Alejandro esperó a que el resto de su ejército hubiera subido y luego dio orden de comenzar el descenso hacia la meseta de Pérside. Pero antes de ponerse en camino, llamó a su presencia al pastor licio que le había guiado para tomar el paso fortificado.
—Tu intervención ha sido fundamental —le dijo—. Has ayudado a Alejandro a conquistar un imperio, acaso a cambiar el curso de los acontecimientos. Nadie puede decir que esto sea para bien o para mal, pero yo, en cualquier caso, te estoy profundamente agradecido. —Iba a añadir: «Pídeme lo que quieras y te lo daré», pero le vino a la memoria un día lejano en el que había dicho aquella desafortunada frase a Diógenes, el viejo filósofo desnudo tendido a la luz del atardecer, y se limitó tan sólo a a decir—: Gracias, amigo mío.
El pastor le miró emocionado mientras montaba a caballo y se encaminaba cuesta abajo, pero volvió a la realidad al oír otra voz a sus espaldas, la de Eumenes:
—El rey me ha dicho que puedes disponer de lo que quieras, tal como te prometió. Sólo tienes que pedir por tu boca.
Repuso Rhedas:
—Si fuera más joven, quisiera ir con él y ver qué sucede después. Pero tengo que pensar en mi vejez. Me gustaría volver a comprar el campo de mi padre y la casa en que nací, en un golfo, cerca del mar. Hace tanto tiempo que no veo el mar...
—Lo volverás a ver, pastor, así como también tendrás tu casa y tu campo. Y podrás crear una familia, si eso es lo que deseas. Y si tienes hijos y nietos, les contarás que una noche guiaste al rey Alejandro al encuentro de su destino. Y si no te creen, muéstrales esto.
—¿Qué es?
Eumenes le puso en la mano un pequeño distintivo.
—Es la estrella de oro de los Argéadas. Sólo los amigos íntimos del rey la tienen.
Le dio asimismo un estuche de cuero.
—Esto es una carta del rey para el gobernador de Licia. En ella le ordena que te dé todo cuando desees. Vale más que cualquier suma de oro o de plata. No la pierdas. Adiós, pastor, buena suerte.
Llegaron al pie de las montañas la noche del día siguiente y se encontraron frente a la vasta meseta de Pérside, recorrida por ríos bordeados por largas hileras de álamos y salpicada de aldeas de adobe.
Cruzaron el camino real a orillas del Araxes y Alejandro acampó para esperar a Parmenión con el resto del ejército, pero acababan de servirle la cena cuando entró un hetairoi de la guardia anunciando una visita:
—Rey, ha llegado uno que desea hablar contigo. Ha cruzado el río con una barca y parece tener mucha prisa.
—Hazle entrar, entonces.
El soldado introdujo a un hombre vestido a la usanza persa, con los bombachos atados por encima de los tobillos y un paño de lino liado a la cabeza y anudado al cuello.
—¿Quién eres? —le preguntó Alejandro.
—Vengo de parte del sátrapa Abulites, que manda la plaza fuerte de Persépolis. Está dispuesto a entregarte la ciudad y manda decirte que te pongas inmediatamente en camino, si quieres encontrar aún intacto el tesoro del Gran Rey. Si tardas, podrían imponerse en la ciudad los que exigen la defensa a ultranza. Tampoco faltan los que quisieran poner a salvo el tesoro para ayudar a financiar el desquite del rey Darío. ¿Qué debo contestar a mi amo y señor?
Alejandro reflexionó en silencio unos instantes, y luego respondió:
—Dile que estaré a la vista de Persépolis dentro de dos días a la puesta del sol, con la caballería.
El hombre salió para hacerse acompañar hasta su barca y el rey convocó inmediatamente a Diadés de Larisa, su ingeniero jefe.
—Tienes que construirme un puente a través del Araxes para mañana por la noche —le dijo antes de que se hubiera sentado.
Diadés, ya acostumbrado a oír que le pidiera empresas imposibles en tiempos no menos imposibles, ni pestañeó.
—¿De qué ancho lo quieres? —preguntó.
—Lo más posible, pues tengo que hacer pasar toda la caballería en el menor tiempo posible.
—¿Cinco codos?
—Diez.
—Diez codos. Está bien.
—¿Crees que podrás lograrlo?
—¿He fracasado alguna vez, rey?
—No.
—Pero he de comenzar los trabajos en este preciso momento.
—Como quieras. Puedes dar órdenes a cualquiera, incluso a los generales, de mi parte.
Diadés salió, reunió a diez equipos con mulos y caballos, equipados con hachas, cuerdas y escaleras, y los mandó a cortar abetos a un bosque cercano. Los troncos fueron en parte pulidos, aguzados en un extremo y endurecidos al fuego, en parte reducidos a tablas. Trescientas personas trabajaron en ello toda la noche; al amanecer, el material estaba reunido en la orilla del río listo para su empleo.
Diadés cogió los palos aguzados y comenzó a hincarlos en el fondo con un martinete, a pares, a una distancia de diez codos. Acto seguido los unió transversalemente y a lo ancho con tablas clavadas, creando una nervadura lateral y una base horizontal de paso. Segmento tras segmento, el puente avanzó hacia el centro de la corriente donde los palos eran asimismo reforzados con el añadido de grandes pedruscos que rompían la corriente.
A la puesta del sol, Alejandro formó a la caballería en orden de batalla, esperó a que la última tabla hubiese sido clavada a los postes de sustentación y lanzó a Bucéfalo al galope, seguido por sus compañeros a la cabeza de cuatro escuadrones de hetairoi. A sus espaldas se puso en marcha también la infantería, al mando de Crátero.
Cabalgaron durante toda la noche y pararon para descansar hacia la hora del tercer turno de guardia, antes de la salida del sol. Alejandro, extenuado por los acontecimientos de las últimas jornadas y por las últimas y fatigosas velas nocturnas, cayó profundamente dormido. El aire fino de la meseta, la brisa ligera que soplaba de levante y el bosque de plátanos y de arces de montaña que les cubría con su sombra creaban una sensación de paz y de profunda quietud. Los caballos pastaban libres a lo largo de las orillas de un riachuelo de aguas cristalinas, flanqueado por matorrales de sauce y de cornejo, y también Bucéfalo trotaba en libertad, seguido por Peritas, que le mordisqueaba impunemente los tremendos jarretes. Nada hacía presagiar lo que iba a suceder.
Una de las patrullas de vigilancia se adelantó un poco hacia poniente en dirección al camino real para vigilar que no se presentaran sorpresas por aquel lado y los exploradores se quedaron sin respiración al ver avanzar una larga columna precedida por los rojos estandartes con la estrella argéada: ¡era el ejército de Parmenión!
Les alcanzaron al galope y se hicieron reconocer de inmediato:
—Soy Eutidemo, comandante de la octava compañía del tercer escuadrón de los hetairoi —dijo su comandante al oficial que mandaba la cabeza de la columna en marcha—. Llévame hasta el general Parmenión.
—El general Parmenión está al final, con la retaguardia, porque hemos sufrido acciones de distracción por parte de la caballería meda en la meseta. Llamaré al general Clito.
El Negro llegó a todo correr pocos instantes después: el sol de la meseta le había atezado la cara más aún si cabe, a tal punto que hubiérase dicho casi un etíope.
—¿Dónde estáis?
—Estamos a menos de veinte estadios de aquí, general, conseguimos forzar las Puertas Persas. El rey y sus hombres están descansando porque hace dos noches que no pegan ojo, pero tan pronto como el sol esté en el horizonte, estaremos listos para partir hacia Persépolis. Vosotros mantened vuestro paso; nosotros seguiremos adelante lo más deprisa posible. Creo que el rey os lo explicará todo cuando sea el momento.
—Está bien —repuso El Negro—. Saluda de mi parte al rey y dile que no hemos tenido ningún problema. Ya informaré yo al general Parmenión. ¿Está bien su hijo Filotas?
—Estupendamente y ha tomado parte en la batalla del paso sin sufrir ningún daño.
Volvió grupas y regresó con sus hombres. Encontró el contingente ya preparado para seguir a Alejandro, que montaba a Bucéfalo y estaba a punto de dar la señal de partida. El sol que se levantaba en aquellos momentos teñía de rosa las cimas de los montes del Elam que destacaban sobre el verde oscuro de los bosques de abajo y sobre el amarillo de los rastrojos de las tierras de cultivo, que se extendían hasta donde alcanzaba la vista en la meseta.
Por los caminos pasaban filas de camellos con su carga, campesinos a lomo de asnos que se dirigían al mercado tirando de carros llenos de toda clase de modestas mercancías, mujeres vestidas con trajes de vivos colores que iban al arroyo a por agua, mientras que otras volvían de él llevando sobre sus cabezas los cántaros llenos y goteantes, apoyados sobre unos rodetes. Parecía aquél un día como todos los demás y, en cambio, el más grande y poderoso imperio del mundo estaba a punto de ser herido de muerte.
Sonó la trompa y los escuadrones se pusieron al trote por el camino, levantado una espesa cortina de polvo. Pero a medida que avanzaban, el aspecto de los lugares cambiaba profundamente: no sólo en las características del territorio, cada vez más hermoso y verdeante, con amplios parques arbolados, huertos y jardines, sino en el comportamiento de la gente. Al paso del ejército a caballo, las puertas se cerraban, las calles se vaciaban, las plazas de los mercados se mostraban de repente desiertas: debía de haber corrido el rumor de que llegaba el conquistador yauna, sobre el que circulaban ya leyendas aterradoras.
De golpe, hacia mediodía, un espectáculo extraño e inquietante se ofreció a los ojos del rey que cabalgaba a la cabeza del ejército, flanqueado por Hefestión y Tolomeo: un grupo de personas venían a su encuentro por el camino, una extraña turba de miserables de andares renqueantes, cubiertos de harapos, que agitaban las manos o los muñones, aquellos que no tenían manos, como para hacerse notar.
—Pero ¿quiénes son? —preguntó el rey a Eumenes, que le seguía un poco más atrás. El secretario se le acercó y miró mejor.
—No tengo ni idea, pero pronto lo sabremos.
Se apeó del caballo y se dirigió a pie hacia el grupo de aquellos desventurados que, con la proximidad, parecía mucho más numeroso de lo que se hubiera podido creer. También Alejandro se apeó y se dirigió hacia ellos, pero, a medida que avanzaba, se sentía dominado por una extraña turbación, por una angustiosa inquietud. Cuando estuvo más cerca, oyó que estaban ya hablando con Eumenes: ¡en griego!
Se adelantó y vio que aquellos pobres hombres mostraban todos horrendas mutilaciones: algunos tenían ambas manos cercenadas, otros una pierna o las dos, otros tenían también, aparte de las mutilaciones, la piel arrugada por grandes cicatrices, típicas de quien ha recibido un chorro de líquido hirviente.
—Aceite —explicó un desventurado al sentir la mirada de Alejandro sobre su figura manca y torturada.
—¿Quién eres? —preguntó el rey.
—Eratóstenes de Metona, heghemón, tercera sisitia, octavo batallón, espartano.
—¿Espartano? Pero... ¿cuántos años tienes?
—Cincuenta y ocho, heghemón; fui hecho prisionero por los persas durante la segunda campaña del rey Agesilao, cuando tenía veintisiete años. Me cortaron un pie porque sabían que un guerrero espartano no acepta nunca la prisión. Antes se hace matar.
Eumenes sacudió la cabeza.
—Los tiempos han cambiado, amigo mío.
—Traté igualmente de suicidarme y mi amo me arrojó encima aceite hirviente. Entonces me resigné y acepté la amarga prisión, pero cuando he oído que estaba llegando Alejandro...
—Nos hemos pasado la voz unos a otros para salir a su encuentro —intervino otro mostrando ambos brazos mutilados justo por debajo de los codos.
—¿Por qué estas mutilaciones? —preguntó el rey con voz trémula de ira y de emoción.
—Yo servía en la marina ateniense durante la guerras de los sátrapas, y me había embarcado como remero en el Krysea, un trirreme hermosísimo, de nuevo cuño. Caímos en una emboscada y fui hecho prisionero. Dijeron que así no remaría más en una nave ateniense.
Alejandro vio a otro que tenía las cuencas de los ojos vacías y secas como las de una calavera.
—¿Y a ti que te hicieron? —le preguntó.
—Me cortaron los párpados, me esparcieron miel sobre los ojos y luego me ataron cerca de una hormiguero. También yo servía en la marina ateniense. Querían saber dónde estaba escondido el resto de la flota, pero yo me negué y...
Otros y otros se adelantaban, mostrando sus mutilaciones, sus miserias, los cabellos canos, los cráneos desnudos y las manos devoradas por la sarna.
—Heghemón —repitió el espartano—, dinos dónde está Alejandro para que podamos rendirle honores y agradecerle el habernos liberado. Nosotros que, en conjunto, somos el testimonio del precio pagado en los tiempos de los griegos en su lucha contra los bárbaros.
—Alejandro soy yo —repuso el rey, pálido de cólera— y he venido a vengaros.