófanes, que seguía discurseando con sus teorías filosóficas. Dicho esto, se mandó a un sirviente para que trajera un poco de petróleo y el joven Esteban comenzó a echárselo por el cuerpo con gran cuidado, como si fuera aceite de oliva.
—Ahora —anunció Atenófanes cogiendo un velón— os demostraré que sobre un cuerpo humano de humores medios la naphta no puede prender.
Y acercó la llama a la piel del muchacho. En un abrir y cerrar de ojos su cuerpo quedó envuelto por un globo de fuego de espantosa potencia y calor y su asistente comenzó a gritar desesperadamente. Cogieron todos cubos y recipientes y le arrojaron encima el agua de la tina del baño que afortunadamente estaba disponible, pero aún así no fue fácil apagar las llamas.
Alejandro mandó llamar de inmediato a Filipo, que atendió al muchacho esparciéndole determinados ungüentos contra las quemaduras. Logró, a costa de grandes esfuerzos, salvarle la vida, pero el pobre joven quedó desfigurado para el resto de sus días y sufrió siempre de un estado de salud muy precario.
Calístenes aconsejó no ocuparse más de aquella sustancia maloliente antes de que su tío Aristóteles la hubiera estudiado a fondo y hubiera descubierto cuáles eran en realidad sus características. Al día siguiente se pusieron de nuevo en marcha.
A medida que avanzaban, la estepa daba paso a una tierra cada vez más feraz, regada por decenas y decenas de canales que unían las orillas del Tigris con las del Éufrates. La campiña estaba salpicada por un grandísimo número de aldeas donde los campesinos estaban ocupados en preparar el terreno para la próxima siembra.
Cuando se paraban en algún lugar, los jefes locales les ofrecían las especialidades de la región, en particular los palmitos, que eran de agradable sabor y de efecto refrescante. El vino de palma, por el contrario, producía pesadez de estómago y sobre todo dolor de cabeza, pero no había muchas opciones: el vino normal, aun el mejor, no se conservaba en aquel clima y el agua no era a menudo buena para beber. En cambio, los dátiles y las granadas eran excelentes, muy abundantes en aquellos territorios y de excepcional sabor.
Vieron asimismo que vastas extensiones de campos eran anegadas por los campesinos por medio de la apertura de las esclusas de los canales, una práctica que le pareció muy extraña a Alejandro. Calístenes se informó y le dijeron que de aquel modo se lavaba el terreno de la sal que se formaba en su superficie debido al enorme calor y que la tierra conservaba así su fertilidad.
—Reproducen artificialmente lo que en Egipto sucede de forma natural con las crecidas del Nilo —observó Tolomeo—. Debe de tratarse de un fenómeno ligado a los climas muy cálidos. Lo que asombra, sin embargo, es que no haya cocodrilos ni en el Tigris ni en el Éufrates. Tal vez se trate de animales que sólo pueden vivir en las aguas del Nilo.
Nearco se mostró en desacuerdo:
—En absoluto. Yo he oído hablar de uno de Marsella que navegó más allá de las columnas de Hércules, a lo largo de la costa de África, hasta la desembocadura de un río que los indígenas llamaban Chretes y que estaba atestado de cocodrilos.
—Más allá de las columnas de Hércules... —suspiró Alejandro—. ¡La vida de un hombre es demasiado breve para ver el mundo! —Y pensaba en Alejandro de Epiro y en su muerte no vengada en tierras de Hesperia.
En los últimos días de viaje, su marcha se transformó cada vez más en un desfile, porque los habitantes se aglomeraban a lo largo de las calles para ver y aclamar a su rey. Pero el espectáculo superó toda posible maravilla y expectativa cuando se perfilaron en el horizonte, resplandencientes al sol, las murallas, las torres, las pirámides y los jardines de la ciudad más celebrada del mundo: ¡Babilonia!