Desde lo alto de la colina, Alejandro se volvió para mirar la playa, para contemplar un espectáculo que se repetía casi idéntico a distancia de mil años: cientos de naves alineadas en la orilla del mar, miles y miles de guerreros, pero la ciudad a sus espaldas, Ilión, heredera de la antigua Troya, no se preparaba ahora para un sitio de diez años, sino que más bien le abría las puertas para acogerle, a él, descendiente tanto de Aquiles como de Príamo.
Vio a sus compañeros que montaban a caballo para darle alcance y espoleó a Bucéfalo hacia la fortaleza. Quería ser el primero en entrar y hacerlo solo en el antiquísimo santuario de Atenea Ilíaca. Confió el semental a un siervo y entró en el templo.
En su interior, relucían en la penumbra formas inciertas, objetos de contornos indefinidos, y tuvo que habituar su mirada que hasta un momento antes estaba deslumbrada por el cielo resplandeciente de la Tróade, por el sol de mediodía que caía a plomo.
El antiguo edificio estaba atestado de reliquias, de armas que recordaban la guerra de Homero, la epopeya del cerco de diez años a las murallas construidas por los dioses. En cada uno de aquellos recuerdos cubiertos por la niebla del tiempo había una dedicatoria, una inscripción: la cítara de Paris, las armas de Aquiles con el gran escudo historiado.
Miró a su alrededor, posando los ojos en aquellas reliquias que unas manos invisibles habían mantenido resplandecientes para la piedad y curiosidad de los fieles a través de los siglos. Colgaban de las columnas, de las vigas del techo, de las paredes de la cella: pero ¿cuánto había de verdad en todo ello? ¿Cuánto era fruto de la astucia de los sacerdotes, de su deseo de sacar algún provecho?
Sentía en aquel momento que la única cosa sincera en medio de aquella confusa acumulación, que recordaba el hacinamiento de objetos en un mercado más que la decoración de un santuario, era su pasión por el antiguo poeta ciego, su infinita admiración por unos héroes reducidos a cenizas por el tiempo y por los innumerables acontecimientos que habían tenido lugar entre ambas orillas de los Estrechos.
Se había presentado de repente, como un día lo hiciera su padre Filipo en el templo de Apolo de Delfos, y nadie le esperaba. Oyó un paso ligero y se escondió detrás de una columna próxima a la estatua de culto, una imagen impresionante de Atenea esculpida en la roca, pintada de colores, con armas de verdadero metal: era un simulacro rígido y primitivo, obtenido de un único bloque de piedra oscura, y los ojos de madreperla resaltaban de modo impresionante en aquel rostro ennegrecido por los años y por el humo de las lámparas votivas.
Una muchacha vestida con un peplo blanco, de cabellos recogidos en una cofia de idéntico color, se acercó a la estatua sosteniendo un pequeño cubo en una mano y una esponja en la otra.
Se subió sobre el pedestal y se puso a pasar la esponja por la superficie de la escultura, difundiendo bajo los altos armazones un intenso y penetrante perfume de áloe y de nardo. Alejandro, se acercó a ella sin hacer ruido y le preguntó:
—¿Quién eres?
La muchacha se sobresaltó y dejó caer el cubo, que rebotó en el pavimento y rodó lejos hasta detenerse contra una columna.
—No temas —la tranquilizó el rey—. No soy más que un peregrino que desea honrar a la diosa. ¿Y tú quién eres, cómo te llamas?
—Mi nombre es Daunia y soy una esclava sagrada —repuso la joven, intimidada por el aspecto de Alejandro, que no era ciertamente el de un simple peregrino.
Bajo el manto se veían relucir una coraza y unas grebas y, cuando se movía, se oía el ruido de la correa de malla metálica que cruzaba su pectoral.
—¿Una esclava sagrada? Nadie lo diría. Tienes unas bonitas facciones, aristocráticas, y una mirada muy orgullosa.
—Acaso estés habituado a ver a las esclavas sagradas de Afrodita. Ellas son simplemente esclavas, antes de ser sagradas, esclavas de la lujuria de los varones.
—¿Y tú, en cambio, no? —preguntó Alejandro recogiéndole del suelo el pequeño cubo.
—Yo soy virgen. Como la diosa. ¿Has oído hablar alguna vez de la ciudad de las mujeres? Pues yo provengo de allí.
Su acento era muy especial y el soberano no lo había oído nunca.
—Ni siquiera sabía que existiese una ciudad de las mujeres. ¿Dónde se encuentra?
—En Italia. Se llama Locria, y tiene una aristocracia formada solamente por mujeres. Fue fundada por cien familias, todas ellas descendientes de mujeres huidas de Lócrida, su patria de origen. Se habían quedado viudas y se dice que se unieron a sus esclavos.
—¿Y por qué te encuentras tú aquí, en un país tan lejano?
—Para expiar una culpa.
—¿Una culpa? ¿Qué culpa puede haber cometido una muchacha tan joven?
—No yo. Hace mil años Áyax, hijo de Oileo, nuestro héroe nacional, la noche de la caída de Troya forzó a la princesa Casandra, hija de Príamo, precisamente aquí, en el pedestal que sostenía el sagrado Paladio, la milagrosa imagen de Atenea caída del cielo. Desde entonces los locrios pagan este sacrilegio con el presente de dos muchachas de la mejor nobleza, que sirven durante un año entero en el santuario de la diosa.
Alejandro sacudió la cabeza como si no creyera lo que estaba oyendo. Miró a su alrededor, mientras que afuera, en el empedrado del templo, resonaba el piafar de numerosos caballos: habían llegado sus compañeros.
Entró en aquel momento un sacerdote, que se dio inmediatamente cuenta de quién tenía delante e hizo una profunda reverencia.
—Bienvenido, poderoso señor. Siento que no nos hayas avisado, pues hubieras tenido acogida muy distinta.
E hizo una señal a la muchacha de que se fuera. Pero Alejandro la retuvo.
—Yo prefiero que se quede —dijo—. Esta muchacha me ha contado una historia extraordinaria, que nunca hubiera podido ni imaginarme. He oído decir que en este templo se conservan las reliquias de la guerra de Troya. ¿Es eso cierto?
—Sin duda. Y esta imagen que ves es un Paladio. Reproduce las facciones de una antigua estatua de Atenea caída del cielo, que volvía invencible a la ciudad a la que pertenecía.
En aquel momento hicieron su entrada Hefestión, Tolomeo, Pérdicas y Seleuco.
—¿Y la estatua original dónde está? —preguntó Hefestión acercándose.
—Según algunos la habría cogido el héroe Diomedes para llevársela a Argos; otros dicen que Odiseo fue a Italia y se la regaló al rey Latino; no faltan tampoco quienes afirman que Eneas la puso en un templo no lejos de Roma, donde se encontraría aún. Sea como fuere, son muchas las ciudades que se enorgullecen de poseer el verdadero.
—Lo creo —observó Seleuco—. Una convicción semejante confiere valor.
—Por supuesto —asintió Tolomeo—. Aristóteles diría que la convicción, o la profecía, produce el acontecimiento.
—Pero ¿qué distingue al verdadero Paladio de las demás estatuas? —preguntó Alejandro.
—El verdadero —declaró el sacerdote en tono solemne— puede cerrar los ojos y sacudir la lanza.
—Eso no es difícil —dijo Tolomeo—. Cualquiera de nuestros ingenieros militares sería capaz de construir un juguete de ese tipo.
El sacerdote le fulminó con una mirada y también el soberano sacudió la cabeza.
—¿Hay algo en lo que creas, Tolomeo?
—Sí, sin duda —repuso el joven apoyando una mano en la guarnición de la espada—. En ésta. —Y luego, apoyando la otra en el hombro de Alejandro, agregó—: Y en la amistad.
—Y sin embargo —insistió el sacerdote— los objetos que veis son venerados entre estas sagradas paredes desde tiempos inmemoriales, y los túmulos a lo largo de la orilla recubren desde siempre los huesos de Aquiles, Patroclo y Áyax.
Se oyó un ruido de pasos: Calístenes se había juntado con ellos para visitar el famoso santuario.
—¿Y que dices tú de todo esto, Calístenes? —preguntó Tolomeo yendo a su encuentro y cogiéndole del brazo—. ¿De veras crees que ésa es la armadura de Aquiles? ¿Y que ésta que cuelga de la columna es la cítara de Paris?
Acarició las cuerdas, de las que extrajo un acorde opaco y desentonado.
Alejandro parecía no escuchar ya: miraba fijamente a la joven locria que ahora estaba poniendo aceite perfumado a los velones, miraba sus formas perfectas, en la transparencia del ligero peplo atravesado por un rayo de luz, observaba el misterio que relampagueaba en sus ojos de mirada huidiza y sumisa.
—Todo esto no tiene ninguna importancia, lo sabéis muy bien —replicó Calístenes—. En Esparta, en el templo de los Dioscuros, muestran el huevo del que nacieron los dos gemelos, hermanos de Helena, pero yo creo más bien que se trata de un huevo de avestruz, un pájaro líbico de la altura de un caballo. Nuestros santuarios están llenos de semejantes reliquias. Lo importante es lo que la gente quiere creer, y la gente tiene necesidad de creer, así como también de soñar.
Mientras hablaba, se volvió hacia Alejandro.
El rey se acercó a la gran panoplia de bronce, adornada de estaño y plata, y con los dedos rozó el escudo esculpido a franjas repujadas, con escenas descritas por Homero, y el yelmo adornado con una triple cimera.
—¿Y cómo habría llegado hasta aquí esta armadura? —le preguntó al sacerdote.
—Odiseo la devolvió, presa de los remordimientos por habérsela usurpado a Áyax, y la depositó delante de su tumba como presente votivo, implorando su regreso a Ítaca. Desde entonces fue guardada y conservada en este santuario.
Alejandro se acercó al sacerdote.
—¿Sabes quién soy?
—Sí. Eres Alejandro, el rey de los macedonios.
—Así es. Y soy el descendiente directo, por parte de madre, de Pirro, hijo de Aquiles, fundador de la dinastía de Epiro, y por tanto heredero de Aquiles. Por tanto esta armadura me pertenece, y la quiero.
El sacerdote palideció.
—Señor...
—¡Pero cómo! —exclamó con una sonrisa maliciosa Tolomeo—. Nosotros hemos de creer que ésta es la cítara de Paris, que éstas son las armas de Aquiles construidas por el mismísimo dios Hefesto en persona, ¿y tú no crees que nuestro rey es descendiente directo del pélida Aquiles?
—Oh, no —balbuceó el sacerdote—. El hecho es que se trata de objetos sagrados que no pueden...
—Cuentos —intervino Pérdicas—. Ya mandarás hacer otras armas idénticas. Nadie se dará cuenta de la diferencia. Como puedes ver, a nuestro rey le son de utilidad y puesto que pertenecían a su antepasado...
Abrió los brazos como queriendo decir: «Una herencia es una herencia».
—Haced que las lleven al campamento. Serán izadas ante el ejército como un estandarte antes de cada batalla —ordenó Alejandro—. Y ahora regresemos, pues la visita ha terminado.
Salieron en pequeños grupos, deteniéndose todavía a mirar a su alrededor, para observar la increíble acumulación de objetos colgados de las columnas y de las paredes.
El sacerdote observó que Alejandro no le quitaba ojo a la muchacha mientras salía del templo por una puertecilla lateral.
—Todas las noches, tras la puesta del sol, se baña en el mar cerca de la desembocadura del Escamandro —le susurró al oído.
El rey no dijo nada y se fue. Poco después el sacerdote, en el umbral del templo, le vio saltar sobre el caballo y alejarse en dirección al campamento a orillas del mar, que hervía de vida como un gigantesco hormiguero.
Alejandro la vio llegar con paso rápido y seguro en la oscuridad, siguiendo la orilla izquierda del río, y detenerse donde las aguas del Escamandro se mezclaban con las olas del mar.
Hacía una noche tranquila y serena, y la luna comenzaba en aquel momento a surgir del mar trazando una larga estela plateada desde el horizonte hasta la orilla. La muchacha se despojó de sus ropas, se soltó los cabellos a la luz de la luna y entró en el agua. Su cuerpo, acariciado por las olas, relucía, semejante al mármol pulimentado.
—Estás hermosa como una diosa, Daunia —murmuró Alejandro surgiendo de la sombra.
La muchacha se sumergió hasta la barbilla y retrocedió.
—No me hagas nada malo. Estoy consagrada.
—¿Para expiar una antigua violación?
—Para expiar cualquier violación. Las mujeres se ven siempre obligadas a sufrir.
El soberano se desnudó y se metió en el agua, mientras ella cruzaba los brazos sobre su pecho para taparse los senos.
—Dicen que la Afrodita de Cnido, esculpida por el divino Praxíteles, se cubre el pecho así, como lo estás haciendo tú. También Afrodita es púdica... No temas nada. Ven.
La muchacha se acercó lentamente, caminando sobre la arena del fondo; a medida que se acercaba, su cuerpo divino emergía goteante del agua, y la superficie del mar descendía para ceñirle los costados y luego el vientre.
—Llévame a nado hasta el túmulo de Aquiles. No quiero que nadie nos vea.
—Sígueme —dijo Daunia—. Espero que seas un buen nadador. —Se volvió hacia un lado, deslizándose sobre las olas como una nereida, una ninfa de los abismos.
La costa formaba una amplia ensenada, iluminada ya por los fuegos del campamento, y terminaba en un promontorio en cuyo extremo se alzaba un túmulo de tierra.
—Lo soy —repuso Alejandro nadando a su lado.
La muchacha se dirigió mar adentro atajando por el medio del golfo, directamente hacia el promontorio. Nadaba con un bracear elegante, ligero y sostenido, casi sin hacer ruido, surcando las aguas como una criatura marina.
—Eres una excelente nadadora —observó Alejandro sin resuello.
—Nací a orillas del mar. ¿Sigues pensando en llegar hasta el promontorio Sigeo?
Alejandro no respondió y siguió nadando hasta que dejó de ver hervir la espuma a lo largo de la playa a la luz de la luna o las olas dilatarse, hasta que éstas lamieron la base del gran túmulo.
Salieron del agua cogidos de la mano, y el rey se acercó a la mole oscura de la tumba de Aquiles. Sentía, o creía sentir, que el espíritu del héroe penetraba en él y le pareció ver a Briseida, la de sonrosadas mejillas, cuando se volvió hacia su compañera, que ahora estaba de pie delante de él en medio de la luz argéntea y buscaba su mirada en la oscuridad.
—Sólo a los dioses le son concedidos momentos como éste —le susurró Alejandro volviéndose para sentir el soplo de la tibia brisa que llegaba del mar—. Aquí se sentó Aquiles a llorar la muerte de Patroclo. Aquí la madre oceánida rindió sus armas, forjadas por un dios.
—Así pues, ¿lo crees? —le preguntó la muchacha.
—Sí.
—Pero, entonces, por qué en el templo...
—Aquí es distinto. Es de noche, y las voces lejanas, ahora ya apagadas, pueden aún oírse. Y tú resplandeces sin velos delante de mí.
—¿De veras eres un rey?
—Mírame. ¿Quién crees que soy?
—Eres el joven que a veces se me aparecía en sueños mientras dormía con mis compañeras, en el santuario de la diosa. El joven al que me gustaría amar.
Se acercó y apoyó la cabeza contra su pecho.
—Mañana partiré, y dentro de unos pocos días tendré que librar una dura batalla. Tal vez venza, o muera.
—Entonces, si quieres, goza de mí, en esta arena tibia aún, y deja que yo te estreche entre mis brazos, aunque luego tengamos que lamentarlo. —Le besó largamente, acariciándole los cabellos—. Momentos como éstos únicamente les son concedidos a los dioses. Y nosotros seremos dioses, mientras dure la noche.