Olimpia se había dirigido al santuario de Dodona por una extraña inspiración, por un presagio que la había visitado en sueños mientras dormía al lado de su marido, Filipo, rey de los macedonios, ahíto de vino y de comida.
Soñó que una serpiente reptaba lentamente a lo largo del corredor y que luego entraba silenciosamente en el aposento. Aunque ella la veía, no podía moverse, así como tampoco gritar ni escapar. Los anillos del gran reptil deslizábanse por el suelo de piedra y las escamas relucían con reflejos cobrizos y broncíneos bajo los rayos de la luna que entraban por la ventana.
Por un momento había deseado que Filipo se despertase y la tomase entre sus brazos, le diese calor contra el pecho fuerte y musculoso, la acariciase con sus grandes manos de guerrero, pero su mirada enseguida volvió a posarse sobre el drakon, sobre aquel animal portentoso que se movía como un fantasma, como una criatura mágica, una de ésas que los dioses despiertan por simple placer de las entrañas de la tierra.
Extrañamente, ya no le producía miedo ni sentía ninguna repugnancia; es más, se sentía cada vez más atraída y casi fascinada por aquellos movimientos sinuosos, por aquella potencia silenciosa y llena de gracia.
La serpiente se introdujo bajo las mantas, se deslizó entre sus piernas y sus pechos y ella sintió que la había poseído, ligera y fríamente, sin causarle el menor daño, sin ninguna violencia.
Soñó que su semen se mezclaba con el que el marido había expelido ya dentro de ella con la fuerza de un toro, con la fogosidad de un verraco, antes de caer vencido por el sueño y el vino.
Al día siguiente el rey se puso la armadura, comió carne de jabalí y queso de oveja en compañía de sus generales y partió para la guerra. Una guerra contra un pueblo más bárbaro que sus macedonios: los tribalos, que se vestían con pieles de oso, se cubrían la cabeza con gorras de piel de zorro y vivían a orillas del río Istro, el más grande de Europa.
Se había limitado a decirle:
—Recuerda ofrecer sacrificios a los dioses mientras yo esté ausente y concibe un hijo varón, un heredero que se parezca a mí.
Luego montó sobre su caballo bayo y se lanzó al galope con sus generales, haciendo retumbar el patio bajo los cascos de los caballos de batalla, haciéndolo resonar con el fragor de las armas.
Tras su partida, Olimpia tomó un baño caliente y, mientras sus doncellas le daban masaje en la espalda con esponjas empapadas en esencias de jazmín y de rosas de Pieria, mandó llamar a Artemisia, su nodriza, una anciana de buena familia, de enormes pechos y estrecho talle, que se había traído de Epiro al venir para unirse en matrimonio con Filipo.
Le contó el sueño y le preguntó:
—Mi querida Artemisia, ¿qué significa?
—Hija mía, los sueños son siempre mensajes de los dioses, pero pocos son los que saben interpretarlos. Creo que deberías dirigirte al más antiguo de nuestros santuarios; consulta al oráculo de Dodona, en nuestra patria, Epiro. Allí los sacerdotes se transmiten desde tiempos inmemoriales cómo leer la voz del gran Zeus, el padre de los dioses y de los hombres, que se manifiesta cuando el viento pasa a través de las ramas de las milenarias encinas del santuario, o bien cuando hace susurrar sus hojas en primavera o en verano, o las agita ya secas en torno a los raigones durante el otoño o el invierno.
Y así, pocos días después, Olimpia emprendió viaje camino del santuario erigido en un lugar de imponente grandiosidad, en un valle verdeante enclavado entre boscosos montes.
Decíase de aquel templo que era uno de los más antiguos de la tierra: dos palomas habían emprendido el vuelo de la mano de Zeus cuando hubo conquistado el poder tras expulsar del cielo al padre Cronos. Una había ido a posarse sobre una encina de Dodona, la otra sobre una palmera del oasis de Siwa, entre las ardientes arenas de Libia. En aquellos dos lugares, desde entonces, podía oírse la voz del padre de los dioses.
—¿Qué significa el sueño que he tenido? —preguntó Olimpia a los sacerdotes del santuario.
Éstos se hallaban sentados en círculo en unos asientos de piedra, en medio de un verdísimo prado florido de margaritas y ranúnculos, y estaban escuchando soplar el viento que agitaba las hojas de las encinas. Hubiérase dicho que totalmente arrobados.
Uno de ellos dijo por fin:
—Significa que el hijo que nazca de ti descenderá de la estirpe de Zeus y de un mortal. Significa que en tu seno la sangre de un dios se ha mezclado con la sangre de un hombre.
»El hijo que des a luz resplandecerá con una energía maravillosa, pero lo mismo que las llamas que arden con luz más intensa queman las paredes del candil y consumen más deprisa el aceite que las alimenta, así también su alma podría quemar el pecho que la alberga.
»Recuerda, reina, la historia de Aquiles, antepasado de tu gloriosa familia: le fue concedido elegir entre una vida breve y gloriosa y otra larga pero oscura. Eligió la primera: sacrificó la vida a cambio de un instante de luz cegadora.
—¿Es éste un destino ya escrito? —preguntó Olimpia temblando toda ella.
—Es un destino posible —repuso otro sacerdote—. Los caminos que un hombre puede recorrer son muchos, pero algunos hombres nacen dotados de una fuerza distinta, que proviene de los dioses y que trata de retornar a ellos. Guarda este secreto en tu corazón hasta que llegue el momento en que la naturaleza de tu hijo se manifieste en su plenitud. Entonces prepárate para todo, incluso para perderle, porque hagas lo que hagas no conseguirás impedir que se cumpla su destino, que su fama se extienda hasta el último confín del mundo.
No había terminado aún de hablar cuando la brisa que soplaba entre el ramaje de las encinas se transformó de repente en un fuerte y cálido viento del Sur: en poco rato alcanzó una fuerza tal que dobló las copas de los árboles y obligó a los sacerdotes a cubrirse la cabeza con sus mantos.
El viento trajo consigo una densa calina rojiza que oscureció enteramente el valle; también Olimpia se arrebujó el cuerpo y la cabeza con el manto, quedándose inmóvil en medio del torbellino, como la estatua de una divinidad sin rostro.
La ventolera pasó tal como había llegado y, cuando la calina se aclaró, las estatuas, las estrellas y los altares que adornaban el recinto sagrado aparecieron cubiertos de una fina capa de polvo rojo.
El último sacerdote que había hablado la rozó con la punta de un dedo y se la acercó a los labios.
—Este polvo lo ha traído el soplo del viento líbico, aliento de Zeus Amón que tiene su oráculo entre las palmeras de Siwa. Es un prodigio extraordinario, una señal portentosa, porque los dos oráculos más antiguos de la tierra, separados por una enorme distancia, han hecho oír sus voces al mismo tiempo. Tu hijo ha oído llamadas que llegan de lejos y tal vez no haya oído el mensaje. Un día lo oirá de nuevo dentro de un gran santuario rodeado por las arenas del desierto.
Tras haber escuchado estas palabras, la reina volvió a Pella, la capital de los caminos polvorientos en verano y fangosos en invierno, esperando con temor y ansiedad el día en que naciera su hijo.
Los dolores del parto comenzaron un atardecer de primavera, tras la puesta del Sol. Las mujeres encendieron los velones y su nodriza, Artemisia, mandó llamar a la partera y al médico Nicómaco, que había atendido ya al viejo rey Amintas y había estado a cargo del nacimiento de no pocos vástagos reales, tanto legítimos como bastardos.
Nicómaco estaba preparado, sabedor de que ella había salido de cuenta. Se ciñó el mandil, hizo calentar agua y mandó traer otros candeleros para que no faltase luz.
Pero dejó que fuese la partera la primera en acercarse a la reina, porque una mujer prefiere ser tocada por otra mujer en el momento de traer al mundo a su hijo: sólo una mujer comprende el dolor y la soledad en que se alumbra una nueva vida.
En aquellos momentos, el rey Filipo se encontraba poniendo cerco a la ciudad de Potidea y por nada del mundo habría abandonado a sus tropas.
Fue un largo y difícil parto porque Olimpia era estrecha de caderas y de complexión delicada.
La nodriza le secaba el sudor repitiendo:
—¡Aprieta fuerte, niña, empuja! El ver a tu hijo te consolará de todo el dolor que debes de estar pasando en estos momentos.
Le mojaba los labios con agua de manantial, que las doncellas cambiaban de continuo en la copa de plata.
Pero cuando el dolor aumentó hasta hacerle perder casi el sentido, intervino Nicómaco, guió las manos de la partera y mandó a Artemisia que empujara sobre el vientre de la reina porque a ella le fallaban ya las fuerzas y el niño padecía.
Apoyó el oído sobre la ingle de Olimpia y pudo escuchar cómo iba disminuyendo la palpitación del corazoncito.
—Empuja todo lo fuerte que puedas —ordenó a la nodriza—. El niño tiene que nacer enseguida.
Artemisia se apoyó con todo su peso sobre la reina que, lanzando un grito más fuerte, parió.
Nicómaco ató el cordón umbilical con un hilo de lino, lo cortó inmediatamente con unas tijeras de bronce y lavó la herida con vino puro.
El niño se puso a llorar y él se lo entregó a las mujeres para que le lavasen y vistiesen. Artemisia le miró la carita y se quedó completamente extasiada.
—¿No es una maravilla? —preguntó mientras le pasaba por el semblante un copo de lana empapado en aceite.
La partera le levantó la cabeza y al secársela no pudo reprimir un ademán de estupor.
—Tiene la pelambrera de un niño de seis meses con unos bonitos reflejos dorados. Se diría un pequeño Eros.
Entretanto, Artemisia le vestía con una minúscula túnica de lino porque Nicómaco no quería que los niños fuesen fajados prietamente tal como se acostumbraba a hacer en la mayor parte de las familias.
—Según tú, ¿de qué color tiene los ojos? —preguntó a la partera.
La mujer acercó un velón y los ojos del niño se encendieron con un reflejo iridiscente.
—No sé, es difícil decirlo. Unas veces parecen azules, otras oscuros, casi negros. Tal vez sea la naturaleza tan distinta de sus progenitores...
Mientras tanto, Nicómaco se ocupaba de la reina que, como ocurre a menudo con las primerizas, perdía sangre. Previendo que esto pasase, había hecho recoger nieve en las pendientes del monte Bermión.
Hizo con ella varias compresas y las aplicó sobre el vientre de Olimpia. La reina se estremeció, fatigada y exhausta como estaba, pero el médico no se dejó enternecer y siguió aplicándole las compresas heladas hasta que vio cortarse del todo el flujo de sangre.
Luego, mientras se quitaba el mandil y se lavaba las manos, la confió al cuidado de las mujeres. Dio permiso para que le cambiasen las sábanas, le limpiasen el sudor con esponjas suaves empapadas en agua de rosas, le pusiesen una camisa limpia, que cogieron de su arcón, y le diesen de beber.
Fue Nicómaco quien le presentó al pequeño:
—Aquí tienes al hijo de Filipo, reina. Has dado a luz un niño guapísimo.
Finalmente salió al corredor donde aguardaba un jinete de la guardia real en traje de viaje.
—Vamos, corre al encuentro del rey y dile que ha tenido un hijo. Dile que es un varón hermoso, sano y fuerte.
El jinete se echó el manto sobre los hombros, se puso en bandolera la alforja y salió a todo correr. Antes de desaparecer en el fondo del corredor, Nicómaco gritó detrás de él:
—Dile también que la reina se encuentra bien.
El hombre ni siquiera se detuvo y poco después se oyó un relincho en el patio, al que siguió un galope que se perdió por las calles de la ciudad sumida en el sueño.