26

—¿He oído bien? ¿Has dicho que vamos a atacar el bastión? —preguntó uno de sus oficiales.

—Has oído perfectamente —repuso Pérdicas—. Y esta misma noche todos verán si tienes de verdad los redaños que siempre dices tener.

Todos se echaron a reír a carcajada limpia.

—Entonces, ¿vamos? —gritó otro.

Pérdicas estaba increíblemente serio en su embriaguez.

—Reunid a vuestras secciones, apenas tengáis tiempo de hacerlo. Un farol izado sobre mi tienda será la señal. Haced avanzar las escalas, los ganchos y las cuerdas, pues atacaremos a la vieja manera, en silencio, sin torres de asalto ni disparos de catapulta. ¡Vamos, moveos!

Los compañeros le miraron, entre la estupefacción y la incredulidad, y luego obedecieron porque el tono de Pérdicas no admitía réplica y menos aún su mirada. Poco después el farol subía hasta lo más alto de su tienda y todos se acercaron en apretadas filas, sin hacer ruido, hasta el punto en que el recinto amurallado, completamente demolido, dejaba entrever el bastión de refuerzo construido más hacia adentro, como una especie de arco de empalme.

—Manteneos al resguardo de los muros que siguen en pie hasta el último momento —ordenó Pérdicas—, y luego, a una señal mía, lanzaos al asalto. Tenemos que sorprender a los centinelas de ronda antes de que las tropas de refuerzo tengan tiempo de acudir. Apenas hayamos tomado el adarve, haremos sonar la alarma con las trompas a fin de hacer acudir al rey y a los demás comandantes. ¡Y ahora, adelante!

Los oficiales transmitieron la orden y las tropas avanzaron en la oscuridad hasta encontrarse a ambos lados de la brecha; luego se lanzaron a la carrera hacia la base del bastión que se alzaba en el interior, a una distancia de cien pasos aproximadamente. Pero mientras se aprestaban para la escalada apoyando las escalas y haciendo molinetes con los ganchos de lanzamiento, el silencio de la noche se vio roto de pronto por unos agudos toques de trompa, gritos de llamada y fragor de armas.

El adarve apareció atestado de soldados; otros guerreros en orden de batalla salieron como torrentes en crecida por la poterna y por la puerta de Mílasa, sorprendiendo por la espalda a las secciones de Pérdicas y aplastándolas contra el bastión, del que comenzaban a llover dardos cual granizo.

—¡Oh, dioses! —exclamó uno de los oficiales—. Hemos caído en una trampa. ¡Da la alarma, Pérdicas, da la alarma! ¡Llama en ayuda al rey!

—¡No! —gritó Pérdicas—. Podemos aún conseguirlo. Vosotros rechazad el ataque por ese lado, mientras nosotros escalamos las murallas.

—¡Estás loco! —vociferó más fuerte el oficial—. Pero si los tenemos ya encima. ¡Da la alarma o lo haré yo, maldición!

Pérdicas miró a su alrededor, perdido, y el instinto de conservación hizo correr por sus venas un flujo de fuego. Su mente reaccionó de golpe a la embriaguez y vio que iba a tener que hacer frente a un desastre inminente.

—¡Todos detrás de mí! —ordenó—. ¡Todos detrás de mí! Nos abriremos camino hasta el campamento. ¡Trompa, la alarma! ¡La alarma!

El sonido de la trompa perforó el aire detenido de la noche estival, repitió su eco en las paredes de la vasta cuenca y repercutió hasta el campamento de Alejandro como un largo lamento.

—¡La trompa de alarma, rey! —gritó uno de la guardia irrumpiendo en la tienda real—. Proviene del bastión.

Alejandro saltó del catre y echó mano a la espada.

—Es Pérdicas. Ese bastardo se ha metido en líos. ¡Hubiera tenido que suponérmelo!

Corrió afuera gritando:

—¡A caballo! ¡A caballo, Pérdicas está en peligro!

Y se lanzó él mismo al galope seguido de la guardia, que estaba siempre en orden de combate, a cualquier hora del día o de la noche.

Mientras tanto Pérdicas se había puesto a la cabeza de sus hombres y avanzaba combatiendo furiosamente para abrirse camino hacia el espacio abierto, pero las tropas enemigas se habían atrincherado a sus espaldas en la brecha y estaban en mejores condiciones, combatiendo desde una posición ventajosa, mientras que los macedonios tenían que trepar entre los bloques de piedra y los escombros de la vasta ruina.

La trompa continuaba con sus agudas y angustiosas llamadas, mientras que Pérdicas, con las manos y las rodillas ensangrentadas, alcanzaba la abertura y luchaba entre las filas enemigas con el valor y la fuerza de la desesperación.

Cuando el galope de la caballería de Alejandro se dejó oír, había abierto ya un pasadizo y se llevaba consigo a sus hombres por el otro lado de la ruina, abajo, hacia el campamento.

Las tropas de Memnón formaron una piña y plantaron cara, de espaldas al bastión. El terreno estaba ya sembrado de cadáveres de soldados macedonios, arrastrados por el ardor irresponsable de su comandante a un asalto suicida.

Alejandro se paró de repente delante de él, como alumbrado por la noche: la luz de las antorchas le iluminaba el rostro con un intenso reflejo sanguinolento y los cabellos le ondeaban a los lados como las crines de un león.

—¿Qué has hecho, Pérdicas, qué has hecho? ¡Has conducido a tus soldados a una carnicería!

Pérdicas cayó de rodillas, destrozado por el cansancio y la desesperación. La caballería de Alejandro tomó posición para hacer frente a un eventual ataque enemigo. Pero los veteranos de Memnón se detuvieron en lo alto de la brecha, hombro con hombro, en apretada formación, a la espera de un movimiento del adversario.

—Esperaremos al amanecer —decidió Alejandro—. Moverse ahora sería demasiado peligroso.

—¡Dame otras tropas y déjame intervenir, permíteme redimirme, Alejandro! —gritó Pérdicas fuera de sí.

—No —repuso el rey con voz firme—. No añadamos un error a otro error. No te faltarán ocasiones para redimirte.

Y así esperaron en silencio durante el resto de la noche. De vez en cuando la oscuridad era rasgada por una flecha incendiaria disparada por los enemigos para iluminar el espacio de delante de la brecha. La llama surcaba el cielo como un meteoro y se clavaba en el suelo con un chisporroteo.

Al rayar el día, el rey ordenó a Pérdicas que tocara a llamada para ver cuántos de sus soldados estaban muertos o dispersos. De dos mil hombres que había llevado consigo al asalto, únicamente mil setecientos respondieron. Los restantes habían caído en la emboscada y sus cadáveres yacían ahora insepultos entre la brecha y el bastión.

El rey mandó un heraldo a pedir parlamentar con Memnón.

—Tengo que negociar la devolución de los cadáveres —le explicó.

El heraldo escuchó las proposiciones del rey, luego cogió un paño blanco, montó a caballo y se dirigió hacia las líneas enemigas, precedido por tres toques de trompa pidiendo tregua.

De la brecha respondieron otros tres toques y el hombre avanzó lentamente, al paso, hasta la base de las ruinas.

Transcurrió un rato y un segundo heraldo descendió a pie desde lo alto de la brecha: era un griego de las colonias, con fuerte acento dórico, probablemente de Rodas.

—El rey Alejandro solicita negociar la restitución de los cuerpos de sus soldados caídos —dijo el heraldo macedonio— y pide conocer las condiciones exigidas por vuestro comandante.

—No estoy facultado para exponerte ninguna condición —repuso el interlocutor—; no obstante el comandante Memnón está dispuesto a encontrarse con tu rey en persona, inmediatamente después de la puesta de sol.

—¿Dónde?

—Abajo. —El griego señaló una higuera silvestre que crecía cerca de una tumba monumental al lado del camino que desde la puerta de la ciudad discurría en dirección a Mílasa—. Pero deberéis hacer retroceder a vuestro ejército un estadio, pues el encuentro deberá tener lugar exactamente a mitad de camino de las dos formaciones. El comandante Memnón no llevará ninguna escolta, y lo mismo se espera del rey Alejandro.

—Repetiré tus palabras —replicó el heraldo macedonio— y, si no estoy enseguida de vuelta, ello quiere decir que el soberano acepta.

Montó a caballo y se alejó. El griego aguardó un rato, luego escaló nuevamente la ruina y desapareció entre las filas de los veteranos.

Alejandro hizo retroceder a su ejército y se cerró en su tienda en espera de la puesta del sol. Durante el resto de la jornada no probó la comida ni bebió vino. Sentía aquella derrota como si la hubiera sufrido personalmente, y la formidable capacidad de Memnón de devolver golpe por golpe y con fuerza espantosa le humillaba duramente y le hacía sentir por primera vez en su vida una frustrante sensación de impotencia y de profunda soledad.

Los triunfos que le habían acompañado hasta aquel momento parecían lejanos y casi olvidados: Memnón de Rodas era una roca que bloqueaba su avance, un obstáculo que, con el paso del tiempo, le parecía cada vez más insuperable.

Había dado orden a su guardia de no dejar entrar a nadie y ni siquiera Leptina se le había acercado durante aquellas horas. Estaba ya habituada a leer en su mirada, a ver, en el fondo de sus ojos, luces y sombras, como en un cielo tempestuoso.

Pero cuando faltaba ya poco para la puesta del sol y Alejandro se estaba preparando para el encuentro con su enemigo, el ruido de un altercado llegó hasta él e inmediatamente después Pérdicas hizo irrupción en el interior, en vano retenido por los guardias.

Alejandro hizo una señal y los guardias se retiraron.

—¡Merezco morir! —exclamó Pérdicas fuera de sí—. He causado la muerte de muchos bravos soldados, he arrojado el deshonor sobre el ejército y te he obligado a un trato humillante. ¡Mátame! —gritó ofreciéndole su espada.

Tenía la mirada perdida, los ojos enrojecidos y hundidos. Alejandro no le había visto en aquel estado desde el asedio de Tebas. Le miró fijamente sin parpadear, luego le indicó un asiento.

—Siéntate.

Pérdicas seguía alargándole la espada con las manos sacudidas por un temblor convulso.

—Te he dicho que te sientes —ordenó de nuevo Alejandro con un tono de voz más alto y firme.

El amigo se dejó caer en la silla y la espada se le cayó de las manos.

—¿Por qué has lanzado el ataque? —preguntó Alejandro.

—Había bebido, habíamos bebido todos... La empresa me parecía posible, es más, segura.

—Porque estabas borracho. Cualquier hombre en su sano juicio habría comprendido que era un suicidio, de noche y en ese terreno.

—No había nadie en los glacis. Un silencio absoluto. No había centinelas.

—Y tú caíste. Memnón es el más formidable adversario que podía cruzarse en nuestro camino, ¿entendido? ¿Has entendido? —gritó. Pérdicas asintió—. Memnón no es sólo un combatiente valeroso, sino también un hombre de una extraordinaria astucia e inteligencia que nos observa día y noche, espiando todas nuestros descuidos, pasos en falso, movimientos temerarios. Luego golpea con fuerza devastadora.

»Aquí no estamos en un campo de batalla donde podamos desplegar la superioridad de nuestra caballería o desencadenar el poderío de la falange. Tenemos enfrente una ciudad rica y poderosa, un ejército bien adiestrado que cuenta con la ventaja de su posición y que no sufre ninguna privación por el asedio. Nuestra única posibilidad es abrir una brecha lo suficientemente amplia en el recinto amurallado como para conseguir desbaratar las defensas de los veteranos de Memnón. Y esto puede hacerse únicamente a plena luz del día.

»Es nuestra fuerza contra la de ellos, nuestra inteligencia contra la suya, nuestra prudencia contra la de ellos. Nada más. ¿Sabes qué vamos a hacer ahora? Removeremos los escombros, apartaremos los bloques de piedra de la brecha hasta dejar completamente libre el terreno; luego haremos avanzar las máquinas contra el bastión redondo y lo echaremos abajo. Si levantan otro, abatiremos también éste, hasta que los hayamos empujado hasta el mar. ¿Has entendido, Pérdicas?

»Y hasta ese momento, obedecerás mis órdenes y sólo ellas. La pérdida de tus soldados es ya suficiente castigo. Ahora haré que te devuelvan sus cuerpos. Serás tú, con tu sección, el encargado de rendir las honras fúnebres, de aplacar con sacrificios sus almas resentidas. Día llegará en que podrás pagarles la deuda que tienes contraída con ellos. Ahora yo te ordeno que vivas.

Recogió la espada y se la entregó.

Pérdicas la envainó y se alzó para irse. Tenía los ojos llenos de lágrimas.