24

La ciudad resultaba completamente visible desde lo alto de la colina y Alejandro desmontó del caballo, imitado enseguida por sus compañeros. El espectáculo que se ofrecía era magnífico. Una vasta cuenca natural, verdeante de olivos y punteada aquí y allá por las negras llamas de los cipreses, descendía gradual y suavemente como un teatro hasta el imponente recinto amurallado que cerraba hacia el norte y hacia el este la parte habitada, interrumpida tan sólo por la enorme herida rojiza de la trinchera mandaba excavar por Memnón a unos doscientos pies de distancia de la base de la muralla.

A la izquierda estaba la acrópolis con sus santuarios y estatuas; en aquel preciso momento, el humo de un sacrificio ascendía del altar hacia el cielo límpido, para implorar a los dioses la gracia de derrotar al enemigo.

—También nuestros sacerdotes han ofrecido un sacrificio —observó Crátero—. Me preguntó a quién van a escuchar los dioses.

Alejandro se volvió hacia él.

—Al más fuerte.

—Las máquinas no conseguirán nunca acercarse a esa zanja —intervino Tolomeo—. Y desde aquella distancia no conseguiremos abatir las murallas.

—Seguro que no —hubo de admitir Alejandro—. Primero habrá que rellenar la zanja.

—¿Rellenar la zanja? —preguntó Hefestión—. ¿Tienes idea de cuánto...?

—Comenzaremos enseguida —continuó Alejandro sin pestañear—. Coge a todos los hombres hábiles y llena la zanja. Nosotros os cubriremos con lanzamientos de catapultas sobre los adarves. De eso se encargará Crátero. ¿Qué noticias existen de nuestras máquinas de guerra?

—Han sido desembarcadas en un pequeño abrigo de la costa a quince estadios de nuestro campamento. El montaje está en gran parte completado. Pérdicas las está trayendo aquí.

El sol comenzaba a declinar sobre el horizonte en dirección al mar, justo en medio de los dos torreones que vigilaban la entrada del puerto, y sus rayos inundaban el gigantesco Mausoleo que se erguía en el centro de la ciudad cubierto por un baño de oro fundido. En el vértice de la gran pirámide, la cuadriga de bronce hubiérase dicho a punto de dar un salto al vacío, de lanzarse al galope entre las nubes púrpuras del ocaso. Algunas barcas de pescadores regresaban a puerto en aquel momento a velas desplegadas; parecían un rebaño que regresara al redil antes de que se hiciera de noche. De ahí a poco se llenarían las cestas con los melocotones de la estación y llegarían a las mesas donde las familias se preparaban para la cena.

La brisa del mar soplaba entre los troncos seculares de los olivos y a lo largo de los senderos que serpenteaban por las colinas: los pastores y los campesinos regresaban tranquilos a sus casas, los pájaros a sus nidos. El mundo estaba a punto de amodorrarse en la paz de la noche.

—Hefestión —dijo el rey.

—Aquí me tienes.

—Haz que se preparen también los turnos de noche para los zapadores. No paréis en ningún momento, como cuando tallamos la escalera en el monte Ossa. No paréis ni aunque llueva o granice, trabajad sin interrupción. Quiero también que sean preparadas techumbres móviles para resguardar a los zapadores. Haz construir luego utensilios para los herreros, pues van a hacer falta, ya que las máquinas deberán estar en posición dentro de cuatro días y cuatro noches como máximo.

—¿No es mejor comenzar mañana?

—No. Ahora. Y cuando se haga de noche emplearéis la luz de las teas o encenderéis hogueras. No es una labor de precisión. Lo único que deberéis hacer es palear la tierra dentro de la zanja. No iremos a cenar antes de haber emplazado las balistas e iniciado los trabajos.

Hefestión asintió y volvió al galope hacia el campamento. Poco después, una larga fila de hombres con azadas, palas y picos, seguida por carros tirados por bueyes, se dirigía hacia la zanja. A su lado avanzaban las balistas tiradas por parejas de mulos: eran arcos gigantescos hechos de láminas de madera de roble y de fresno, capaces de arrojar saetas de hierro a quinientos pies de distancia. Crátero las hizo poner en posición y, apenas un grupo de arqueros enemigos comenzó a disparar flechas desde lo alto de las murallas, dio orden de responder al lanzamiento: una salva de pesados dardos hizo que los adarves quedaran vacíos.

—¡Podéis comenzar a trabajar! —gritó, mientras sus hombres se apresuraban a rearmar las balistas.

Los zapadores se arrojaron dentro de la zanja, volvieron a salir del otro lado hacia el terraplén y se pusieron a arrojar tierra dentro de la gran trinchera que se abría a sus espaldas. Les protegía el propio terraplén, por lo que no había necesidad, al menos en aquella fase de los trabajos, de protegerlos con ninguna techumbre. Crátero, cuando comprendió que estaban ya en lugar seguro, hizo apuntar las balistas contra la puerta llamada de Mílasa y contra la poterna de levante, por si los asediados intentaban alguna salida inesperada contra los zapadores.

Hefestión dio orden a otros grupos de subir hacia las colinas con sierras y hachas, pues iban a necesitar leña para iluminar el campo de trabajo durante la noche. La enorme empresa dio comienzo.

En ese momento, Alejandro se dirigió hacia el campamento e invitó a sus compañeros, pero había dado orden de que le informaran a cada hora del avance de los trabajos y de la evolución de la situación.

Transcurrió la noche sin incidentes y prosiguió la labor, tal como el soberano había ordenado, sin que los enemigos pudieran hacer nada para impedirla.

Al cuarto día sectores lo suficientemente amplios de la trinchera habían sido llenados y allanados, de manera que las máquinas pudieron avanzar hasta las murallas.

Eran las mismas que el rey Filipo había utilizado en Perinto: torres de hasta ochenta pies de altura que hacían salir, a distintos niveles, arietes basculantes manejados por cientos de hombres resguardados en su interior. Muy pronto en el gran arco del valle resonó el eco del fragor acompasado de las cabezas reforzadas de hierro que batían sin descanso el recinto amurallado, mientras los zapadores seguían llenando la zanja.

Los defensores no habían previsto que la enorme trinchera pudiera ser llenada en tan breve espacio de tiempo y no consiguieron contrarrestar la labor de las máquinas: al cabo de siete días se abrió una brecha; una parte considerable de los bastiones que flanqueaban la puerta de Mílasa estaba ya derruida. Alejandro lanzó a sus tropas de asalto sobre el montón de escombros para que se abrieran camino hacia el interior de la ciudad, pero Memnón había formado ya un gran número de defensores y repelió el intento sin demasiados problemas.

En los días siguientes, los arietes continuaron batiendo las murallas para ensanchar la brecha, mientras las balistas y las catapultas se acercaban para tener a tiro a los defensores con nutridos lanzamientos. La victoria parecía casi al alcance de la mano y Alejandro reunió al alto mando en su tienda para organizar el asalto final.

Bajo la muralla quedaban únicamente las tropas de servicio de las máquinas de guerra y un cierto número de centinelas avanzados, separados a intervalos regulares a lo largo de la línea de los bastiones.

Era una noche de luna y los centinelas se daban voces unos a otros para mantenerse en contacto en la oscuridad; pero también Memnón estaba a la escucha. Envuelto en su manto, estaba inmóvil en el adarve escrutando hacia abajo, la oscuridad, con el oído aguzado para captar las llamadas.

Habían desembarcado algunos días antes unos nobles macedonios amigos de Átalo y de la difunta reina Eurídice, venidos a prestar su ayuda a los habitantes de Halicarnaso contra Alejandro.

Memnón se acordó de repente de ellos y ordenó a su ayuda de campo, que aguardaba en la sombra, que les mandara llamar enseguida. La noche estaba tranquila: una ligera brisa marina disipaba el calor abrasador de la larga jornada de finales de primavera y el comandante levantaba de vez en cuando los ojos a la inmensa bóveda estrellada que se curvaba hasta el extremo horizonte oriental. Pensaba en Barsine y en la última vez que la había visto, desnuda en el lecho, abrirle los brazos mientras le miraba fijamente con ojos de fuego; la echó de menos en aquel momento, con una punzada aguda, dolorosa.

Hubiera querido poder enfrentarse a Alejandro en duelo, convencido de que el deseo habría imprimido a sus golpes una fuerza devastadora, irresistible. Le hizo volver a la realidad la voz de su ayuda de campo.

—Comandante, los hombres que has hecho venir se encuentran aquí.

Memnón se volvió y vio que los macedonios se habían presentado armados y en uniforme de combate. Les hizo una señal de que se acercaran.

—Aquí nos tienes, Memnón —dijo uno de ellos—. Estamos listos. Sólo tienes que mandar.

—¿Oís esas llamadas?

Los hombres aguzaron el oído.

—Por supuesto. Son los centinelas de Alejandro.

—Bien. Ahora despojaos de la armadura y quedaos solamente con la espada y el puñal, pues deberéis moveros con gran agilidad en la oscuridad, y sin hacer ruido. Lo que quiero es lo siguiente. Saldréis por la poterna y cada uno de vosotros tratará de localizar a un centinela. Reptaréis por su espalda y les quitaréis de en medio, pero inmediatamente después os pondréis en su lugar y responderéis a las llamadas. Tenéis el mismo acento y la misma pronunciación, por lo que nadie notará nada.

»Tan pronto como hayáis tomado el control de un tramo de la línea de guardias, haréis una señal, el canto del búho, y nosotros mandaremos una sección de asalto con antorchas y flechas incendiarias para quemar las máquinas. ¿Habéis entendido bien?

—Muy bien. Confía en nosotros.

Los macedonios se apartaron y poco después, despojados de las armaduras, descendieron por la escala hasta el camino cubierto que conducía a la poterna. Cuando se encontraron al aire libre, se separaron y reptaron por el terreno en dirección a los centinelas.

Memnón esperó en silencio en el adarve, mirando en dirección a las grandes torres de asalto que se alzaban como gigantes en la oscuridad. En un determinado momento, le pareció reconocer la voz de un centinela: tal vez una parte de la misión estaba ya conseguida. Pasó otro rato y se oyó, primero quedo, y luego más fuerte y claro, el reclamo del búho llegar de un punto situado a igual distancia entre ambas torres de asalto.

Bajó entonces a toda prisa las escaleras y se reunió con la sección que se preparaba para la incursión.

—¡Cuidado! Si salís así, con las antorchas encendidas, pronto seréis vistos y parte de la ventaja se perderá. Mi plan es el siguiente. Deberéis acercaros en silencio al punto en que los nuestros han sustituido a los centinelas macedonios, allí abajo, entre las dos torres de asalto, y permaneceréis escondidos hasta que un segundo grupo lleve un brasero tapado y unas ánforas llenas de bitumen; entonces haréis sonar las trompas con el máximo aliento que tengáis en vuestras gargantas y tomaréis al asalto a la guarnición macedonia, mientras los demás prenden fuego a las torres.

»Los macedonios creen que casi han vencido y no esperan ser atacados en este momento. Nuestra salida tendrá un éxito rotundo. Y ahora, id.

Los hombres se encaminaron hacia la poterna y, uno tras otro, salieron al aire libre seguidos por el grupo que llevaba una alcuza con asas y las ánforas llenas de bitumen. Memnón se quedó observándoles hasta que el último de ellos hubo desaparecido y la puerta de hierro se hubo cerrado; luego atravesó a pie la ciudad, en dirección a su casa. Lo hacía casi todas las noches para pasar inadvertido en medio de la gente, escuchar lo que decían, darse cuenta de su estado de ánimo. La casa en la que vivía se alzaba en las pendientes de la acrópolis, y se llegaba a ella subiendo primero una escalinata y luego recorriendo un camino estrecho y pronunciado.

Un siervo le esperaba con un velón encendido y le abrió la puerta que daba al patio, acompañándole luego hacia el portal de entrada. Memnón se dirigió a su dormitorio de la planta superior, donde las doncellas le había preparado la pila del agua caliente. Abrió la ventana y aguzó el oído: un sonido de trompa había desgarrado de repente el silencio de la noche, por la parte nordoriental de las murallas. El asalto había comenzado.

Una de las doncellas se acercó:

—¿Quieres tomar un baño, mi señor?

Memnón no respondió y esperó hasta que vio un resplandor rojizo y luego una columna de humo subir remolineando en el cielo.

En ese instante se volvió y se desató la armadura.

—Sí —dijo.