—¿De veras has pagado trece talentos? —preguntó Alejandro mientras cabalgaba al lado de su padre.
Filipo asintió.
—Creo que es el precio más alto jamás pagado por un caballo. Es el animal más hermoso que han dado en muchos años los criaderos de Filónicos, en Tesalia.
—Vale mucho más —dijo Alejandro acariciando el cuello de Bucéfalo—. Ningún otro caballo de batalla en el mundo habría sido digno de mí.
Comieron en compañía de Aristóteles y Calístenes: Teofrasto había regresado a Asia para proseguir sus investigaciones y de vez en cuando transmitía al maestro informes acerca de sus descubrimientos.
Compartían la mesa también dos pintores ceramistas que Aristóteles había hecho venir de Corinto, no con el fin de pintar vasos, sino de trabajar en otra tarea mucho más delicada que había encargado el propio Filipo: un mapa del mundo conocido.
—¿Puedo verlo? —preguntó el rey impaciente, cuando hubo terminado de comer.
—Claro está —repuso Aristóteles—. Es también mérito de tus conquistas lo que hemos conseguido representar.
Pasaron a una sala amplia y bien iluminada donde el gran mapa, realizado sobre piel curtida de buey clavada con algunas tachuelas en una mesa de madera de igual medida, campeaba imponente y brillante debido a los colores con que los artistas habían representado mares, montañas, ríos y lagos, golfos e islas.
Filipo lo observó encantado. Su mirada recorrió los perfiles desde Oriente hasta Occidente, desde las columnas de Hércules a las extensiones de la llanura escita, desde el Bósforo hasta el Cáucaso, desde Egipto hasta Siria.
Lo rozaba con los dedos, como temeroso de tocarlo, buscaba los países, amigos y enemigos, reconocía, con los ojos que le relucían, la ciudad que recientemente había fundado en Tracia y que llevaba su nombre: Filipópolis. Por fin podía ver, en concreto, la vastedad de sus dominios.
Hacia Oriente y hacia el norte el mapa se difuminaba hacia la nada, así como también hacia el sur donde se extendían las arenas infinitas de los libios y de los garamantas.
Sobre una mesa lateral había numerosas hojas de papiro con estudios preparatorios. Filipo abrió algunas de ellas y se detuvo en un dibujo que representaba la Tierra.
—Así pues, ¿crees que es redonda? —preguntó a Aristóteles.
—No es que lo crea, es que estoy convencido de ello —rebatió el filósofo—. Es redonda la sombra que la Tierra proyecta sobre la Luna durante los eclipses. Y si observas una nave alejarse de puerto, primero ves desaparecer el casco, y luego el mástil. En cambio, sucede todo lo contrario si la ves acercarse.
—¿Y qué hay aquí abajo? —preguntó el rey señalando un área indicada con las letras antipodes.
—Nadie lo sabe. Pero es probable que existan tierras iguales en superficie a éstas en que vivimos. Es una cuestión de equilibrio. El problema estriba en que no sabemos por cuánto espacio se extienden las regiones boreales.
Alejandro se volvió hacia él y luego posó la mirada, absorto, en las provincias del inmenso imperio que se decía se extendía desde el mar Egeo hasta la India; le volvían a la mente las inspiradas palabras con las que tres años antes el huésped persa había descrito su patria.
En aquel momento imaginaba que corría a caballo de Bucéfalo por aquellas inmensas mesetas, que volaba sobre montañas y desiertos hasta los confines del mundo, hasta las olas del río Océano que, según Homero, rodeaban la Tierra entera.
Le sacó de su ensimismamiento la voz del padre y su mano apoyada en un hombro.
—Arregla tus cosas, hijo mío, imparte las disposiciones pertinentes a tus siervos para que preparen tu bagaje, todo cuanto quieras llevarte a casa, a Pella. Y despídete de tu maestro, pues no le verás por un tiempo.
Dicho esto, el rey se alejó para que pudieran quedarse a solas a fin de decirse adiós.
—Ha pasado deprisa este tiempo —dijo Aristóteles—. Me parece haber llegado ayer mismo a Mieza.
—¿Adónde vas? —le preguntó Alejandro.
—Seguiré aquí aún durante un tiempo. Hemos acumulado mucho material y una cierta cantidad de apuntes y anotaciones que ahora deben ser cuidadosamente clasificados. Ello llevará algún tiempo. Además, estoy llevando a cabo determinados estudios acerca de la transmisión de las enfermedades de un cuerpo a otro.
—Me alegro de que te quedes; así podré venir a verte alguna vez. Tengo muchas preguntas que hacerte aún.
Aristóteles le miró fijamente y durante un instante leyó aquellos interrogantes en el brillo mudable e inquieto de su mirada.
—Las preguntas que han quedado en tu fuero interno son aquéllas para las que no hay respuesta, Alejandro... o si la hay, deberás buscarla en tu espíritu.
La luz de la tarde primaveral iluminaba las hojas esparcidas, repletas de anotaciones y dibujos, los botes de los pintores con los colores y los pinceles, el gran mapa del mundo conocido y los ojillos grises y serenos del filósofo.
—Y luego, ¿adónde piensas ir? —preguntó aún Alejandro.
—Primero a Estagira, a mi casa.
—¿Crees que has logrado hacer de mí un griego?
—Creo haberte ayudado a hacerte un hombre, pero sobre todo he comprendido una cosa: que no serás nunca ni griego ni macedonio. Serás únicamente Alejandro. Te he enseñado todo cuanto me ha sido posible: ahora seguirás tu camino y nadie puede decir adónde te conducirá. Sólo sé una cosa de cierto: que cualquiera que quiera seguirte deberá abandonarlo todo, su casa, su hacienda, su patria, y aventurarse a lo desconocido. Adiós, Alejandro, que los dioses te protejan.
—Adiós, Aristóteles. Que los dioses te guarden también a ti, si quieren que brille un poco de luz en este mundo.
Se dejaron así, con una larga mirada. No iban a volver a verse nunca más.
Alejandro se quedó despierto hasta entrada la noche, preso de una fuerte agitación que le impedía conciliar el sueño. Contemplaba desde la ventana los campos tranquilos y la luna que iluminaba las cimas, blancas aún de nieve del Bermión y del Olimpo, pero oía ya en sus oídos el fragor de las armas, el relincho de los caballos lanzados al galope.
Pensaba en la gloria de Aquiles que se había hecho merecedor del canto de Homero, en el arreciar de la batalla y en el entrechocar de las armas, mas no conseguía comprender cómo podría todo esto convivir en su ánimo con el pensamiento de Aristóteles, las imágenes de Lisipo, los cármenes de Alceo y de Safo.
Pensó que tal vez la respuesta estaba en sus orígenes, en la naturaleza de su madre Olimpia, salvaje y melancólica a la vez, y en la de su padre, amable y despiadada, impulsiva y racional. Tal vez estaba en la naturaleza de su pueblo que tenía a sus espaldas las más salvajes tribus bárbaras y ante los ojos las ciudades de los griegos con sus templos y sus bibliotecas.
Al día siguiente vería a su madre y a su hermana. ¿Las encontraría muy cambiadas? ¿Y cuánto había cambiado él? ¿Cuál sería su lugar, ahora, en la residencia real de Pella?
Trató de calmar el tumulto de su ánimo con la música; tomó la cítara y se sentó en el antepecho de la ventana. Tocó una canción que había oído numerosas veces cantar a los soldados de su padre por la noche en torno al fuego de guardia. Una canción elemental como su propio dialecto montañés, pero llena de pasión y de nostalgia.
En un determinado momento se dio cuenta de que Leptina había entrado en su habitación, al reclamo de la melodía, y ahora estaba sentada en el borde del lecho escuchando maravillada.
La luz de la luna le acariciaba el semblante y los hombros, los blancos y tersos brazos. Alejandro dejó la cítara mientras ella desnudaba su pecho con leve ademán y extendía hacia él sus brazos. Se tumbó a su lado y Leptina le apretó la cabeza entre los pechos al tiempo que le acariciaba los cabellos.