27

El gesto de Filipo y la presencia de Lisipo en la corte sirvieron para despejar por un tiempo las nubes que habían oscurecido la relación entre padre e hijo, pero Alejandro pronto se dio cuenta personalmente de lo importante que eran los lazos que unían a su padre con la joven Eurídice.

No obstante, los apremiantes compromisos de la política distrajeron tanto al rey como al príncipe de los asuntos privados de la corte.

Había llegado la respuesta del rey de los persas Arsés y era más despreciativa aún si cabe que la carta de Filipo. Se la leyó Eumenes, no bien la hubo recibido del correo.

Arsés, rey de los persas, Rey de Reyes, luz de los arios y señor de los cuatro confines de la Tierra, a Filipo el macedonio.

Lo que hiciera mi padre Artajerjes, tercero de este nombre, bien hecho está y tú lo que deberías hacer es más bien pagarnos un tributo siguiendo el ejemplo de tus antecesores, siendo como eres un vasallo nuestro.

El soberano convocó inmediatamente a Alejandro y le hizo echar un vistazo a la misiva.

—Todo marcha como había previsto: mi plan toma cuerpo en cada detalle. El persa se niega a pagar por los daños que su padre nos causó y eso es más que suficiente para declararle la guerra. Es mi sueño, que se hace realidad. Yo unificaré a todos los griegos de la madre patria y de las colonias de Oriente, salvaré la cultura helénica y la difundiré por doquier. Demóstenes no ha comprendido mi proyecto y ha combatido contra mí como si yo fuera un tirano, pero ¡mira a tu alrededor! Los griegos son libres y yo he puesto una guarnición de soldados macedonios únicamente en la acrópolis de los traidores tebanos. He protegido a los arcadios y a los mesenios, he sido varias veces el campeón del santuario de Delfos.

—¿De veras quieres ir a Asia? —preguntó Alejandro, impresionado únicamente por aquella afirmación entre todas las vanaglorias de su padre.

Filipo le miró a los ojos.

—Sí. Y lo anunciaré en Corinto a los aliados. A todos les pediré que aporten contingentes de hombres y naves de guerra para la empresa que ningún griego ha conseguido nunca llevar a cabo.

—¿Y crees que te seguirán?

—No te quepa la menor duda —repuso Filipo—. Les explicaré que la finalidad de la expedición es liberar a las ciudades griegas de Asia de la dominación de los bárbaros. No podrán echarse atrás.

—Pero ¿es ése el verdadero fin de la expedición?

—Tenemos el ejército más fuerte del mundo, Asia es inmensa y no existe límite para la gloria que un hombre puede conquistar, hijo mío —afirmó el rey.

Pocos días después llegó a Pella otro huésped, el pintor Apeles, a quien muchos consideraban en aquellos momentos el más grande del mundo entero. Le había mandado llamar Filipo para hacerse retratar junto con la reina, naturalmente con las debidas correcciones y el debido embellecimiento, en una imagen oficial que debía ser colgada en el santuario de Delfos, pero Olimpia se negó a posar al lado del marido y Apeles tuvo que espiarla de lejos para los bocetos preparatorios.

El resultado final, en cualquier caso, entusiasmó a Filipo, que le pidió al pintor que retratase también a Alejandro, pero el joven se negó.

—Quiero más bien que pintes a una amiga mía —le dijo—. Desnuda.

—¿Desnuda? —preguntó Apeles.

—Sí. Echo de menos su belleza cuando estoy lejos. Tienes que hacerme un cuadro no demasiado grande, que pueda llevar conmigo, pero muy fiel.

—Te parecerá verla en carne y hueso, mi señor —le aseguró Apeles.

Y así Kampaspe, que se decía era la más bella mujer de Grecia, posó desnuda y en todo su esplendor delante del más grande de los pintores.

Alejandro estaba impaciente por admirar el resultado de un encuentro tan extraordinario y pasaba todos los días a ver los progresos de la obra, pero pronto se dio cuenta de que no había progreso alguno, o casi. Apeles seguía haciendo bocetos y borrándolos para trazar otros nuevos.

—Pero este cuadro es como la tela de Penélope —observó el joven—. ¿Qué es lo que no funciona?

Apeles estaba evidentemente incómodo. Miraba a la bellísima modelo y a continuación a Alejandro, para volver de nuevo los ojos hacia la muchacha.

—¿Qué es? —repitió el príncipe.

—El hecho es... El hecho es que no puedo soportar la idea de separarme de tan espléndida belleza.

Alejandro miró a su vez a Kampaspe y al maestro e intuyó que en aquellas largas sesiones no se habían ocupado tan sólo del arte pictórico.

—Comprendo —dijo.

Pensó en aquel momento en Leptina, que tenía siempre los ojos rojos de llanto, y pensó que mujeres igual de hermosas no le faltarían en el futuro. Consideró asimismo el hecho de que Kampaspe se volvía cada día más petulante y pretenciosa. Entonces se acercó al pintor y le susurró al oído:

—Tengo una propuesta para ti. Si me regalas el cuadro, yo te dejo a la muchacha para ti. Siempre y cuando, claro está, ella no tenga ningún inconveniente.

—Oh, mi señor... —balbuceó el gran artista conmovido—. No sé cómo expresarte mi agradecimiento. Yo... yo...

El joven príncipe le dio una palmada en un hombro:

—Lo importante es que seáis felices y que el cuadro salga bien.

Luego abrió la puerta y se fue.

Filipo y Alejandro se dirigieron a Corinto hacia finales del verano y fueron hospedados a cargo de la ciudad. La elección del lugar no tenía nada de casual: fue en Corinto donde ciento cincuenta años antes los griegos habían jurado resistir al invasor persa y de allí tenía que partir un nuevo juramento que uniera a todos los griegos del continente y de las islas en una gran expedición a Asia. Una empresa que haría palidecer la gloria de la guerra de Troya cantada por Homero.

En un apasionado discurso ante los delegados, Filipo volvió a evocar todas las fases de la contienda entre Europa y Asia, sin olvidar tampoco los episodios de la mitología; recordó a los muertos de Maratón y de las Termópilas, el incendio de la acrópolis de Atenas y de sus templos. Aunque se tratase de acontecimientos acaecidos varias generaciones antes, permanecían no obstante vivos en la cultura popular, en parte porque Persia no había dejado jamás de entrometerse en los asuntos internos de los estados griegos.

Pero más que estos desvaídos recuerdos de las invasiones persas fue la decisión de Filipo la que les convenció, la conciencia de que no había opción contra su voluntad y que su modo de hacer política contemplaba también la guerra. La triste suerte de Tebas y de sus aliados estaba aún ante los ojos de todo el mundo.

Finalmente la asamblea confirió al rey de los macedonios la misión de caudillo panhelénico para una gran expedición contra Persia, aunque muchos de los delegados pensaban que se trataba de una bonita idea propagandística. Se equivocaban.

Alejandro tuvo ocasión en aquellos días de visitar Corinto, que no había visto nunca antes. Subió en compañía de Calístenes a la acrópolis, prácticamente inexpugnable, y admiró los magníficos templos de Apolo y de Poseidón, el dios del mar protector de la ciudad.

Se quedó impresionado sobre todo por el «trineo naval», un espectacular artilugio que permitía a las naves pasar del golfo de Egina al golfo de Corinto atravesando el istmo de tierra que los separaba, evitando así la circunnavegación del Peloponeso con sus penínsulas de cortantes escollos.

Se trataba de una rampa de madera, untada continuamente de grasa de buey, que ascendía del golfo de Egina, alcanzaba la cima del istmo y descendía por el otro lado del golfo de Corinto. La nave que debía pasar era arrastrada por la rampa por unos bueyes hasta el punto más alto y se detenía allí en espera de que llegase otra nave que le enganchaban detrás.

En aquel punto la nave ya en lo alto era empujada hacia abajo de modo que, al descender, arrastraba hacia arriba a la segunda, la cual, al propio tiempo, con su peso aminoraba el descenso de la primera. A la segunda nave, una vez en lo alto, se enganchaba una tercera, mientras que la primera podía tomar rumbo mar adentro, y así sucesivamente.

—¿Nunca ha pensado nadie en excavar un canal para unir ambos golfos? —preguntó Alejandro a sus huéspedes corintios.

—De haber querido los dioses que el mar estuviese donde se halla la tierra, habrían hecho del Peloponeso una isla, ¿no crees? —repuso su guía—. Recuerda lo que le sucedió al Gran Rey de los persas en tiempos de la invasión de Grecia: construyó un puente sobre el mar para hacer pasar a su ejército por los estrechos y cortó con un canal la península del monte Athos para que su flota navegara, pero luego fue duramente derrotado, por tierra y por mar, en castigo por su presunción.

—Es cierto —hubo de admitir Alejandro—. En cierta ocasión mi padre me llevó a ver aquella enorme zanja y me habló de la empresa del Gran Rey. Por eso he pensado en un canal.

Le dijeron también que en las cercanías vivía Diógenes, el célebre filósofo cínico del que se contaban historias increíbles.

—Lo sé —replicó Alejandro—. Aristóteles me enseñó las teorías de los cínicos. Diógenes considera que únicamente privándose de todo lo que es superfluo puede liberarse uno de todo tipo de deseo y, por tanto, de todo tipo de infelicidad.

—Una extraña teoría —intervino Calístenes—. Privarse de todo para alcanzar, no la felicidad, sino únicamente la imperturbabilidad, me parece un ejercicio más bien necio, aparte de una completa pérdida de tiempo. Sería como quemar madera para vender las cenizas, ¿no te parece?

—Puede ser —dijo Alejandro—. Y sin embargo me gustaría conocerle. ¿Es cierto que vive dentro de una tinaja de aceite?

—Es muy cierto. Durante el último conflicto, cuando las tropas de tu padre estrechaban su cerco sobre nosotros, todos los ciudadanos se hallaban ocupados en reforzar las murallas y corrían de aquí para allá atareados. De pronto Diógenes se puso a empujar su tinaja pendiente arriba, para luego hacerla rodar hacia abajo y volverla a empujar nuevamente hacia arriba. «Pero ¿por qué haces eso?», le preguntaron. Y él respondió: «Por ningún motivo especial. Pero veo a los demás tan atareados que me parece mal estar de brazos cruzados». Eso os dice todo del hombre. Sólo tenéis que pensar que no tenía más utensilio que una escudilla para sacar agua de la fuente, pero un día vio a un niño que bebía juntando las manos y se desprendió también de la escudilla. Pero ¿de veras querrías conocerle?

—Sí, por favor —repuso Alejandro.

—Si tanto interés tienes... —resopló Calístenes con aire de suficiencia—. El espectáculo no será de lo más agradable que digamos. ¿Sabes por qué Diógenes y sus discípulos son conocidos como «cínicos», no? Porque según sus teorías nada de lo que es natural es obsceno y, por tanto, lo hacen todo a la vista del público, como los perros.

—En efecto —confirmó su guía—. Venid, pues puede decirse que no vive muy lejos de aquí. Está a la vera del camino, donde puede recibir más fácilmente las limosnas de los caminantes.

Caminaron un poco por la calle que llevaba del «trineo naval» hasta el santuario de Poseidón y Alejandro fue el primero en verle, desde lejos.

Era un viejo de unos setenta años, completamente desnudo, y estaba apoyado de espaldas a una gran orza de terracota dentro de la cual podían entreverse una yacija de paja y un pedazo de manta. El cubil de Peritas, pensó Alejandro, era seguramente mucho más confortable. Sentado en el suelo había un perrito, un bastardillo que probablemente comía con él en la misma escudilla y compartía su yacija.

Diógenes tenía los brazos apoyados en las rodillas y la cabeza reclinada hacia atrás contra su miserable habitáculo, dejando calentar sus arrugados miembros por el último sol del estío. Estaba casi completamente calvo, pero le había crecido el pelo en la nuca hasta llegarle a media espalda. Tenía el rostro demacrado, surcado por muchas y profundas arrugas y enmarcado por una barbilla rala y poco crecida, los pómulos salientes y unas profundas ojeras bajo una frente despejada y en cierto modo luminosa.

Mantenía los ojos completamente cerrados y estaba absolutamente inmóvil.

Alejandro se detuvo ante él y se quedó mirándole largo rato en silencio, sin que él diese la menor señal de haber advertido su presencia y sin abrir siquiera un momento los ojos.

El joven príncipe se preguntaba qué podía estar pasando detrás de aquella despejada frente, de aquel poderoso cráneo apoyado sobre aquel frágil cuello, sobre aquel cuerpo endeble y macilento. ¿Qué le había llevado, tras una vida dedicada a indagar acerca del espíritu humano, a yacer desnudo y pobre por los caminos, a convertirse en objeto de irrisión y de compasión de los caminantes?

Se sintió conmovido por aquella orgullosa pobreza, por aquella sencillez absoluta, por aquel cuerpo que cuando se presentara la muerte quería que le encontrase despojado de todo, como en el momento de nacer.

Le habría gustado que hubiese estado Aristóteles con él, habría querido ver a aquellas dos mentes batirse en duelo al sol como campeones con la lanza y la espada y le habría gustado decirle cuánto le admiraba. Se le escapó, en cambio, una frase desafortunada:

—Salve, Diógenes. Quien tienes ante ti es Alejandro de Macedonia. Pídeme lo que quieras y estaré encantado de dártelo.

El viejo abrió su desdentada boca.

—¿Cualquier cosa? —preguntó con una vocecita estridente, sin siquiera abrir los ojos.

—Cualquier cosa —repitió Alejandro.

—Entonces, apártate, que no me dejas ver el sol.

Alejandro se apartó inmediatamente y se sentó a su lado, como un postulante.

Se volvió hacia Calístenes.

—Déjanos solos. No sé si va a decirme nada más, pero si lo hace serán palabras que no pueden ser escritas, amigo mío.

Calístenes vio que tenía los ojos relucientes.

—Tal vez tienes razón, tal vez todo no es más que una pérdida de tiempo, como quemar leña para vender la ceniza, pero yo daría cualquier cosa por saber qué es lo que pasa detrás de esos párpados cerrados. Y créeme, si no fuera quien soy, si no fuese Alejandro, quisiera ser Diógenes.