Alejandro hubiera querido detenerse el mínimo indispensable y volver a partir enseguida en persecución de Darío, pero tuvo que quedarse a despachar una cantidad de compromisos y sobre todo a escribir: a su madre que continuaba lamentándose de cómo era tratada por Antípatro, a Antípatro que había ganado la guerra con Esparta pero que era cada vez más crítico con respecto a Olimpia; y, finalmente, a todos sus sátrapas y gobernadores.
—¿Cómo piensas resolver este asunto entre el regente y tu madre? —le preguntó Eumenes mientras sellaba la carta—. No puedes seguir fingiendo que no pasa nada.
—No, no puedo. Pero el regente tiene que comprender que una lágrima de mi madre vale más que mil de sus cartas.
—Pero esto no es justo —rebatió el secretario—. El regente tiene pesadas responsabilidades y necesita estar tranquilo.
—Tiene también todo el poder y mi madre, a fin de cuentas, es la reina de Macedonia. Hay que comprenderla también a ella.
Eumenes sacudió la cabeza, dándose cuenta de que no había nada que hacer. Por otra parte, el rey no veía a su madre desde hacía ya cuatro años y era comprensible que recordase de ella únicamente los aspectos gratos. Y sentía asimismo una gran nostalgia por su hermana Cleopatra, a la que no dejaba de escribir cartas de una gran ternura.
Cuando hubieron terminado de despachar la correspondencia, Alejandro dijo:
—He decidido licenciar a los aliados griegos.
—¿Por qué? —preguntó Eumenes.
—La liga panhelénica está de nuevo firmemente en nuestras manos y tenemos bastante dinero para enrolar a cualquier ejercito que nos sea útil. Además los griegos, una vez en casa, contarán lo que han visto y hecho, y esto tendrá una influencia enorme sobre la gente, mucho más que la Historia que está escribiendo Calístenes.
—Pero son guerreros formidables y...
—Están cansados, Eumenes, y el camino que nos espera es todavía largo. Podría llegar el momento en que se sintieran demasiado lejos de casa y podrían tomar decisiones irreflexivas en el momento equivocado. Prefiero prevenir todo esto. Reúneles mañana al amanecer fuera del campamento.
Los griegos habían comprendido por muchos indicios que les aguardaba algo importante: a la hora antelucana, recibieron la orden de preparar los bagajes y los carros de transporte y de ponerse la armadura perfectamente bruñida.
Alejandro se presentó a lomos de Bucéfalo, armado hasta los dientes, flanqueado por su guardia. Esperó a que los primeros albores hicieran brillar las armas de los hoplitas y comenzó a hablar:
—¡Aliados! Vuestra contribución a nuestra victoria ha sido de gran importancia, en ciertos casos determinante. Ninguno de nosotros olvida que fue la infantería griega, en la jornada de Gaugamela, la que resistió en el ala derecha los continuos asaltos de Beso y de sus jinetes medos. Habéis sido arrojados, valerosos, leales a vuestro juramento de servir a la liga panhelénica y a su comandante supremo. Habéis hecho realidad lo que ningún griego, ni siquiera los que tomaron parte en la guerra de Troya, pudo ver cumplido: conquistar Babilonia, Persépolis, Ecbatana.
»Ha llegado para vosotros la hora de disfrutar de los frutos de vuestro compromiso. Os libero de vuestro juramento y os licencio. Cada uno de vuestros oficiales recibirá un talento, cada soldado treinta minas de plata, aparte del dinero para pagar vuestros gastos de viaje de aquí hasta Grecia. ¡Os estoy agradecido; volved con vuestras familias, con vuestros hijos, a vuestras ciudades!
Alejandro se esperaba una explosión de júbilo y de aplausos y en cambio oyó un murmurllo difuso que pronto se convirtió en una animada discusión.
—¿Qué ocurre, soldados? —gritó entonces estupefacto—. ¿No os pago bastante? ¿No estáis contentos de volver?
Un oficial que frisaría en los cuarenta, un tal Heliodoro de Egión, se adelantó y dijo:
—Rey, te damos las gracias por todo y estamos contentos de que valores nuestra ayuda. Pero sentimos tener que dejarte. —Alejandro le miró incrédulo—. Porque combatiendo a tu lado hemos llevado a cabo gestas que ningún soldado soñaría en realizar. Muchos de nosotros se preguntan qué cosas no harás todavía, qué tierras conquistarás aún, qué lejanos lugares le será dado ver a quien sirva bajo tu estandarte. Es cierto que muchos aceptarán tu invitación y volverán a sus casas, con alegría por un lado, pero con el corazón lleno de tristeza por el otro, porque en todo este tiempo han aprendido a admirarte y a quererte.
»Otros no tienen familia o, si la tienen, creen que es para ellos más importante seguirte adonde tú quieras conducirles y luchar honorablemente arriesgando su vida si fuera preciso. Si los aceptas, estos hombres prefieren quedarse.
Una vez que hubo terminado de hablar, retrocedió a las filas al lado de sus compañeros.
—Hombres como vosotros —respondió Alejandro— hay pocos y me sentiré honrado si alguno quiere quedarse. Pero quien se quede no estará aquí como aliado enviado por su ciudad, sino por razones privadas, como soldado de oficio. Le ofreceré una suma de seiscientos dracmas por toda la campaña y, si cayera en combate, dicha suma será entregada a su familia. Quien quiera quedarse que dé tres pasos al frente de la primera línea, y los demás pueden partir en cualquier momento con mi gratitud, mi amistad y mi afecto.
Los hombres golpearon largo rato las lanzas contra los escudos vitoreando el nombre del rey, como verdaderos soldados macedonios. Luego aquellos que querían quedarse dieron tres pasos al frente de la primera fila y Alejandro pudo ver que eran casi la mitad.
Aquel mismo día, los griegos que volvían a casa emprendieron viaje marchando entre las dos alas de la infantería y de la caballería formadas para el último saludo, mientras sonaban las trompas en señal de licenciamiento. Y cuando Parmenión en persona ordenó «¡Presenten... armas!», muchos de aquellos hombres, hechos a todo tipo de peligros y de excesos, tenían lágrimas en los ojos.
Tan pronto como hubieron desaparecido tras el primer recodo del camino y se hubo apagado el sonido de los tambores que marcaba su paso, Alejandro hizo sonar de nuevo las trompas y el ejército, tras realizar una amplia conversión, se puso en marcha tras los pasos del Gran Rey. Oxatres, que conocía unos atajos, se ofreció a ir por delante con dos de sus mercenarios escitas y partió al galope.
El ejército avanzaba por una vasta planicie donde podían verse pequeños antílopes y cabras salvajes y donde por la noche se oía, de vez en cuando, el rugido del león. El ritmo de marcha era casi insoportable: muchos infantes tuvieron que detenerse a causa de sus pies llagados y no pocas bestias de carga se desplomaron agotadas bajo el peso de la impedimenta, extenuadas por el esfuerzo, pero Alejandro no atendía a razones y seguía pidiendo que avanzaran cada vez más deprisa, durmiendo sólo unas pocas horas por la noche sin montar las tiendas, para no dar tregua a Darío.
Les recordaba a todos los veteranos cómo habían alcanzado una vez Tebas desde la riberas del río Istro en tan sólo trece días de marcha, y él mismo dormía de noche en el suelo junto con ellos cubriéndose únicamente con el manto militar. En ocasiones existía la posibilidad de encontrar refugio en los caravasares diseminados a lo largo del camino que conducía hacia las provincias orientales, pero se trataba de estructuras de capacidad limitada, donde eran albergados los enfermos o los más duramente castigados por el esfuerzo.
El aire se hacía cada vez más fino y cortante, especialmente al atardecer, y Eumenes había recobrado la costumbre de ponerse los pantalones, con los se sentía mucho mejor. Durante seis días de marchas forzadas hacia el este bordearon una imponente cadena montañosa rematada por una cima tan alta como no habían visto nunca otra, cubierta de nieve, hasta que llegaron a la entrada de un desfiladero llamado las Puertas Caspias. Se trataba de una garganta, al fondo de la cual corría un torrente, flanqueado por unas paredes tan escarpadas que a duras penas los agrianos hubieran podido escalarlas.
—Si nos tienden una emboscada aquí —dijo El Negro— pueden hacernos pedazos.
Y parecía imposible que el rey Darío no aprovechara aquella ventaja. Alejandro miró hacia lo alto las pinas paredes y el lento revolotear de un águila.
—¿Crees que hay alguien allá arriba?
—No hay manera de saberlo.
—Los agrianos.
—Les mandaré inmediatamente en misión de reconocimiento.
Poco después los soldados, desde el fondo de la garganta, miraban nariz en alto las acrobacias de los exploradores agrianos que trepaban por las pendientes rocosas, que excavaban a veces, con los picos, estrechos pasos para avanzar por el borde de torrenteras escarpadas y luego volver a subir con infatigable aliento. Uno de ellos, poco antes de alcanzar la cima, perdió pie mientras trataba de agarrarse con la mano a un saliente y se precipitó al vacío despanzurrándose contra las rocas. Sus compañeros siguieron subiendo, pero otro grupo se destacó del hondo valle y subió hasta el lugar donde el destrozado cadáver había quedado encajonado entre dos rocas. Lo cogieron y lo arrastraron con gran peligro al valle, luego prepararon unas parihuelas, le acomodaron en ellas y lo cubrieron con un manto en espera de reanudar la marcha.
Los otros, entre tanto, cerca de una veintena, habían llegado a la cima y con el cuerno daban la señal de que se podía avanzar. El ejército progresó de ese modo sin que los soldados del Gran Rey hicieran nada por oponer resistencia y, a la primera parada, los agrianos celebraron las exequias de su compañero caído. Le pusieron sobre una pira de ramas de pino y le quemaron cantando a coro una lúgubre nenia. Luego, tras haber guardado en una urna sus cenizas con las armas y la fíbula del manto, se embriagaron y armaron gran algarabía el resto de la noche.