El valle que conducía hacia las Puertas Persas se hizo cada vez más angosto, hasta convertirse en una quebrada rocosa de paredes escarpadas. Había que avanzar con gran esfuerzo en medio de la alta nieve o sobre placas de hielo en las que los caballos y los mulos resbalaban hiriéndose o rompiéndose las patas. Se requirió toda una jornada para que la vanguardia llegara a las primeras estribaciones de las rampas que llevaban hacia la muralla que defendía el paso.
Pero mientras Alejandro reunía a los jefes de los tracios y de los agrianos para estudiar el modo de escalar al amparo de la oscuridad la pronunciada cuesta y luego la muralla, un repentino fragor le hizo volver a la realidad: desde lo alto de las paredes, los soldados persas hacían rodar hacia abajo enormes pedruscos y provocaban una nutrida avalancha de piedra que se precipitaba hacia el fondo.
Gritaron todos:
—¡Vamos, vamos, atrás!
Las piedras, sin embargo, fueron más rápidas que el movimiento de los hombres y causaron una verdadera matanza. El propio Alejandro, golpeado por una masa de guijarros, fue herido en varias partes del cuerpo, aunque acabó, por fortuna, sin ningún hueso roto. Dio inmediatamente orden de detenerse, pero mientras tantos los soldados enemigos habían echado mano de los arcos y, a pesar de que cayera una nevisca cada vez más intensa y la visibilidad fuera escasa, disparaban al montón sin errar nunca el blanco.
—¡Los escudos! —gritó Lisímaco, que mandaba a los incursores—. ¡Poneos los escudos sobre la cabeza!
Los hombres obedecieron, pero los persas corrían a lo largo del borde de la quebrada hiriendo a aquellos que se echaban para atrás y que aún no habían comprendido qué estaba pasando. Únicamente la oscuridad detuvo la matanza y Alejandro consiguió, con enormes esfuerzos, llevar al ejército a un lugar más despejado, donde fue posible acampar. Todos estaban profundamente descorazonados, tanto por el gran número de compañeros caídos, como por los heridos que gritaban por el dolor de los miembros desgarrados y traspasados, de los huesos rotos.
Filipo y sus cirujanos se pusieron manos a la obra a la luz de los velones suturando las heridas, extrayendo puntas de flechas y jabalinas de las carnes vivas de los guerreros, componiendo las fracturas, inmovilizando los miembros con vendajes y tablillas, usando incluso astas de flechas o de lanzas cuando no tenían nada más.
Uno tras otro, en pequeños grupos, los compañeros llegaron a la tienda del rey para celebrar consejo. No había fuego ni brasas con los que calentarse, pero la lámpara que colgaba del palo central difundía un poco de luz y con ella casi la sensación de calor. A nadie le pasaba por alto el increíble y dramático cambio que había sufrido su vida en espacio de unos pocos días: de la molicie y de los lujos de los palacios de Babilonia y de Susa al hielo y a las penalidades de aquella empresa desesperada.
—¿Cuántos creéis que son? —preguntó Seleuco.
—Bueno —repuso Tolomeo—, en mi opinión, varios miles. Si Ariobarzanes ha decidido defender el paso, no puede haberlo hecho con unas pocas tropas mal armadas. Seguramente dispone de hombres escogidos en número más que suficiente.
En aquel momento entró Eumenes, lívido de frío y castañeteándole los dientes. Llevaba en bandolera el estuche con los rollos, la pluma y la tinta con las que redactaba cada noche su «diario».
—¿Tienes el número de las bajas? —le preguntó Alejandro.
—Cuantiosas —repuso el secretario echando una mirada a una hoja compilada deprisa y corriendo—. No menos de trescientos muertos y un centenar de heridos.
—¿Qué hacer? —inquirió Leonato.
—No podemos dejarlos allí para que sean pasto de los lobos —replicó Alejandro—. Hemos de retirarlos.
—Pero sufriremos mayores pérdidas aún —objetó Lisímaco—. Si vamos ahora, nos romperemos los huesos, en plena oscuridad en medio de aquellas rocas; si lo hacemos mañana a la luz del día, nos harán pedazos desde lo alto de esta maldita quebrada.
—Iré yo —cortó tajante el rey—. No pienso dejar a esos hombres insepultos. Si vosotros tenéis miedo, sois muy libres de no seguirme.
—Yo voy contigo —replicó Hefestión levantándose como si tuviera que partir al instante.
—Sabes perfectamente que no es una cuestión de miedo o no —rebatió Lisímaco herido en su puntillo.
—¿Ah, no? ¿Qué es, entonces?
—Es inútil discutir —intervino Tolomeo—. Así no resolvemos nada. Tratemos de razonar más bien.
—Yo... tal vez tenga una solución —dijo Eumenes.
Todos se volvieron hacia el secretario general y Leonato sacudió la cabeza pensando que aquel griego esmirriado era más vivo que nadie.
—¿Una solución? —preguntó Alejandro—. ¿Y cuál es si puede saberse?
—Un momento —repuso Eumenes—. Vuelvo enseguida.
Salió y volvió poco después con uno de los guías indígenas que les habían llevado hasta allí.
—Habla sin miedo —dijo el secretario—. El rey y sus amigos te escuchan.
El hombre se inclinó ante Alejandro y sus compañeros y comenzó a hablar en un griego bastante comprensible, con un acento que recordaba vagamente al chipriota.
—¿De dónde eres? —le preguntó Alejandro.
—Soy licio de la parte de Patara y fui cedido como esclavo de muchacho para sufragar la deuda que mi padre tenía contraída con su amo persa, un tal Arsaces, que al volver a Persia me llevó consigo y me confió sus rebaños para que pacieran en esta zona. Conozco, por tanto, estos montes como la palma de mi mano.
Todos los presentes contuvieron el aliento, dándose cuenta de que aquel pobretón podía tener en sus manos la suerte de todo un ejército.
—Si volvéis a aquella garganta —continuó—, los persas os harán pedazos antes que os haya dado tiempo de llegar al pie de la muralla. Únicamente pequeñas unidades pueden moverse por allí. Sin embargo, yo conozco un sendero que sube por el medio del bosque a una hora de marcha de aquí. Es un sendero de cabras, por donde pasa un hombre por vez y donde a los caballos hay que vendarles los ojos para que no vean los precipicios. Pero en cuatro o cinco horas puede llegarse a la quebrada y sorprender por la espalda a los persas.
—Me parece que no tenemos otra elección —dijo Seleuco— si queremos seguir adelante.
—También yo lo creo —admitió Alejandro—, pero hay un problema. Si el sendero es tan angosto, el número de los nuestros que llegará a lo alto de la quebrada en un tiempo razonablemente breve será demasiado exiguo para resistir un eventual ataque persa. Alguien tendrá que atacarles frontalmente por el lado de la muralla, en cualquier caso.
—Ya iré yo —se propuso Lisímaco.
—No, tú vendrás conmigo por el sendero. Irá Crátero con los agrianos, los tracios y un batallón de exploradores, tratando de limitar al mínimo las bajas. Atacaremos al mismo tiempo, nosotros desde lo alto y ellos desde abajo. Un asalto simultáneo debería sembrar el pánico entre los persas.
—Hará falta una señal —observó Crátero—. Pero ¿cuál? La quebrada es demasiado profunda para poder ver unas señales luminosas y la distancia entre nuestras unidades podría ser tal que no pueda oírse ningún sonido o grito.
—Existe un modo —dijo el pastor licio—. Hay un lugar próximo a la fortificación desde donde el eco repercute en las paredes de la quebrada. Un toque de trompa puede ser oído claramente a gran distancia. Es algo que experimenté muchas veces con mi cuerno para matar el tiempo mientras las ovejas pacían.
Alejandro le miró:
—¿Cómo te llamas, licio?
—Mi amo me llamaba Ochus, que en persa quiere decir «bastardo», pero mi verdadero nombre es Rhedas.
—Escúchame, Rhedas, si lo que dices es cierto y nos llevas a sorprender a los persas por la espalda, te cubriré de oro. Tendrás bastante para vivir en la abundancia el resto de tus días, podrás volver a tu país, comprar la casa más hermosa, siervos, mujeres, ganado, todo cuanto desees.
El hombre respondió sin bajar los ojos:
—Lo haría también por nada, rey. Los persas me tuvieron esclavo, me golpearon y castigaron mil veces sin motivo. Estoy dispuesto a partir en el momento que sea.
Leonato sacó fuera la cabeza.
—Está dejando de neviscar.
—Muy bien —dijo Alejandro—. Entonces, haced que sirvan la cena y dad una provisión de vino a todos los que tienen que ir con Crátero. Prometed una recompensa en dinero a aquellos que se presenten voluntarios, porque deben partir inmediatamente después de la cena. A los persas no se les pasará siquiera por la cabeza que seamos tan locos como para volver a intentarlo tan pronto. Nosotros seguiremos a Rhedas después del primer turno de guardia.
El rey tomó con los amigos, bajo la tienda, la misma ración que se servía a los soldados y luego cada uno fue a prepararse para la expedición nocturna.
Crátero fue el primero en partir con sus hombres; Alejandro, tal como había anunciado, después del primer turno de guardia, con el grueso del ejército.
Rhedas les guió hasta la entrada del sendero y luego hacia arriba, hacia el paso, en medio de un tupido boscaje. El sendero era estrecho y fatigoso, cortado en el flanco de la montaña no por obra del hombre sino del propio paso, a la largo de siglos, de los pastores y de los caminantes que buscaban un atajo en su viaje hacia Pérside. Unas veces pasaba junto a un precipicio y había que vendar los ojos a los caballos para que no fueran presa del terror, otras se veía interrumpido por un derrumbamiento o se volvía resbaladizo por el hielo y los hombres tenían que cogerse de la mano o bien atarse con cuerdas para no precipitarse y quedar destrozados contra las rocas.
El guía avanzaba con paso seguro a pesar de la oscuridad; se comprendía perfectamente que habría podido hacer aquel camino incluso con los ojos cerrados, mientras que algunos guerreros se precipitaron al vacío y no fue posible siquiera tratar de recuperar los cuerpos. Alejandro avanzaba a pie detrás de Rhedas, pero a menudo se paraba para ayudar a quien se encontraba en dificultades. Varias veces arriesgó él mismo la vida para salvar la de los soldados en peligro.
Antes del amanecer la temperatura descendió más aún y los hombres avanzaban cada vez con mayor dificultad, con los miembros ateridos y hechos ya a la larga y extenuante fatiga de la marcha nocturna, pero la leve claridad del sol que se traslucía en el horizonte entre una densa cortina de nubes infundió a todos un poco de valor: ahora por lo menos podía distinguirse mejor el paso, y el ralear de la vegetación dejaba intuir que faltaba ya poco para llegar a lo alto.
Cuando finalmente llegaron a la cima, el viento amainó y Alejandro dio orden de que los primeros no se movieran hasta que al menos una parte de aquellos que los seguían no les hubieran alcanzado. Luego se pusieron en marcha en silencio, tratando de mantenerse al amparo de la vegetación que en parte recubría también la meseta para no ser descubiertos por los persas antes de hora.
En un determinado momento, el guía indicó una elevación del terreno, una especie de peñasco que se inclinaba hacia la quebrada inferior, y dijo:
—Ése es el punto del eco. Avanzando, pasado ese montículo, se tiene a la vista la fortificación que controla el acceso a las Puertas Persas. Hemos llegado.
Tolomeo se adelantó.
—¿Crees que Crátero estará ya en su posición?
—Sin duda, si no ha pasado nada —respondió Alejandro—. Y aunque hubiera fracasado en su intento, no tendríamos otra elección. Forma a los hombres y manda dar la señal, pues atacaremos las posiciones persas.
Tolomeo ordenó a los soldados en tres líneas. Primero un escuadrón de caballería, luego la infantería ligera de los arqueros y de los lanzadores de jabalina, y, por último, los exploradores y los «portadores de escudo» a las órdenes de Lisímaco. En aquel momento hizo una indicación a un trompetero, que fue a situarse precisamente en lo alto de la roca que se asomaba a la quebrada. El sonido de la trompa se alzó agudo como el canto de un gallo, taladrando el aire detenido y denso de la hora del alba, y de inmediato respondió el eco de la pared frontera y repercutió repetidamente sobre las cimas cercanas para apagarse al fin en el vasto paisaje inmaculado.
Siguió un pesado silencio como el cielo plomizo que se cernía sobre el ejército formado y todos aguzaron el oído a la espera de la angustiosa respuesta. Y he aquí que, de repente, llegó el sonido de otra trompa y luego otra, multiplicados por el eco, y luego los gritos salvajes de los guerreros que se lanzaban al ataque.
—¡Crátero ha lanzado a los agrianos! —gritó Alejandro—. ¡Adelante, soldados, demostrémosles que no estamos muertos de frío!
Saltó a caballo y se puso en el centro de su escuadrón avanzando al paso hasta la cima que dominaba la defensa persa, mientras la infantería seguía a la carrera para no retrasarse. Luego, apenas las posiciones persas resultaron visibles, se puso al frente del asalto espoleando a su caballo y lanzando el grito de guerra.
Todas las trompas sonaron al unísono, y los infantes se abalanzaron empuñando las armas mientras los jinetes galopaban hacia el enemigo, que ahora ya tenía que hacer frente a dos ataques. La caballería de Alejandro superó de un tirón el terraplén que protegía la parte trasera de la defensa, y la infantería siguió inmediatamente después, atacando a los defensores en un duro cuerpo a cuerpo.
Los persas, al darse cuenta de la situación, dieron la voz de alarma, pero entretanto se vieron forzados a desguarnecer una parte de los glacis, que los agrianos escalaron encajando los puñales en las hendiduras de la muralla y escondiéndose pegados a la pared cada vez que los enemigos lanzaban piedras o disparaban con los arcos. Muy pronto, los primeros de ellos llegaron a lo alto y, mientras algunos atacaban a los defensores, los otros ayudaban a sus compañeros a subir arrojándoles cuerdas. Aunque inferiores en número, los macedonios consiguieron dar buena cuenta de los adversarios, en gran parte sorprendidos durmiendo o aún desarmados.
Ariobarzanes apenas si tuvo tiempo de salir de su alojamiento con la espada empuñada, cuando se vio enseguida rodeado por un grupo de jinetes macedonios que le amenazaron con las puntas de sus lanzas. Fue obligado a ordenar la rendición y a asistir impotente al desfilar del ejército enemigo a través del paso que hubiera tenido que defender Persépolis. La ciudad estaba ahora a merced del enemigo.