17

Los guerreros de Mileto que se habían refugiado en la isla de Lade, tras haber conocido a Alejandro y hablado con él, le juraron fidelidad. Trescientos de ellos, la mayor parte, se enrolaron en el ejército para seguirle en su campaña.

La ciudad fue respetada, no se permitió ningún saqueo y se aprobó la orden del día que proponía la reconstrucción de sus murallas. Eumenes convocó al Consejo de la ciudad por encargo del rey, hizo ratificar la restauración de las instituciones democráticas y establecer que los tributos pagados hasta aquel momento al Gran Rey serían satisfechos a Alejandro. Y ya que se encontraba allí, pidió de inmediato un anticipo, pero así y todo la situación seguía siendo crítica por los enormes gastos de guerra.

Al día siguiente, en el Consejo del alto mando, el secretario expuso en un puntilloso informe el estado de las arcas, informe que dejó a todos con un cierto mal sabor de boca a pesar de las grandes victorias obtenidas hasta aquel momento.

—No comprendo —dijo Leonato—. Bastaría con alargar las manos para tomar cuanto necesitamos. Esta ciudad es riquísima y nosotros hemos pedido tan sólo una suma desdeñable.

—Te lo explicaré —intervino Tolomeo con condescendencia—. Como sabes, Mileto forma ahora parte de nuestro reino. Expoliarla equivaldría a expoliar a una ciudad macedonia como Egas o Drabesco.

—Pero el rey Filipo no razonaba así cuando tomó Olinto y Potidea —rebatió El Negro.

Alejandro se puso rígido, pero no replicó. Tampoco los demás dijeron nada. Fue Seleuco quien rompió el silencio:

—Eran otros tiempos, Negro. El rey Filipo debía dar ejemplo, nosotros en cambio estamos uniendo a todo el mundo griego en una sola patria.

Parmenión tomó la palabra en aquel punto:

—Hombres, no deberíamos preocuparnos ya de semejantes problemas, puesto que nos queda Halicarnaso por liberar. Afrontaremos este último esfuerzo y luego nuestra labor habrá quedado completada.

—¿Tú crees? —preguntó Alejandro con un cierto encono—. Yo no he afirmado jamás nada por el estilo, no he puesto nunca límites ni término a nuestra empresa. Pero si no te ves con fuerzas, general, siempre estás a tiempo de volverte atrás.

Parmenión agachó la cabeza y se mordió un labio.

—Mi padre no quería... —comenzó Filotas.

—Sé muy bien lo que quería decir tu padre —replicó Alejandro— y no era mi intención vejar a un gran soldado. Pero el general Parmenión tiene muchas batallas, muchos asedios, muchas vigilias sobre sus espaldas y ya no es joven. Nadie le criticaría si quisiera regresar a la patria para disfrutar de un bien ganado descanso.

Parmenión levantó la cabeza y dirigió una mirada en redondo como un viejo león rodeado por cachorros vueltos demasiado petulantes.

—Yo no necesito ningún descanso —dijo— y estoy en condiciones de enseñar aún a cualquiera de los aquí presentes, excepto al rey —pero era evidente que trataba de decir «incluso al rey»—, cómo se maneja una espada. Y si puedo yo decidir a este respecto, sólo hay una forma de devolverme a la patria antes de que la expedición haya concluido, cualquiera que sea el objetivo trazado. Y es reducido a cenizas y dentro de una urna cineraria.

Siguió otro largo silencio, roto finalmente por Alejandro:

—Es lo que esperaba oír. El general Parmenión seguirá con nosotros sosteniéndonos con su valor y su experiencia, y nosotros se lo agradecemos de todo corazón. Pero ahora —prosiguió— debo poneros al corriente de una grave decisión que he tomado precisamente en estas últimas horas y tras haber reflexionado largamente. La de renunciar a la flota.

Las palabras del rey provocaron un rumor dentro del pabellón real.

—¿Has decidido renunciar a la flota? —repitió incrédulo Nearco.

—Así es —confirmó el rey impasible—. Y los avatares de estos días han demostrado que no la necesitamos. Nos bastan veinte naves para transportar las piezas desmontadas de las máquinas de asedio. Avanzaremos por tierra y conquistaremos la costa y los puertos. De este modo la flota persa no tendrá ya ni atracaderos ni puntos de revituallamiento.

—Siempre pueden desembarcar en Macedonia —observó Nearco.

—He enviado ya una misiva a Antípatro pidiéndole que esté alerta. En cualquier caso, no creo que lo hagan.

—Esta elección nos ahorraría ciertamente un gasto superior a ciento cincuenta talentos diarios que no tenemos —intervino Eumenes—, pero no quisiera convertir la cuestión en un problema de dinero.

—Además —añadió el soberano—, el hecho de no tener ya una vía de salida al mar motivará más aún a los hombres. Mañana mismo comunicaré mi decisión a Carilaos. Tú, Nearco, asumirás el mando de la flotilla. No es mucho, pero sigue siendo importante.

—Como quieras, señor —se resignó el almirante—. Y esperemos que tengas razón.

—Seguro que tiene razón —replicó Hefestión—. Desde que le conozco, no se ha equivocado jamás. Yo estoy con Alejandro.

—También yo —afirmó Tolomeo—. No tenemos necesidad de los atenienses. Además, estoy convencido de que nos pasarán bien pronto cuentas de su colaboración y éstas serán también muy elevadas.

—Entonces, ¿estáis todos de acuerdo? —preguntó el rey.

Todos asintieron, a excepción de Parmenión y El Negro.

—Clito y yo no lo estamos —dijo Parmenión—, pero esto no significa nada. Hasta ahora el rey ha demostrado no tener necesidad de nuestros consejos. Sabe, en cualquier caso, que puede contar con nuestra lealtad y nuestro apoyo.

—Un apoyo indispensable —afirmó Alejandro—. Si no hubiera sido por El Negro, mi aventura en Asia habría terminado. En el Gránico fue él quien cortó el brazo que estaba a punto de rebanarme la cabeza. No lo olvidaré. ¡Y ahora comamos, que me ha entrado hambre! Mañana reuniré a la asamblea del ejército y daré la noticia.

Eumenes disolvió la reunión y dio orden de comunicar la invitación a cenar también a los oficiales atenienses y a Calístenes, Apeles y Kampaspe, que aceptaron con entusiasmo. Hizo venir a continuación a unas hetairas sumamente graciosas y expertas en mantener alegres a una cuadrilla de jóvenes. Eran todas ellas de Mileto, elegantes y refinadas, resplandecientes de esa belleza morena y misteriosa de las divinidades orientales, hijas de antepasados llegados del mar y de madres que habían descendido el curso de los ríos desde las grandes altiplanicies del interior.

—¡Dadle una al general Parmenión! —gritó Leonato.

—¡Quiero ver si puede dar aún lecciones con la pica, además de con la espada!

La ocurrencia hizo reír a todos y relajó la tensión de un momento difícil. Aunque ninguno de ellos tuviera miedo, la inminente partida de la flota suponía un corte definitivo, sonaba casi como a un presagio: dejaban a sus espaldas la patria, tal vez para siempre.

Hacía poco que se había iniciado la velada cuando Alejandro se levantó para salir. Se sentía con la cabeza ligeramente cargada por el vino chipriota y estaba incómodo por la audacia creciente de Kampaspe, que comía y bebía con la mano izquierda, por más que no fuera en modo alguno zurda, porque mantenía constantemente la derecha en otra parte.

Apenas estuvo fuera se hizo traer a Bucéfalo y se lanzó al galope hacia el interior: quería disfrutar del aire perfumado de la primavera y la luz de la luna llena que asomaba en aquellos momentos.

Diez hombres de su guardia personal le habían seguido inmediatamente, pero sus animales conseguían a duras penas mantenerse detrás de Bucéfalo, que no daba señales de aflojar ni por el sendero en subida del monte Latmos.

Cabalgó largo rato, hasta que notó que el caballo estaba empapado en sudor. Entonces lo puso al paso y siguió avanzando por la ondulada meseta que se ofrecía ante él, salpicada de pequeñas aldeas y de poblados aislados de campesinos y pastores. Los hombres de la guardia, ya expertos, no se acercaban, pero tampoco le perdían de vista.

De vez en cuando veía patrullas de caballería macedonia pasar veloces, acompañadas por el ladrar de los perros en las granjas o por el alzarse repentino de los pájaros, molestados en su descanso nocturno. Su ejército estaba tomando gradualmente posesión del espacio interior de Anatolia, reino inexpugnable de antiguas comunidades tribales.

De pronto vio señales de agitación en un punto del camino que conducía hacia la pequeña ciudad de Alinda: un grupo de jinetes que acudían con teas, dando voces y armando gresca.

Cogió del estribo el tradicional sombrero macedonio de ala ancha, se lo caló, se envolvió a continuación con el manto y se acercó al paso.

Los jinetes habían parado un carruaje escoltado por dos hombres armados que oponían resistencia con las lanzas empuñadas y se negaban a hacer bajar a los ocupantes del vehículo.

Alejandro se acercó al oficial macedonio que mandaba el escuadrón y le hizo una señal; éste respondió primero con un gesto de que le dejara en paz, pero la claridad de la luna iluminó por un momento la blanca estrella en forma de bucráneo en la frente de Bucéfalo y entonces el hombre reconoció a su rey.

—Señor, pero qué...

Alejandro le hizo señal de que no hablara en voz alta y preguntó:

—¿Qué sucede?

—Mis soldados han dado el alto a este carruaje y queremos saber quién va en él y por qué viaja de noche con una escolta, pero ellos oponen resistencia.

—Haz retroceder a tus jinetes y explícales a los de la escolta que no tienen nada que temer, que no se hará ningún daño a las personas que se encuentran en el carro, con tal de que se muestren.

El oficial obedeció, pero los hombres que protegían el vehículo no se movieron. Se oyó, sin embargo, una voz femenina de detrás de una cortinilla:

—No entiendo el griego, esperad...

E inmediatamente después una mujer con la cabeza cubierta por un velo se apeaba con gracioso movimiento, apoyando el pie en un estribo. Alejandro pidió al oficial que la iluminara con una antorcha y se acercó.

—¿Quién eres? ¿Cómo es que viajas de noche y con hombres armados? ¿Quién hay contigo?

La mujer mostró un rostro de una impresionante belleza, dos ojazos oscuros sombreados por unas largas pestañas, labios carnosos bien dibujados y sobre todo un porte altivo pero lleno de dignidad, apenas alterado por una sombra de temor.

—Me llamo... Mitríanes —repuso con una ligera vacilación—. Vuestros soldados han ocupado mi casa y mis posesiones al pie del monte Latmos, he decidido reunirme con mi esposo en Prusa, en Bitinia.

Alejandro dirigió una mirada al oficial y éste le preguntó:

—¿Quién hay en el carro?

—Mis hijos —explicó la mujer, y les llamó.

Bajaron dos adolescentes de gran belleza. Uno se asemejaba más a la madre, el otro en cambio era muy distinto: tenía ojos verdeazulados y el pelo rubio.

El rey preguntó atentamente:

—¿Entienden el griego?

—No —repuso la mujer, pero a Alejandro no se le pasó por alto su mirada de inteligencia con los hijos, como diciendo: «Dejadme hablar a mí».

—Tu marido no debe de ser persa, pues este muchacho tiene los ojos azules y la nariz recta —dijo el rey, y se dio cuenta de que la mujer se veía en apuros.

Se quitó el sombrero, descubriendo su rostro, y se le acercó más aún, fascinado por su belleza y la aristocrática intensidad de su mirada.

—Mi marido es griego y era... el médico del sátrapa de Frigia. No tengo noticias de él desde hace mucho tiempo y mucho me temo que le haya sucedido algo. Nuestra intención es reunirnos con él.

—Pero no ahora. Es demasiado peligroso para una mujer y dos muchachos. Serás mi huésped por esta noche, y mañana podrás volver a partir con una protección más adecuada.

—Te ruego, poderoso señor, que no te preocupes por nosotros. Estoy segura de que no nos pasará nada si nos dejas marchar. Nos queda aún mucho camino por recorrer.

—Tranquila. No hay nada que temer, ni por ti ni por tus hijos. Nadie osará faltarte al respeto. —Luego se dirigió a sus hombres—: ¡Escoltadla hasta el campamento!

Saltó sobre su caballo y se alejó, acompañado por su guardia, que no le había perdido de vista un solo instante. Por el camino se encontraron con Pérdicas, nervioso por su desaparición.

—Soy el responsable de tu integridad y con sólo que me dijeras cuándo quieres irte, yo...

Alejandro le cortó.

—No ha pasado nada, amigo mío, y sé cuidar de mí mismo. ¿Cómo va la cena?

—Como de costumbre, pero el vino es demasiado fuerte. Los hombres no están acostumbrados.

—Tendrán que acostumbrarse a cosas muy distintas. Ven, volvamos.

La llegada del carruaje con los dos guardias extranjeros causó expectación y curiosidad en el campamento. Peritas se puso a ladrar y hasta Leptina no dejó de hacer preguntas:

—¿Quién va en ese carro? ¿Dónde les habéis encontrado?

—Prepara un baño en esa tienda —le ordenó el rey—, así como también unas camas para dos chicos y una mujer.

—¿Una mujer? ¿Quién es esa mujer, mi señor?

Alejandro le lanzó una mirada perentoria y Leptina obedeció sin rechistar.

Luego dijo:

—Una vez que se haya acomodado, dile que la espero en mi tienda.

Del pabellón del Consejo de guerra, que se hallaba a escasa distancia, llegaban gritos desordenados de gente ebria, músicas más bien desentonadas de pífanos y flautas, grititos de mujeres y los alaridos de Leonato que dominaban cualquier otro ruido.

Alejandro hizo traer un poco de comida, higos de primera flor, miel y leche; luego tomó en sus manos el retrato de Memnón que Apeles había dejado sobre su mesa y se quedó impresionado por el modo en que el pintor había logrado su expresión de indescifrable melancolía.

Lo dejó de nuevo sobre la mesa y se puso a leer la correspondencia que había llegado en los últimos días: una misiva del regente Antípatro que hacía referencia a una situación en conjunto tranquila, aparte de las intemperancias de la reina, que aspiraba a ocuparse de asuntos de Estado que no eran de su competencia, y una carta de Olimpia que protestaba por verse privada por el regente de toda libertad, así como de toda posibilidad de actuar dignamente de acuerdo a su rango y papel.

Ni una sola alusión a los fastuosos regalos que le había mandado tras la victoria del Gránico. Acaso no los había recibido aún.