La ciudad se presentó ante el joven conquistador como una aparición de fábula. Durante diez estadios a lo largo del camino de acceso había concentrados miles de jóvenes y muchachas que arrojaban flores delante del caballo de Alejandro, y la majestuosa puerta de Ishtar, de cien pies de alto, revestida de azulejos esmaltados con figuras de dragones y toros alados, parecía amenazar con caer a cada paso, más imponente a medida que él avanzaba con sus compañeros y seguido por su ejército formado, por los soldados y los oficiales revestidos con las más hermosas armaduras.
En los glacis de las torres que flanqueaban la puerta y en los gigantescos murallones de un ancho que debía permitir el paso simultáneamente de dos cuadrigas, se agolpaba la población ansiosa de ver al nuevo rey que había derrotado por tres veces a los persas en menos de dos años y obligado a la rendición a docenas de ciudades poderosamente fortificadas.
Los sacerdotes y los dignatarios le recibieron y acompañaron a hacer un sacrificio al dios Marduk, que residía en lo alto del Esagil, el grandioso templo escalonado que destacaba con su mole en el centro de la amplia area sagrada. En presencia de una multitud inmensa reunida en el vasto patio, Alejandro, juntamente con sus compañeros y generales, subió la escalinata que llevaba de una terraza a la otra hasta el santuario de la cima que albergaba el lecho dorado del dios, su morada terrena.
Desde la alto de aquella construcción, el rey pudo contemplar el espectáculo impresionante de la majestuosa metrópoli. Babilonia se extendía a sus pies con todas sus maravillas, con el interminable recinto amurallado, con el triple baluarte que protegía el palacio real y el «palacio de verano» situado en la parte norte de la ciudad. Pudo ver el humo del incienso ascender de los miles de santuarios que constelaban el vasto espacio urbano, las anchas y rectas calles que se cruzaban en ángulo recto y todas las arterias principales, pavimentadas de terracota mezclada con asfalto. Cada una de ellas comenzaba y terminaba con una de las veinticinco puertas que se abrían en el recinto amurallado, con los colosales batientes revestidos de bronce, de oro y de plata.
La ciudad estaba dividida en dos por el río Éufrates, que resplandecía cual una cinta dorada extendida de un extremo al otro de las murallas, flanqueado por jardines y árboles exóticos de toda especie, poblados de bandadas de pájaros multicolores.
Pasado el río, unidos a la parte de poniente de la ciudad por unos macizos puentes de mampostería, los palacios reales se distinguían por el maravilloso revestimiento de azulejos de cerámica vidriada con esmaltes policromados que refulgían al sol con imágenes de criaturas maravillosas, paisajes fabulosos, escenas de la antigua mitología de la Tierra de los Dos Ríos.
A escasa distancia del palacio real se alzaba el complejo más fabuloso de toda la metrópoli, considerado una de las más impresionantes maravillas del mundo conocido: los jardines colgantes.
El concepto típicamente persa del pairidaeza había tomado cuerpo en un lugar completamente llano y de clima inadecuado para un vasto parque arbolado. Todo allí era artificial, todo había sido creado con esfuerzo por la ingeniosa mano del hombre. Se contaba, eran los sacerdotes quienes lo referían, que una joven reina elamita, convertida en esposa del rey Nabucodonosor, se consumía de nostalgia de las montañas boscosas de su tierra natal. Entonces el rey había dado orden de crear una montaña artificial recubierta de un bosque umbroso y de las más bellas flores. Los arquitectos habían construido una serie de plataformas superpuestas y de tamaño cada vez más reducido a medida que se subía. Cada una de las plataformas estaba sostenida por cientos de macizos pilares de mampostería cuidadosamente recubiertos de asfalto y unidos por techos abovedados, y así también estaban asfaltadas las enormes plataformas sobre las cuales se colocaba la tierra en cantidad suficiente para que permitiera la fijación y el arraigo de matas, arbustos y árboles de alto tronco, los cuales sirvieron de lugar de refugio a bandadas de pájaros diurnos y nocturnos que vinieron a anidar en ellos. Otros pájaros exóticos, como pavos reales y faisanes, fueron aclimatados allí, traídos del Cáucaso y de la lejana India. Se crearon surtidores y fuentes con el agua que ingeniosas máquinas elevaban de continuo de la corriente del Éufrates que pasaba borboteando al pie de aquella maravilla.
El aspecto externo era el de una colina recubierta por un bosque pujante, pero aquí y allá se entreveían las señales de la mano del hombre: terrazas y taludes disimulados por plantas trepadoras y colgantes, abundantes en flores y frutos.
Alejandro se emocionó al pensar que un milagro semejante había sido obra de un gran rey para aliviar la melancolía de su reina nacida en las altas y boscosas tierras del Elam, y pensó en Barsine, que dormía para siempre en su «torre de silencio» en el árido desierto de Gaugamela.
—¡Dioses del cielo! —murmuró volviendo en torno la mirada—. ¡Qué maravilla!
También sus amigos, Tolomeo y Pérdicas, Leonato y Filotas, Lisímaco y Eumenes, Seleuco y Crátero contemplaban llenos de asombro la ciudad que desde hacía milenios era considerada el corazón del mundo y la «puerta de dios», que tal era el significado de su nombre, Bab-El en lengua indígena. Entre un barrio y otro, entre las casas y los palacios, se abrían vastos espacios verdeantes, huertos y jardines con toda clase de frutos de la tierra, y en el río bogaban, raudas, docenas de embarcaciones. Algunas, hechas con mimbres atados, impulsadas por una gran vela cuadrada, provenían de las regiones de la desembocadura donde se alzaban las más antiguas ciudades del mito mesopotámico: Ur, Kish, Lagash. Otras, redondas cual canastos, revestidas de pieles curtidas, procedían del norte y transportaban los frutos de aquellas tierras lejanas, de la lujuriante Armenia, abundante en caza, pieles, madera y piedras preciosas.
El cielo, el agua y la tierra contribuían a crear un universo de armoniosa perfección en el interior del gran recinto amurallado, de la imponente corona de torres. Y sin embargo el ojo de Alejandro se volvía en torno en busca de otra maravilla, de la que había oído hablar desde niño a su maestro Leónidas: la «torre de Babel», una montaña de piedra y de asfalto de trescientos pies de alto y otros tantos de ancho en la base, en cuya construcción habían trabajado todos los pueblos de la tierra.
El sacerdote señaló una vasta zona invadida por los hierbajos, en absoluto abandono.
—Ése es el lugar en el que se alzaba la sagrada Etemenanki, la torre que tocaba el cielo, destruida por la furia de los persas cuando la ciudad se rebeló, en tiempos del rey Jerjes.
—El mismo que destruyó nuestro templos cuando invadió Grecia —dijo Alejandro—. Pero yo la reconstruiré, el día que vuelva a Babilonia.
Esa misma noche, el rey celebró una suntuosa fiesta con cientos y cientos de invitados; fueron servidos los platos más exquisitos, los vinos y las bebidas más embriagadoras, y danzaron las muchachas más hermosas de todo Oriente: medas, caucásicas, babilonias, árabes, hircanias, sirias, judías.
Durante treinta días los banquetes, las orgías, la vida disoluta fueron interminables: nada les fue negado a los soldados que habían vencido en el Gránico, en Issos y en Gaugamela, que habían tomado Mileto y Halicarnaso, Tiro y Gaza, y para quienes se perfilaba una nueva aventura, un itinerario arduo, erizado de todo tipo de dificultades, fatigas y tribulaciones.
Una noche que Alejandro se había retirado al «palacio de verano» a fin de disfrutar de un poco de fresco, Pérdicas solicitó ser recibido a su presencia.
Llevaba aún el tórax vendado a causa de la herida sufrida en la batalla campal de Gaugamela y en sus ojos brillaba una extraña expresión que hubiera podido ser tanto de ebriedad como de melancolía.
Por ello el rey le peguntó:
—¿Cómo te encuentras, Pérdicas?
—Estoy bien, Alejandro.
—Has solicitado hablar conmigo.
—Así es.
—¿Y qué es lo que tienes que decirme?
—Tu hermana, la reina Cleopatra, hace ya más de un año que está viuda.
—Por desgracia.
—Yo la amo. Siempre la he amado.
—Lo sé.
—¿Cómo es que lo sabes? —preguntó Pérdicas, un poco azarado.
—Lo sé y punto.
—He venido para pedirte su mano.
Alejandro se quedó en silencio.
—He sido muy osado, ¿no es así? —preguntó Pérdicas con una mirada líquida, casi perdida—. Pero no habría tenido nunca el valor de hablar sin antes embriagarme.
—¿La «copa de Hércules»?
—La «copa de Hércules» —asintió Pérdicas.
—El hecho es que...
—¿Qué? —preguntó Pérdicas patéticamente ansioso, esperando la respuesta con la boca abierta.
—Que me la ha pedido también Tolomeo.
—Ah.
—Y Seleuco.
—También... ¿Nadie más?
—Nadie más, aparte de Lisímaco, Hefestión y... tú mismo, obviamente.
—¿Por casualidad también Parmenión?
—Él no.
—Menos mal. Entonces no tengo ninguna esperanza.
—Si quieres que te diga la verdad, creo que eres el único que ha pedido la mano de Cleopatra para unirse a la mujer que ama, más que a la hermana de Alejandro, pero esto no basta. Ha pasado demasiado poco tiempo desde la muerte de Alejandro de Epiro, y de todos modos el hombre que se case con ella deberá demostrar que es el más digno, estar dispuesto a arrostrar cualquier riesgo y cualquier sacrificio, a soportar privaciones y dolores que ni siquiera puede imaginar.
Pérdicas había recobrado lucidez suficiente como para sentir ganas de llorar y respondió:
—Pero ¿no he afrontado ya todo esto por ti?
—No más que tus compañeros. Pero lo difícil está aún por llegar, amigo mío. Dentro de veinte días volveremos a ponernos en marcha para reanudar la conquista de este imperio, para perseguir a Darío hasta las provincias más lejanas, y después emprenderemos el regreso a esta ciudad. Y es estonces cuando sabré quién es el más digno. Ahora, anda, coge una hermosa muchacha, que hay muchas, y diviértete, porque la vida es breve.
Pérdicas se alejó y Alejandro se volvió hacia el gran balcón florido que se abría hacia la ciudad, hacia el río palpitante de mil luces y el cielo tachonado de estrellas.