Alejandro corría por el prado inundado de luz primaveral, salpicado de flores; corría medio desnudo y descalzo, en contra del viento que soplaba en sus cabellos y traía del mar hasta él un ligero olor salobre.
Peritas corría a su lado controlando el paso para no superar a su amo y para no perderle. Ladraba de vez en cuando como si quisiera llamar su atención y el joven volvía la cabeza hacía él sonriendo, pero sin pararse.
Era uno de aquellos momentos en los que su alma se liberaba, en los que volaba como un pájaro, galopaba como un caballo de batalla. Entonces su naturaleza ambigua y misteriosa de centauro, violenta y sensible a la vez, tenebrosa y solar, parecía expresarse en un movimiento armónico, en una especie de danza iniciática bajo el ojo fúlgido del Sol o en la sombra imprevista de una nube.
A cada salto su cuerpo escultural se contraía para estirarse seguidamente en una amplia zancada, su melena dorada golpeaba suave y brillante en su espalda cual una crin, y los brazos, ligeros, acompañaban como alas el alzarse del pecho en el jadeo excitado de la carrera.
Filipo le contemplaba en silencio, tieso sobre la grupa de su caballo, en la linde del bosque; luego, cuando le vio ya cerca y se percató de que el ladrido, de pronto más fuerte, del perro le había descubierto, espoleó al caballo y se acercó a su lado saludándole con la mano, sonriendo, pero sin detenerle, encantado por la potencia de aquella carrera, por el prodigio de aquellos miembros infatigables.
Alejandro se detuvo en la orilla de un arroyo y se arrojó de una zambullida al agua; Filipo se apeó de su cabalgadura y le esperó. El muchacho salió de la corriente de un salto, junto con el perro, y ambos se sacudieron el agua de encima. Filipo le abrazó estrechamente y sintió a su vez la mordaza del hijo, no menos poderosa. Se dio cuenta de que se había hecho un hombre.
—He venido para llevarte conmigo —dijo—. Volvemos a casa.
Alejandro le miró incrédulo.
—Palabra de rey —aseguró Filipo—. Pero llegará el día en que recordarás este período de tu vida con nostalgia. Yo no tuve la misma suerte; no he tenido cantos, ni poesía, ni sabios discursos. Y por eso estoy tan cansado, hijo, por eso me pesan ya tanto los años.
Alejandro no dijo nada y caminaron juntos por el prado, hacia casa; el joven seguido por su perro, el padre sosteniendo por la brida a su caballo.
De repente, desde detrás de una colina que ocultaba a la vista el retirado lugar de Mieza, se oyó un relincho. Era un sonido agudo y penetrante, un bufido poderoso, como de fiera, de una criatura quimérica. Luego se oyeron alaridos de hombres, gritos y llamadas, y un ruido de cascos de bronce que hacían temblar la tierra.
El relincho resonó más alto aún y furibundo. Filipo se dio la vuelta hacia el hijo y dijo:
—Te he traído un regalo.
Alcanzaron lo alto de la colina y Alejandro se detuvo estupefacto: abajo, ante sus ojos, un semental negro se encabritaba con un repentino empinarse sobre las patas traseras, brillante de sudor como una estatua de bronce bajo la lluvia, sostenido por cinco hombres agarrados a cuerdas y riendas que trataban de controlar su formidable potencia.
Era más negro que ala de cuervo y tenía una estrella blanca en medio de la frente en forma de bucráneo. A cada movimiento del cuello o de la espaldilla arrojaba al suelo a los caballerizos y los arrastraba por la hierba cual muñecos inertes. Luego volvía a caer sobre las pezuñas delanteras, coceaba hacia atrás furibundo, azotaba el aire con la cola, sacudía la larga crin resplandeciente.
Una baba sanguinolenta orlaba el labio del maravilloso corcel, que a trechos se detenía, con el cuello doblado hacia el suelo para aspirar todo lo posible, para hinchar el pecho de aire y expulsarlo de nuevo cual aliento de fuego, cual soplo de dragón. Y relinchaba una vez más, sacudía la soberbia cerviz, tensaba el agrupamiento de músculos que le engrosaba la cruz.
Alejandro, como si hubiera recibido un fustazo, se sacudió de improviso y gritó:
—¡Dejadlo! ¡Dejad libre a ese caballo, por Zeus!
Filipo apoyó una mano sobre su hombro.
—Espera un poco más, muchacho, espera a que lo hayamos domado. Sólo un poco más de paciencia y será tuyo.
—¡No! —gritó Alejandro—. ¡No! Sólo yo puedo domarlo. ¡Dejadlo! Os digo que lo dejéis.
—Pero se escapará —dijo Filipo—. ¡Hijo mío, he pagado una fortuna por él!
—¿Cuánto? —preguntó Alejandro—. ¿Cuánto has pagado por él, papá?
—Trece talentos.
—¡Apuesto otros tantos a que consigo domarlo! ¡Pero diles a esos desgraciados que lo dejen! ¡Te lo ruego!
Filipo le miró y le vio casi fuera de sí a causa de la emoción, las venas del cuello hinchadas como las del semental enfurecido.
Se volvió hacia los hombres y ordenó:
—¡Dejadle libre!
Obedecieron. Uno tras otro fueron soltando los lazos y le dejaron solamente las riendas del cuello. De inmediato el animal se alejó corriendo por la llanura. Alejandro se lanzó en su persecución y llegó junto a él ante la mirada asombrada del rey y de sus caballerizos.
El soberano sacudió la cabeza murmurando:
—Oh, dioses, le va a reventar el corazón a ese muchacho, le va a reventar el corazón.
Peritas gruñía entre dientes. Pero los hombres hicieron una alusión como queriendo decir «escucha». Sentía que le hablaba, en medio del jadeo de la carrera le gritaba algo, palabras que el viento se llevaba junto con los relinchos del animal que casi parecía responderle.
De improviso, cuando parecía que el joven se venía abajo por el esfuerzo, el caballo aminoró su carrera, trotó un poco y luego se puso a paso de andadura mientras sacudía la cabeza y bufaba.
Alejandro entonces se le acercó, despacio, poniéndose del lado del Sol. Ahora podía verlo, iluminado de lleno, podía ver su frente amplia y negra y la mancha blanca en forma de cráneo de buey.
—Bucéfalo —susurró—. Bucéfalo... Sí, éste es tu nombre... Éste es. Te gusta, ¿es bonito, eh?
Se le acercó hasta casi tocarlo. El animal sacudió la cabeza, pero no se movió y el muchacho alargó la mano y le acarició el cuello, con delicadeza, y a continuación la mejilla y el morro suave cual musgo.
—¿Quieres correr conmigo? —dijo—. ¿Quieres correr?
El caballo relinchó alzando la cabeza con altivez y Alejandro comprendió que asentía. Lo miró fijamente a los ojos ardientes y acto seguido, de un salto, montó sobre su grupa y gritó:
—¡Vamos, Bucéfalo! —y le tocó el vientre con los talones.
El animal se lanzó al galope, distendiendo el resplandeciente lomo, alargando la cabeza y las patas y la larga cola floqueada. Corrió raudo como el viento dando vueltas por la llanura hasta llegar al bosque y al río; el ruido martilleante de sus cascos parecía de trueno.
Se detuvo delante de Filipo, que casi no podía creer lo que habían visto sus ojos.
Alejandro se deslizó a tierra.
—Es como cabalgar a Pegaso, padre, es como si tuviese alas. Así debían de ser Balio y Janto, los caballos de Aquiles, hijos del viento. Gracias por habérmelo dado.
Y le acariciaba el cuello y el pecho sudorosos. Peritas comenzó a ladrar, celoso de aquel nuevo amigo de su amo; el muchacho le acarició también a él, para tranquilizarlo.
Filipo le miraba asombrado, como incapaz de darse cuenta aún de lo que había pasado. Luego le besó en la cabeza y afirmó:
—Hijo mío, búscate otro reino: Macedonia no es lo suficientemente grande para ti.