Alejandro no visitó el palacio de Darío hasta el día siguiente. Se había levantado tarde y miraba a su alrededor con una extraña expresión, como si se hubiera despertado de una pesadilla. Sus compañeros estaban formados a los lados del trono, armados como si esperaran órdenes.
—¿Dónde está Parmenión? —preguntó.
—Fuera de la ciudad, en su campamento, con aquellos de sus hombres que no han tomado parte en el saqueo —repuso Seleuco.
—¿Y El Negro?
—Él también. Dice que no se siente bien y que le disculpes de no encontrarse aquí presente.
—Me dejan solo —murmuró el rey como si meditara para sí.
—¡Pero nosotros estamos contigo, Alejandro! —exclamó Hefestión—. Hagas lo que hagas y pase lo que pase. ¿No es así? —preguntó vuelto hacia sus compañeros.
—Así es —respondieron todos.
—Ahora basta —dijo Alejandro—. Coged unas patrullas de exploradores y recorred la ciudad con un bando. Todos los soldados, griegos, macedonios, tesalios, tracios y agrianos, todos sin excepcióm, deberán abandonar Persépolis y retirarse a los campamentos extramuros. Aquí se quedarán únicamente La Punta y mi guardia personal.
Los compañeros salieron para cumplir las órdenes que acababan de recibir.
Alejandro, Eumenes y Calístenes, acompañados por un intérprete y por un grupo de eunucos aún aterrorizados, iniciaron la visita al palacio. Pasaron de la apadana al salón del trono propiamente dicho. Era éste una sala inmensa, de más de doscientos pies de ancho y otros tantos de largo, sostenida por cien columnas de madera de cedro, con las paredes pintadas en oro y púrpura y los capiteles y los techos adornados con pinturas y entalladuras. El trono era de madera con incrustraciones de marfil y detrás, apoyados en la pared, estaban el parasol y los flabelos de plumas de avestruz que en los días de recepción manejaban sirvientes ataviados de gala.
De allí pasaron directamente a la sala del tesoro, que fue entreabierta por los cuatro eunucos que guardaban las llaves. Las macizas puertas de bronce giraron lentamente sobre los goznes y la vasta sala se abrió al nuevo amo. No había ventanas en las paredes, por ninguna parte, y Alejandro pudo ver tan sólo aquel trozo que estaba parcialmente iluminado por la luz que pasaba a través del vano de la puerta, pero lo que descubrió le dejó estupefacto: había millares de lingotes de oro y de plata con el sello impreso de la monarquía aqueménida, la efigie del rey Darío I disparando una flecha con su arco. Aquella misma efigie aparecía en las monedas, que por eso eran llamadas dáricos. Había docenas y docenas de cubos llenos hasta los topes y otros estaban alineados a lo largo de anaqueles clavados en las paredes.
Los eunucos trajeron unos faroles y el centelleo de mil y mil superficies lisas o labradas relampagueó en la semioscuridad del ambiente, de acuerdo con los movimientos de los faroles.
El rey, Eumenes y Calístenes se adentraron por el corredor que atravesaba la sala por el medio y su admiración crecía a cada paso. No había sólo metal acuñado o en lingotes: había un sector en que estaban hacinados los objetos preciosos acumulados en el curso de doscientos años de conquistas y de dominio en un territorio que abarcaba desde el Indo hasta el Istro. Había joyas en cantidad inverosímil, cestos llenos de piedras preciosas de toda forma y color, perlas blancas y negras; había bronces y objetos decorativos, candelabros, estatuas e imágenes votivas procedentes de antiguos santuarios, y había armas, magníficas y de toda forma, tanto de combate como de gala: corazas, lanzas y espadas, yelmos adornados con las más impresionantes cimeras, puñales embutidos con hilos de oro y plata de hojas rectas o curvas o de madera pintada adornada con aplicaciones en marfil y en plata, grebas y cintos, correajes para la espada de malla de oro, con la fíbula adornada de lapislázuli y corales, azulejos esmaltados, en oro y plata, máscaras de ébano y de marfil, collares y pectorales indios, asirios, egipcios, en oro y esmaltes. Y también coronas de diademas que habían ceñido la frente de faraones egipcios, de tiranos griegos, de jefes escitas, de rajás indios, cetros y bastones de mando en ébano, marfil, oro, bronce, plata y ámbar, todos ellos maravillosamente decorados.
Y telas: lino egipcio, biso sirio, lana jónica, púrpura fenicia, y también tejidos de un increíble esplendor, radiantes de los más diversos y raros colores. Se les explicó que procedían de un país lejanísimo, allende los desiertos centrales y allende el Paropámiso. Y había también piezas de otro tipo de tela que se producía en la India, fresca como el lino, igual de fácil de teñir, pero inmensamente más ligera.
—Con esta tela encima —dijo el eunuco— es como no llevar nada. —Pero a medida que avanzaban, el eunuco que hacía la relación del inventario recitaba con voz monótona—: Doce cubos de un talento de dáricos de oro acuñados por Su Majestad el rey Darío I, veinte talentos de lingotes de plata con el distintivo de Su Majestad el rey Jerjes, coraza de tortuga taraceada en marfil y coral que perteneciera al rajá de Taxila, sable de gala del rey de los escitas Kurban II...
Alejandro se dio cuenta de que se hubiera requerido un mes entero para escuchar las descripciones de todas aquellas maravillas, pero no conseguía apartar la mirada de aquel centelleo continuo, de aquellos esplendores deslumbrantes, de aquellas formas y de aquellos maravillosos ornamentos.
—¿Cuánto hay, en total, entre monedas y lingotes? —preguntó de repente Eumenes.
El eunuco miró primero a Alejandro como esperando su autorización para dar aquella respuesta, y una vez hubo obtenido un gesto de asentimiento, dijo con voz despaciosa:
—Ciento veinte mil talentos.
Eumenes palideció.
—¿Has dicho ciento... ciento veinte mil?
—Es exactamente lo que he dicho —repuso el eunuco impasible.
Salieron estupefactos tras ver la mayor acumulación de objetos preciosos que existiera sobre la faz de la tierra, y Eumenes continuaba repitiendo:
—No puedo creerlo, númenes del Olimpo, no puedo creerlo. Si pienso que hace poco más de tres años no teníamos dinero ni para comprar el heno para los caballos y el trigo para los muchachos...
—Haz repartir diez minas a cada uno de ellos —ordenó Alejandro.
—¿Has dicho diez minas a cada miembro del ejército?
—Eso he dicho. Se las merecen. Darás además un talento a los oficiales, cinco a los comandantes de las grandes unidades de infantería y caballería, y diez a los generales. Y hazme saber a cuánto asciende todo ello.
—Será el ejército más rico de la tierra —rezongó el secretario—, pero no sé si seguirá siendo el más valiente. ¿Estás seguro de actuar debidamente?
—Segurísimo. Tanto más cuanto que no tendrán mucho tiempo para gastarse todo ese dinero.
—¿Por qué, volvemos a partir?
—Lo más pronto posible.
Y en cambio se quedaron, durante meses. En Persépolis estaban los archivos y la cancillería imperial y Eumenes le hizo comprender a Alejandro que, antes de seguir adelante, era necesario consolidar lo que se había conseguido, organizar el sistema de caminos y comunicaciones vital para el avituallamiento, impartir a los sátrapas y a las administraciones de todas las provincias ya sometidas las instrucciones para su gobierno, para las relaciones con Macedonia y con el regente Antípatro. Buscó también documentos que pudieran probar la responsabilidad de las cortes persas en el asesinato del rey Filipo o pruebas de eventuales contactos con el príncipe Amintas de Lincéstide, que, implicado en una acusación de connivencia con Darío cuando el ejército estaba aún en Anatolia, seguía estando bajo vigilancia por orden del rey. Pero todo el archivo estaba redactado en caracteres cuneiformes y la labor de los pocos traductores disponibles habría exigido años para un examen completo y exhaustivo.
Entretanto, tal como Eumenes había previsto, la inercia y la enorme disponibilidad de dinero estaban cambiando rádicalmente el comportamiento de los soldados y de sus propios compañeros, que ahora habitaban, al igual que el resto, en los palacios más hermosos de la ciudad, limpiados y restaurados, y vivían como verdaderos reyes. Alejandro seguía invitándoles a hacer paseos a caballo y a menudo organizaba partidas de pelota para mantenerles entrenados. Los amigos iban de mala gana, únicamente para complacerle, y sin embargo, una vez que comenzaban a jugar, reencontraban la diversión sencilla de cuando eran niños.
En aquellos días, los pórticos del palacio resonaban de gritos y carcajadas como en el pasado el patio de la residencia real de Pella.
—¡Pásame la pelota! ¡Pásala, por Heracles! —gritaba Alejandro.
—¡Pero si ya te la he pasado antes y la has perdido! —respondía Tolomeo gritando mas fuerte aún.
—Tira, en vez de hablar tanto. ¿Qué haces, estás dormido? —vociferaba Leonato.
El primero en reclamar un descanso era siempre Eumenes, que no había recibido ni formación ni adiestramiento guerrero.
—¡Muchachos, basta, estoy a punto de echar los hígados por la boca!
—¿Qué hígados? ¡Pero si tienes el libro de cuentas en el lugar del corazón!
Mas eran, de todos modos, paréntesis cada vez más breves. Una vez terminado el juego, descendía de nuevo sobre ellos la sombra del poder y de la riqueza.
Un día Eumenes pensó en hablar con Alejandro en privado y fue a verle a sus habitaciones en el palacio imperial.
—Cada día que pasa es peor —comenzó diciendo.
—¿Qué tratas de decir?
—Que no les reconozco ya. Tolomeo se hace traer muchachas hasta de Chipre y de Arabia, Leonato no puede ejercitarse en la lucha si no tiene arena líbica de la más fina y se la hace traer a lomo de camello de Egipto, Lisímaco se ha hecho construir un orinal de oro macizo incrustado de piedras preciosas. Un orinal, ¿comprendes? Seleuco tiene una esclava que le ata las sandalias, otra que le peina, una tercera que le perfuma, y otra que... dejémoslo estar mejor. En lo que toca a Pérdicas...
—¿También Pérdicas? —preguntó incrédulo Alejandro.
—Sí, también Pérdicas. Se ha hecho poner sábanas de púrpura en la cama. Y luego tenemos a Filotas. Éste siempre ha sido más bien arrogante y presuntuoso y ahora ha empeorado. Corren rumores sobre él de que...
Pero el rey le interrumpió.
—¡Basta! —gritó—. ¡Basta! ¡Llama a un heraldo, rápido!
—¿Qué quieres hacer?
—¿Me has oído? ¡Te he dicho que llames a un heraldo!
Eumenes salió y volvió al poco con un emisario.
—Deberás dirigirte inmediatamente —le ordenó el rey— a las casas de Tolomeo, Pérdicas, Crátero, Leonato, Lisímaco, Hefestión, Seleuco y Filotas y comunicarles a cada uno de ellos que vengan inmediatamente a verme.
El emisario salió corriendo, saltó a caballo y refirió el mensaje a los destinatarios. Cuando no les encontraba en casa, refería a los siervos, aparte de la orden de convocatoria, el humor del rey, por lo que corrían ansiosos en busca de sus amos.
—Será para algún partido —sugirió Leonato hablando con Pérdicas mientras subían las escaleras.
—Lo dudo. ¿Has visto alguna vez usar un emisario de caballería de asalto para invitar a la gente a dar dos patadas a la pelota?
—A mí me parece que volveremos a partir para la guerra —intervino Lisímaco, que llegaba en aquel instante.
—¿La guerra? ¿Qué guerra? —preguntó Seleuco alcanzándoles sin aliento.
Eumenes les recibió en la antecámara con cara de esfinge y se limitó a decir:
—Está allí.
—¿Tú no vienes? —preguntó Tolomeo.
—¿Yo? No, yo no tengo nada que ver.
Luego abrió la puerta, les hizo entrar, la volvió a cerrar a sus espaldas y se puso inmediatamente a escuchar. Alejandro comenzó a gritar tan fuerte que tuvo que alejar el oído de la cerradura.
—¡Así que sábanas de púrpura! —aullaba—. ¡Orinales de oro macizo! ¡Arena de Egipto para practicar la lucha! Por qué aquí no hay arena, ¿verdad? ¿O no es lo bastante fina para tu delicadísimo culo? —Rió sarcásticamente acercándose a Leonato—. ¡Flojos! ¡En esto es en lo que os habéis convertido! Pero ¿qué os creéis?, ¿que os he traído hasta aquí para veros reducidos a este estado?
Tolomeo trató de calmarle.
—Alejandro, escucha...
—¡Tú a callar, que te haces traer las putas de Chipre y de Arabia! Yo os he traído hasta aquí para cambiar el mundo, no para ablandaros en medio de la molicie y del lujo. ¿Acaso hemos hecho una guerra para adquirir los hábitos de vida de aquellos que hemos derrotado? ¿Es para esto para lo que hemos marchado, padecido el calor, el frío, el hambre y las heridas? ¿Para acabar como aquellos que hemos sometido? Pero ¿es que no comprendéis que es por esto por lo que los persas han perdido? ¿Porque vivían como vivís vosotros ahora?
—Pero entonces por qué... —comenzó Pérdicas y hubiera querido añadir: «¿Por qué dejas en sus puestos a todos los gobernadores persas?», pero el rey le interrumpió:
—¡Silencio! A partir de mañana todos al campamento, a la tienda como antes. Todo el mundo almohazará personalmente a su caballo y bruñirá su propia armadura. Y pasado mañana vendréis todos conmigo a cazar el león a la montaña, y si acabáis despedazados porque os pesa el culo no pienso mover un dedo para salvaros. ¿Entendido?
—¡Entendido, rey! —gritaron todos.
—¡Entonces fuera de mi vista, vamos!
Todos se largaron deprisa en dirección a la puerta y desaparecieron escaleras abajo. Al mismo tiempo llegó el heraldo diciendo que no había habido manera de encontrar a Filotas y que sin duda aparecería enseguida. Eumenes asintió y se dispuso a seguir a sus compañeros, pero Alejandro le llamó.
—Aquí estoy —repuso, y entró.
—No he visto a Filotas —observó de inmediato el rey.
—No ha sido posible encontrarle. ¿Quieres que le sigan buscando?
—No, déjalo. Creo que mi música llegará igualmente a sus oídos. ¿Y tú? —preguntó acto seguido—. ¿Tú qué haces con todo el oro que has recibido?
—Vivo bien, pero sin exagerar. El resto lo ahorro para cuando sea viejo.
—Muy bien —replicó Alejandro—. Nunca se sabe. Si el día de mañana, necesitara un préstamo, ya sé a quién dirigirme.
—¿Puedo irme?
—Sí, por supuesto. —Eumenes hizo ademán de salir—. Un momento.
—¿Qué pasa?
—La orden, naturalmente, también vale para ti.
—¿Qué orden?
—La de dormir en el campamento, en la tienda.
—Naturalmente —repuso Eumenes, y salió.
Algún tiempo después Alejandro le convocó para decirle que era su intención trasladar todo el tesoro de Persépolis a Ecbatana, cuando se hubieran puesto en marcha hacia el norte. Eumenes se maravilló no poco por esta decisión que le parecía totalmente inútil e insensata, aparte de terriblemente costosa. Trató de expresar su parecer, pero estaba claro que la decisión del rey era irrevocable.
Sólo para esta operación, que duró más de dos meses, hubo que preparar un convoy de cinco mil parejas de mulos y de diez mil camellos, porque el uso de los carros hubiera sido casi imposible a lo largo de los senderos de montaña de Media.
Eumenes no conseguía, en cualquier caso, comprender el motivo de aquella decisión que le parecía extraña y, por si fuera poco, arriesgada, pero cada vez que pedía una explicación a Alejandro obtenía respuestas vagas y evasivas y, en cualquier caso, poco convincentes. Por último renunció a hacer otras preguntas, pero le quedó en el fondo del corazón una especie de sombrío presentimiento, como la expectativa de un acontecimiento dramático.