26

Alejandro visitó el teatro de Dionisos en las pendientes de la acrópolis y los edificios y monumentos de la gran ágora, en la que se hallaban reunidos todos los recuerdos de la ciudad. Pero se quedó sobre todo extasiado ante el pórtico ornamentado al ver el enorme ciclo de frescos sobre las guerras persas, pintado por Polignoto.

Estaba representada en él la batalla de Maratón con sus episodios de heroísmo y el corredor Filípides que llegaba a Atenas para anunciar la victoria y se desplomaba acto seguido muerto de cansancio.

Veíanse, más allá, las batallas de la segunda guerra persa: los atenienses que abandonaban su ciudad y asistían llorando desde la isla de Salamina a la pira de la acrópolis y a la destrucción de sus templos. Y también el colosal choque naval de Salamina en el que la flota ateniense había derrotado a la persa: podía verse al Gran Rey huyendo aterrorizado, perseguido por negras nubes y vientos tempestuosos.

Alejandro hubiera querido no alejarse nunca de aquel lugar de maravillas, aquel guardajoyas de tesoros artísticos donde el genio humano había dado las más altas pruebas de su valía, pero el deber y los mensajes de su padre le reclamaban en Pella.

También su madre Olimpia le había escrito muchas veces, congratulándose con él por la batalla de Queronea y diciéndole cuánto le echaba de menos. En aquella insistencia no del todo explicada, Alejandro intuía una profunda inquietud, un malestar inconfesado que seguramente debía de estar motivado por algún nuevo acontecimiento, por un aguijón doloroso, si es que podía preciarse de conocer bien a su madre.

Partió, pues, un día a principios del verano junto con su escolta, en dirección al sur. Entró en Beocia desde Tanagra, pasó cerca de Tebas en una tarde sofocante, atravesando la llanura bajo los rayos ardientes del sol, y luego cabalgó a orillas del lago Copais, que estaban veladas por una densa calina.

De vez en cuando una garza real, con lento batir de alas, hendía las nieblas que cubrían las riberas pantanosas, semejante a un fantasma; gritos de pájaros invisibles traspasaban el húmedo calor estival como reclamos ahogados. Negros crespones pendían de las puertas de las casas y de los pueblos, porque la muerte había golpeado a muchas familias en la persona de sus seres más queridos.

Llegó a Queronea al día siguiente, al caer la tarde. Le pareció una ciudad de espectros bajo el cielo sin luna nueva y no consiguió evocar ninguna imagen de la reciente victoria que le complaciese. El lamento del chacal y el sollozo de las lechuzas le traían a la memoria tan sólo pensamientos angustiosos durante la noche que pasó, llena de pesadillas, bajo la tienda levantada a la sombra de una enorme y solitaria encina.

Su padre no vino a recibirle porque se hallaba en Lincestide para verse con los jefes de tribu ilirios y el joven entró en palacio casi de forma privada, después de la puesta del Sol, recibido por Peritas que, loco de alegría, corría en todas direcciones, se revolcaba por el suelo aullando y meneando la cola y luego le saltaba encima para lamerle la cara y las manos.

Alejandro se liberó de él con alguna que otra caricia y alcanzó enseguida sus habitaciones donde le estaba esperando Kampaspe.

La muchacha corrió a su encuentro y le abrazó estrechamente, luego le despojó de las ropas llenas de polvo y le dio un baño demorándose largamente con sus suaves manos sobre sus miembros cansados por el largo viaje. Al salir Alejandro del baño, ella comenzó a desnudarse, pero precisamente en aquel momento entró Leptina. Estaba roja como la grana y mantenía la mirada baja.

—Olimpia quiere que vayas a verla lo antes posible —le comunicó—. Espera que te quedes en su compañía para la cena.

—Así lo haré —repuso Alejandro. Y mientras Leptina se alejaba susurró al oído de Kampaspe—: Espérame.

Apenas le vio, la reina le estrechó en un abrazo frenético.

—¿Qué pasa, mamá? —le preguntó el joven separándola de sí y mirándola fijamente.

Olimpia tenía unos ojos enormes y oscuros como los lagos de las montañas de su país natal y su mirada reflejaba en aquellos momentos el contraste violento de las pasiones que agitaban su espíritu.

Agachó la cabeza mordiéndose el labio inferior.

—¿Qué pasa, mamá? —repitió Alejandro.

Olimpia se volvió hacia la ventana para esconder su contrariedad y vergüenza.

—Tu padre tiene una amante.

—Mi padre tiene siete mujeres. Es un hombre fogoso y una sola mujer nunca le ha bastado. Además, es nuestro rey.

—Esta vez es distinto. Tu padre se ha enamorado de una muchacha que tiene la edad de tu hermana.

—Tenía que ocurrir. Se le pasará.

—Te digo que esta vez es distinto: está enamorado, ha perdido la cabeza. Es como... —dejó escapar un breve suspiro— como cuando le conocí.

—¿Qué diferencia hay?

—Mucha —afirmó Olimpia—. La muchacha está encinta y él quiere casarse con ella.

—¿Quién es? —preguntó Alejandro sombrío.

—Eurídice, la hija del general Átalo. ¿Comprendes ahora por qué estoy preocupada? Eurídice es macedonia, hija de la mejor nobleza, no es una extranjera como yo.

—Eso no significa nada. Tú eres de estirpe de reyes, descendiente de Pirro, hijo de Aquiles, y de Andrómaca, esposa de Héctor.

—Cuentos, hijo mío. Supongamos que la muchacha dé a luz un varón...

Alejandro enmudeció, agitado por una turbación imprevista.

—Explícate de forma más clara. Di lo que piensas: nadie nos escucha.

—Supongamos, pues, que Filipo me repudie y que declare a Eurídice reina, cosa que puede hacer: el niño de Eurídice se convertiría en el heredero legítimo y tú en el bastardo, el hijo de la extranjera repudiada.

—Pero ¿por qué iba a hacerlo? Mi padre siempre me ha querido, ha buscado siempre lo mejor para mí. Me ha educado para ser rey.

—No lo entiendes. Una muchacha hermosa y ardiente puede trastornar completamente la cabeza de un hombre maduro, y un niño recién nacido atraerá toda su atención porque le hará sentirse joven, haciendo retroceder el tiempo que corre inexorable.

Alejandro no supo qué responder, pero se veía que aquellas palabras le habían producido una profunda turbación.

Se sentó en una silla y apoyó la frente en su mano izquierda, como si quisiera recoger sus pensamientos.

—¿Qué debería hacer, según tú?

—No lo sé ni yo misma —hubo de admitir la reina—. Estoy indignada, trastornada, furibunda por la humillación que se me inflige. Si yo fuera un hombre...

—Yo lo soy —observó Alejandro.

—Pero eres su hijo.

—¿Qué tratas de decir?

—Nada. La humillación que tengo que soportar me hace perder el juicio.

—Entonces, ¿qué debería hacer, según tú?

—Nada. Ahora no se puede hacer nada. Pero he querido hablarte de ello para ponerte en guardia, porque de ahora en adelante podría suceder algo.

—¿Es tan bella de verdad? —preguntó Alejandro.

Olimpia bajó la cabeza y se veía lo mucho que le costaba responder a aquella pregunta.

—Más de lo que puedas imaginarte. Y su padre Átalo se la ha metido en la cama. Es evidente que tiene un plan preciso y sabe que tiene detrás de sí a muchos de los nobles macedonios. Me odian, lo sé.

Alejandro se alzó para saludarla.

—¿No te quedas a cenar? He hecho que prepararan cena también para ti. Las cosas que te gustan.

—No tengo hambre, mamá. Y estoy cansado. Ruego me disculpes. Te volveré a ver pronto. Trata de mantener la serenidad. No creo que haya mucho que hacer por ahora.

Salió trastornado por la conversación mantenida con su madre. La idea de que su padre le relegase de golpe y porrazo de sus pensamientos y proyectos no se le había pasado jamás por la cabeza, y no lo hubiera esperado nunca en un momento en que se había hecho merecedor de su agradecimiento contribuyendo de forma determinante a la gran victoria de Queronea y llevando a cabo la delicada misión diplomática en Atenas.

Para ahuyentar aquellos pensamientos bajó a las caballerizas a fin de ver a Bucéfalo y el caballo reconoció inmediatamente su voz, piafando y relinchando. El lugar era mantenido en el más perfecto orden y aromatizado con heno fresco. La gualdrapa del animal era brillante, la crin y la cola estaban peinadas como la melena de una muchacha. Alejandro se le acercó y le abrazó, acariciándole largo rato el cuello y el morro.

—¡Por fin has vuelto! —dijo una voz a sus espaldas—. Sabía que te encontraría aquí. ¿Y qué? ¿Cómo encuentras a tu Bucéfalo? ¿Ves cómo te lo he cuidado? Igual que a una hermosa mujer, te lo prometí.

—¡Ah, eres tú, Hefestión!

El joven se adelantó y le dio una palmada en el hombro.

—Ah, bandido, te he echado de menos.

Alejandro se la devolvió.

—También yo a ti, ladrón de caballos.

Se arrojaron en brazos el uno del otro y se estrecharon en un enérgico y fuerte apretón, más fuerte que la amistad, el tiempo, la muerte.

Alejandro regresó tarde a su aposento y encontró a Leptina dormida, sentada en el suelo delante de su puerta con el velón al lado ya apagado.

Se inclinó para mirarla en silencio antes de levantarla delicadamente en brazos, la depositó en el lecho y le acarició la boca con un beso. Aquella noche Kampaspe le esperó inútilmente.

Filipo volvió pocos días después, le convocó inmediatamente en sus habitaciones y le abrazó impetuosamente apenas le vio.

—Por los dioses, tienes un aspecto magnífico; ¿cómo te lo has pasado en Atenas? —Pero sintió que el hijo le devolvía el abrazo con incomodidad—. ¿Qué pasa, muchacho? ¿No te habrán ablandado esos atenienses? ¿O acaso te has enamorado? ¡Oh, por Heracles!, no me digas que te has enamorado. ¡Ah! Le regalo la más experta de las hetairas y va él y se enamora de... ¿de quién? ¿De una hermosa ateniense? No me lo digas, que ya lo sé: la fascinación de las atenienses no tiene igual. Ah, ésta si que es buena: tengo que contárselo a Parmenio.

—No estoy enamorado, padre. Pero me dicen que tú si que lo estás.

Filipo se quedó helado de golpe y comenzó a medir la habitación a grandes pasos.

—Tu madre. ¡Tu madre! —exclamó—. Es rencorosa, está devorada por los celos y por la mala intención. Y quiere ponerte en mi contra. Es así, ¿no es cierto?

—Tienes otra mujer —afirmó Alejandro gélido.

—¿Y qué tiene eso que ver? No será la primera ni la última. Es una verdadera flor, hermosa como el sol, como Afrodita. ¡Más hermosa aún! Me la encontré desnuda entre los brazos, con dos pechos que parecían dos peras maduras, suave, depilada, perfumada, y se me entregó: ¿qué podía hacer yo? ¡Tu madre me odia, me detesta, me escupiría a la cara cuantas veces me ve! Y esa niña es dulce como la miel.

Se dejó caer en un asiento y con rápido gesto se echó el manto sobre las rodillas, señal de que estaba furioso.

—No es a mí a quien debes dar cuenta de a quién te llevas a la cama, padre.

—Deja ya de llamarme «padre»: ¡estamos solos!

—Pero mi madre se siente humillada, rechazada, y está preocupada.

—¡Ya te he entendido! —gritó Filipo—. ¡He entendido! Ella está tratando de indisponerme contigo. Y sin ningún motivo. ¡Ven, ven conmigo! Mira qué sorpresa te había preparado, antes de que tú me arruinases el día con estas estupideces. ¡Ven!

Le llevó por debajo de una escalera y luego al fondo de un corredor, a la zona de los talleres. Abrió de par en par una puerta empujándole hacia dentro poco menos que a la fuerza.

—¡Mira!

Alejandro se encontró en medio de una habitación a la que daba luz una gran ventana lateral. Sobre una mesa había un plato de arcilla que le representaba a él de perfil y con los cabellos ceñidos por una corona de laurel, como el dios Apolo.

—¿Te gusta? —preguntó una voz desde un ángulo oscuro.

—¡Lisipo! —exclamó Alejandro volviéndose de repente y abrazando al maestro.

—¿Te gusta? —repitió Filipo detrás de él.

—Pero ¿qué es?

—Es el modelo de una estatera de oro del reino de Macedonia que será acuñada a partir de mañana en recuerdo de tu victoria en Queronea y tu dignidad de heredero al trono. Circulará por todo el mundo en diez mil piezas —respondió el soberano.

Alejandro agachó la cabeza, confuso.