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El rey se puso de nuevo en marcha a través del desierto, por otra vía que desde el oasis de Amón llegaba directamente a las riberas del Nilo en las cercanías de Menfis.

Cabalgaba durante horas y horas a lomos de su bayo sármata, mientras Bucéfalo galopaba a su lado sin arreos ni riendas. Desde que Alejandro había caído en la cuenta de lo largo que era el camino que iba a tener que recorrer, trataba de ahorrarle a su caballo todo esfuerzo inútil, como si quisiera prolongarle lo más posible el vigor de la edad juvenil.

Se requirieron tres semanas de marcha bajo un sol abrasador y fue necesario afrontar aún durísimas privaciones antes de ver la fina línea verde que anunciaba las fértiles riberas del Nilo, pero el rey parecía no sentir ni cansancio, ni hambre, ni sed, absorto como estaba en sus pensamientos y recuerdos.

Los compañeros no le molestaban en su recogimiento porque se daban cuenta de que quería permanecer solo en aquellas interminables extensiones desérticas con su sensación de infinito, con su ansia de inmortalidad, con las pasiones de su espíritu. Sólo por la noche era posible hablar con él, y a veces alguno de los amigos entraba en su tienda y le hacía compañía mientras Leptina le daba un baño.

Un día Tolomeo le sorprendió con una pregunta que se había guardado dentro durante demasiado tiempo:

—¿Qué te dijo el dios Amón?

—Me llamó «hijo» —repuso Alejandro.

Tolomeo recogió la esponja que había caído al suelo de la mano de Leptina y se la dio.

—¿Y tú qué le respondiste?

—Le pregunté si todos los asesinos de mi padre estaban muertos o si había sobrevivido alguno.

Tolomeo no dijo nada. Esperó a que el rey saliera de la tina, le puso sobre los hombros un paño de lino limpio y luego comenzó a friccionarle. Cuando Alejandro se volvió hacia él, le escrutó hasta el fondo del alma y le preguntó:

—Así pues, ¿aún quieres a tu padre Filipo, ahora que te has convertido en un dios?

Alejandro dejó escapar un suspiro.

—Si no fueras tú quien me hace esta pregunta, diría que son palabras de Calístenes o de Clito El Negro... Dame tu espada.

Tolomeo le miró sorprendido, pero no se atrevió a replicar. Desenvainó el arma y se la alargó. Él la cogió y se hizo una incisión con la punta en la piel del brazo, haciendo brotar un hilillo bermejo.

—¿Qué es esto, no es acaso sangre?

—Lo es, en efecto.

—¿Es sangre, no es cierto? No es «icor, que dicen corre por las venas de los bienaventurados» —prosiguió citando un verso de Homero—. Así pues, amigo mío, trata de comprenderme y no herirme inútilmente, si de verdad sientes afecto por mí.

Tolomeo comprendió y se excusó por haberle dirigido la palabra de aquel modo, mientras Leptina lavaba el brazo del rey con vino y lo vendaba.

Alejandro le vio disgustado y le invitó a quedarse a cenar, aunque no es que hubiera mucho que comer: pan seco, dátiles y vino de palma de ácido sabor.

—¿Qué haremos ahora? —le preguntó Tolomeo.

—Volveremos a Tiro.

—¿Y luego?

—No lo sé. Creo que una vez allí Antípatro me dirá lo que está sucediendo en Grecia y tendremos suficientes noticias por nuestros informadores de lo que Darío está planeando. En ese momento tomaremos una decisión.

—Sé que Eumenes te ha contado la suerte que ha tenido tu cuñado Alejandro de Epiro.

—Sí, por desgracia. Mi hermana Cleopatra estará destrozada, y también mi madre, que le quería muchísimo.

—Pero yo creo que eres tú quien ha debido de sentir el dolor más grande. ¿O me equivoco?

—Creo que tienes razón.

—¿Qué os unía tan íntimamente, aparte del doble parentesco?

—Un gran sueño. Ahora todo el peso de ese sueño recae sobre mis espaldas. Un día pasaremos a Italia, Tolomeo, y aniquilaremos a los bárbaros que le han dado muerte.

Escanció un poco de vino de palma al amigo, y luego dijo:

—¿Te gustaría escuchar unos versos? He invitado a Tésalo para que nos haga compañía.

—Con mucho gusto. ¿Qué versos has elegido?

—Versos que hablan del mar, de diversos poetas. Este paisaje de arenas infinitas me recuerda la extensión marina, y al propio tiempo el ardor abrasador de estos lugares me hace desearlo.

Apenas Leptina hubo retirado las dos pequeñas mesas, entró el actor. Vestía un traje de escena y llevaba el rostro cubierto de afeites: los ojos perfilados con bistre, la boca retocada con minio para hacerle un rictus amargo, como el de las máscaras trágicas. Tocó la cítara arrancando algunos acordes quedos y comenzó:

Brisa marina, brisa marina

que impulsas las naves veloces

sobre el dorso de las olas,

¿adónde me llevarás, desdichado de mí?*

Alejandro le escuchaba encantado en medio del profundo silencio de la noche, escuchaba aquella voz capaz de cualquier entonación, capaz de vibrar por medio de todos los sentimientos y de todas las pasiones humanas, de imitar el suspiro del viento y el estampido del trueno.

Se quedaron hasta tarde escuchando la voz del gran actor, que cambiaba a cada matiz, que gemía con el llanto de las mujeres o se alzaba soberbia con el grito de los héroes. Cuando Tésalo hubo terminado su representación, Alejandro le abrazó.

—Gracias —le dijo con ojos relucientes—. Has evocado los sueños que visitarán mi noche. Ahora ve a dormir, pues mañana nos espera una larga marcha.

Tolomeo se quedó un rato más tomando vino con él.

—¿Todavía piensas en Pella? —le preguntó de golpe—. ¿Piensas alguna vez en tu madre y en tu padre, cuando éramos muchachos y corríamos a caballo por las colinas de Macedonia? ¿En las aguas de nuestros ríos y de nuestros lagos?

Alejandro pareció reflexionar durante unos instantes; luego respondió:

—Sí, a menudo, pero me parecen imágenes lejanas, como de cosas sucedidas muchos años atrás. Nuestra vida es tan intensa que cada hora vale por un año.

—Esto significa que envejeceremos antes de hora, ¿no es así?

—Tal vez... O tal vez no. El velón que brilla más espléndido en la sala es el destinado a apagarse primero, pero todos los comensales recordarán lo hermosa y grata que era su luz durante la fiesta.

Apartó el faldón de la tienda y acompañó afuera a Tolomeo. El firmamento brillaba sobre el desierto con un número infinito de estrellas y ambos jóvenes levantaron sus ojos para contemplar la resplandeciente bóveda.

—Y acaso éste es también el destino de las estrellas que brillan más fúlgidas en la bóveda celeste. Que tengas una noche tranquila, amigo mío.

—Y también tú, Aléxandre —repuso Tolomeo, y se alejó hacia su tienda en las márgenes del campamento.

Cinco días después llegaron a las riberas del Nilo, en Menfis, donde le esperaban Parmenión y Nearco, y esa misma noche Alejandro volvió a ver a Barsine. Había sido alojada en un suntuoso palacio que perteneciera a un faraón; sus habitaciones habían sido preparadas en la parte alta, expuesta al viento etesio que traía de noche un agradable fresco y hacía volar las cortinas de biso azul, ligeras cual alas de mariposa.

Ella le esperaba, cubierta con una camisola ligera a la manera jonia, sentada en un sillón de brazos adornado de ribetes de oro y esmalte. Los cabellos negros de reflejos violáceos le caían sobre hombros y pecho, y llevaba un ligero afeite a la manera egipcia.

La luz de la luna y la de las lámparas disimuladas tras pantallas de alabastro mezclábanse en una atmósfera perfumada de nardo y de áloe, palpitante de reflejos ambarinos en las pilas de ónice llenas de agua, en las que flotaban flores de loto y pétalos de rosas. De detrás de un bastidor calado en forma de ramas de yedra y de pájaros en pleno vuelo, llegaba una música queda y suave de flautas y arpas. Las paredes estaban llenas de antiguos frescos egipcios con escenas de danza en las que unas doncellas desnudas evolucionaban al son de los laúdes y tamboriles delante de la pareja real sentada en el trono, y en un rincón había un gran lecho con un baldaquín azul sustentado por cuatro columnas de madera sobredorada con los capiteles en forma de flores de loto.

Alejandro entró y dirigió a Barsine una larga mirada ardiente. Tenía aún en los ojos la luz deslumbradora del desierto, en los oídos los sonidos secretos de los oráculos amónicos, todo su cuerpo irradiaba un aura de mágico encanto: desde los cabellos dorados que le acariciaban los hombros hasta el pecho musculoso marcado por cicatrices, pasando por el color cambiante de los ojos y las manos sutiles y nerviosas recorridas por turgentes venas azuladas. Llevaba sobre el cuerpo desnudo únicamente una clámide ligera prendida sobre el hombro izquierdo por medio de una fíbula de plata de antigua factura, herencia secular de su dinastía; una cinta dorada ceñía su frente.

Barsine se levantó y se sintió inmediatamente perdida en la luz de su mirada. Murmuró:

Aléxandre... —mientras él la estrechaba entre sus brazos, besaba sus labios húmedos y carnosos cual dátiles maduros y la hacia sentarse en el lecho acariciándole las caderas y el pecho tibio y perfumado.

Pero en un abrir y cerrar de ojos el rey sintió la piel de ella helarse, ponerse rígidos sus miembros bajo las manos de él; advirtió una vibración amenazante en el aire, que despertó sus amodorrados sentidos de guerrero. Se volvió de golpe con un rápida torsión de riñones para hacer frente al inminente peligro y se vio embestido de lleno por un cuerpo lanzado a la carrera hacia él; vio una mano alzada que blandía un puñal, oyó un grito estridente y salvaje retumbar entre las paredes del tálamo al mismo tiempo que el que profirió Barsine, quebrado por el llanto y el dolor.

Alejandro redujo fácilmente al agresor y le clavó contra el suelo retorciéndole la muñeca y obligándole a soltar el arma. Le habría machacado al punto con el pesado candelabro que había aferrado rápidamente, de no haber reconocido a un muchacho de quince años: ¡Eteocles, el hijo mayor de Memnón y Barsine! El muchacho se debatía como un joven león caído en una trampa, gritaba toda clase de improperios, mordía y arañaba al no poder blandir el puñal.

Entraron los soldados de la guardia, atraídos por el alboroto, e inmovilizaron al intruso. El oficial que les mandaba, tras darse cuenta de lo sucedido, exclamó:

—¡Un atentado contra la vida del rey! Llevadle abajo para que sea torturado y ajusticiado.

Pero Barsine se arrojó a los pies de Alejandro entre sollozos:

—¡Sálvale, mi señor, salva la vida de mi hijo, te lo suplico!

Eteocles la miró con desprecio; luego, vuelto hacia Alejandro, dijo:

—Te conviene matarme, porque intentaré otras mil veces lo que acabo de hacer, hasta que consiga vengar la vida y el honor de mi padre.

Temblaba aún por la excitación del enfrentamiento y por el odio que le ardía en el corazón. El rey hizo un gesto a los soldados de la guardia de que se retiraran.

—Pero, señor... —protestó el oficial.

—¡Salid! —exigió Alejandro—. ¿No veis que no es más que un muchacho? —El hombre obedeció. Luego Alejandro se volvió nuevamente hacia Eteocles—: El honor de tu padre está a salvo y la vida no se la arrebató sino una enfermedad fatal.

—¡No es cierto! —gritó el muchacho—. Fuiste tú que le hiciste envenenar y ahora... ahora te llevas a su mujer. ¡Eres un hombre sin honor!

Alejandro se le acercó y repitió con voz firme:

—Admiraba a tu padre, a quien consideraba el único adversario digno de mí y no soñaba más que en poder batirme algún día con él. Nunca le habría hecho envenenar, pues yo me enfrento a mis enemigos a cara descubierta, con la espada y la lanza. Por lo que se refiere a tu madre, soy yo la víctima, yo que pienso en ella a cada momento, yo que he perdido el sueño y la serenidad. El amor es la fuerza de un dios, una fuerza ineluctable. El hombre no puede escapar a él ni evitarlo, como no puede evitar el sol y la lluvia, el nacer y el morir.

Barsine sollozaba en un rincón con el rostro oculto entre las manos.

—¿No le dices nada a tu madre? —le preguntó el rey.

—Desde el mismo momento en que tus manos la tocaron, no es ya mi madre, no es ya nada. Mátame, os conviene a los dos. De lo contrario seré yo quien lo haga. Dedicaré vuestra sangre a la sombra de mi padre, para que tenga paz en el Hades.

Alejandro se volvió hacia Barsine:

—¿Qué debo hacer?

Barsine se secó los ojos y recobró el control de sí misma.

—Déjale en libertad, te lo ruego. Dale un caballo y algunos víveres y déjale en libertad. ¿Harás esto por mí?

—Te lo advierto —repitió una vez más el muchacho—, si me dejas libre iré a ver al Gran Rey y le pediré una armadura y una espada para poder luchar en su ejército contra ti.

—Si así debe ser, sea —replicó Alejandro.

A continuación llamó a los soldados de la guardia y dio orden de que el muchacho fuera dejado en libertad y que le dieran un caballo y víveres.

Eteocles trataba de disimular las violentas emociones que agitaban su ánimo mientras se encaminaba en silencio hacia la puerta, pero su madre le llamó:

—Espera.

El muchacho se detuvo un momento; luego le volvió nuevamente la espalda cruzando la puerta de salida que daba al pasillo.

Barsine repitió de nuevo:

—Espera, te lo ruego.

Luego abrió un arcón, sacó un arma reluciente guardada en su vaina y se le entregó.

—Es la espada de tu padre.

El muchacho la tomó y la estrechó contra su pecho, mientras unas lágrimas de angustia brotaban de sus ojos y regaban sus mejillas.

—Adios, hijo mío —dijo Barsine con voz quebrada por el llanto—. Que Ahura Mazda te proteja y te protejan los dioses de tu padre.

Eteocles corrió a lo largo del corredor y escaleras abajo hasta que se encontró en el patio de palacio, donde los soldados de la guardia pusieron en sus manos la brida de un caballo. Pero cuando estaba a punto de saltar sobre su grupa, vio aparecer una sombra por una puertecilla lateral: era su hermano Phraates.

—Llévame contigo, te lo ruego. No quiero permanecer prisionero por más tiempo de este yauna. —Eteocles dudó unos segundos, mientras su hermano insistía—: ¡Llévame contigo, te lo ruego, te lo ruego! No peso, el caballo nos llevará a los dos hasta que consigamos otro.

—No puedo —repuso Eteocles—. Eres demasiado pequeño y además... alguien debe quedarse con mamá. Adiós, Phraates. Volveremos a vernos tan pronto como esta guerra haya terminado. Y seré yo mismo quien te libere.

Le estrechó en un largo abrazo, mientras su hermano lloraba a lágrima viva, luego saltó a caballo y desapareció.

Barsine había asistido a la escena desde la ventana de su habitación; se sentía morir viendo a un muchacho de quince años afrontar la noche al galope, correr en la oscuridad hacia lo desconocido. Lloraba desconsoladamente, pensando en lo amarga que era la suerte de los seres humanos. Poco tiempo antes se había sentido como una de esas divinidades del Olimpo que había visto pintadas en los cuadros y representadas en las esculturas de los grandes artistas yauna; ahora, a gusto habría trocado su condición por la de la más humilde de las esclavas.