Alejandro velaba en la noche: la suerte de su duelo con Memnón había sido tan incierta hasta el último momento, al punto de sentirse en más de un momento al borde de la derrota y de la humillación, que de ningún modo habría conseguido pegar ojo.
Sus hombres había encendido una hoguera en el adarve y el rey esperaba las primeras luces del amanecer con todos los sentidos exacerbados. Era una noche oscura, la ciudad entera se hallaba sumida en las tinieblas y en el silencio: los únicos fuegos ardían en la amplia brecha defendida por sus soldados, en el bastión de ladrillo ocupado por los agrianos y al pie de la gran torre de madera. Él estaba visible, mientras que el enemigo permanecía oculto.
¿Cuántos eran aún? ¿Cuántos hombres armados se escondían en la sombra? Acaso estaban preparando una emboscada, o tal vez Memnón esperaba refuerzos por mar.
En el momento en que tenía el triunfo al alcance de la mano, el rey presentía que la fortuna podía burlarle de nuevo; hasta el último momento el comandante enemigo podía idear una nueva estratagema. Más adulto y experto que él, había conseguido en todo momento plantarle cara, devolviendo golpe por golpe o incluso anticipándose a sus movimientos.
Aquella noche Alejandro había dado orden de que fuera inmediatamente ajusticiado cualquiera que bebiera un solo sorbo de vino, ya fuera soldado raso o general, y que se mantuvieran todos armados y en orden de combate.
Grupos de soldados con antorchas encendidas hacían la ronda de continuo desde una puerta a la otra, hasta la poterna, y se daban voces unos a otros para mantenerse en contacto. De todos los comandantes, Pérdicas era el más vigilante. Después de una jornada pasada en continuos y extenuantes combates, después de haber guiado entre las llamas el ariete que había asestado el golpe definitivo a las murallas de Halicarnaso, no se había concedido un segundo de tregua: iba de un puesto de guardia a otro, sacudía a los hombres a los que vencía el sueño, provocaba a los jóvenes a redimirse del mal papel hecho en la batalla frente a los veteranos que, más viejos que ellos, habían conseguido no obstante hacer cambiar las tornas de la contienda.
Alejandro le miraba y acto seguido miraba a Leonato, gigantesco en la oscuridad, apoyado en su lanza, y a Tolomeo, que pasaba a caballo por la llanura con los jinetes de la guardia personal para prevenir ataques del exterior, y a Lisímaco, firme cerca de las catapultas, poniendo a prueba de vez en cuando el nervio de sus tropas. Más lejos, cerca del vivaque, veía la melena canosa de Parmenión. Como un viejo león que se había mantenido aparte y había ahorrado sus fuerzas y las de sus hombres, en espera de asestar el zarpazo que aniquilase al adversario.
Trataba a veces de pensar en otras cosas para distraer su mente, para aliviar su corazón, cosas distintas de la guerra y de la fatiga de la lucha: pensaba en Mieza y en los ciervos que pacían a lo largo de las orillas floridas del río, o en Diógenes desnudo, que sin duda en aquel momento estaría durmiendo tranquilo dentro de su tinaja a orillas del mar, en compañía del perrito con el que compartía la comida y la yacija. Y le arrullaba el rumor de la resaca que acariciaba los cantos rodados de la orilla. ¿Qué sueños visitaban en aquel momento el sueño del viejo sabio? ¿Qué misteriosas visiones?
Y pensaba también en su madre, y cuando se la imaginaba sentada en su aposento solitario leyendo las poesías de Safo, sentía que pervivía aún en él un niño escondido, el niño que se estremecía instintivamente por la noche si el canto de un ave nocturna resonaba en el profundo y vacío cielo.
Así transcurrió un rato que le pareció eterno. Volvió de pronto a la realidad cuando una mano se posó sobre uno de sus hombros.
—¿Eres tú, Hefestión?
El amigo le ofreció una escudilla de sopa caliente.
—Come algo. Leptina la ha preparado para ti y la ha mandado hasta aquí por medio de un mensajero.
—¿De qué es?
—Sopa de habas. Es buena, yo he probado una cucharada.
Alejandro comenzó a comer.
—No está mal. ¿Te dejo una poca?
Hefestión asintió.
—Como en los viejos tiempos, cuando estábamos en la montaña, en el destierro.
—Es cierto. Pero ¿quién vio entonces jamás una sopa caliente?
—Es verdad.
—¿Echas de menos aquellos tiempos?
—No, no, seguro. Pero los recuerdo con gusto. Estábamos solamente nosotros dos contra todo el mundo. —Apoyó una mano sobre su cabeza y le alborotó los cabellos—. Ahora es distinto. A veces me pregunto si volverá a suceder alguna otra vez.
—¿El qué?
—Que emprendamos un viaje tú y yo a solas.
—¿Quién sabe, amigo mío?
Hefestión se inclinó para atizar el fuego con la punta de la espada y Alejandro vio que un pequeño objeto reluciente le colgaba del cuello: un diente de leche, un minúsculo incisivo, en una funda de oro, y recordó el día en que, siendo un niño, se lo había dado como prenda de amistad eterna. «¿Hasta la muerte?», había preguntado Hefestión. «Hasta la muerte», había respondido él.
Resonaba en aquel momento la llamaba de un centinela que daba la voz a sus compañeros que le protegían a derecha e izquierda. Hefestión se alejó para continuar su ronda de inspección. Alejandro le vio desaparecer en la oscuridad y tuvo la sensación, bastante clara e intensa, de que si había de haber para ellos dos solos un viaje, en un futuro, éste sería hacia una región misteriosa, envuelta en la oscuridad.
Pasó un rato más y se oyeron las llamadas del segundo turno de guardia. Debía de ser alrededor de medianoche. Alejandro se estremeció al oír un ruido de pasos y se frotó los cansados ojos. Era Eumenes.
El secretario general tomó asiento cerca de él y parecía mirar fijamente el fuego.
—¿Qué miras? —preguntó el soberano.
—El fuego —repuso Eumenes—. No me gusta.
El rey se volvió hacia él con una expresión de sorpresa.
—¿Qué es lo que le pasa a este fuego?
—Las llamas se vuelven hacia nosotros, el viento ha cambiado de dirección. Ahora sopla del mar.
—Como cada noche a esta hora, si no me equivoco.
—Por supuesto. Pero esta noche es distinto.
Alejandro le miró de hito en hito, y de repente un pensamiento espantoso cruzó por su mente. Casi en el mismo instante un grito de alarma a su derecha le confirmó lo que había intuido: comenzaba a extenderse en aquel momento un incendio en la base de la gran torre de madera.
—¡Otro ahí! —vociferó Eumenes apuntando con el dedo hacia una casa precisamente enfrente de ellos, a un centenar de pies de distancia.
Del lado izquierdo llegó la voz de Pérdicas:
—¡Alarma! ¡Alarma! ¡Hay fuego!
Llegó Lisímaco a todo correr.
—¡Quieren asarnos! —dijo sin resuello—. Están incendiando todas las casas que se encuentran al abrigo de la brecha y del muro de ladrillo. ¡Y la torre de madera está ardiendo como una antorcha, mira!
Alejandro se puso en pie como movido por un resorte: Memnón estaba jugando su última baza confiando en el viento favorable.
—¡Rápido! Tenemos que impedir que enciendan otros focos. Mandad a los incursores, a los «portadores de escudo», a los tracios y a los agrianos. Dad muerte a todos cuantos sorprendáis prendiendo fuego.
Entretanto, sus compañeros estaban acudiendo para recibir órdenes. Estaban también Seleuco, Filotas, Leonato y Tolomeo.
—¡Escuchadme! —gritó con fuerte voz Alejandro para que se le oyera a pesar del rugido de las llamas que el viento propagaba cada vez más altas hacia ellos—. Tú, Seleuco, y tú, Leonato, coged la mitad de los pezetairoi, pasad a través del barrio en llamas y formad del otro lado, pues hemos de prevenir un contraataque. Está claro que quieren recuperar el control de la brecha.
»¡Tolomeo y Filotas, formad al resto de las tropas detrás de la brecha para defender todas las puertas! No quiero sorpresas por la espalda. ¡Lisímaco, haz retroceder las balistas y catapultas o acabaran destruidas por el desmoronamiento de la torre! ¡Vamos, ahora mismo!
La torre de madera estaba ya completamente envuelta por las llamas y el viento que arreciaba traía lenguas de fuego hasta lamer el sector de poniente de la brecha. El calor se estaba haciendo insoportable y el resplandor de la inmensa antorcha difundía una viva claridad en una amplia zona alrededor de las murallas, de modo que los arqueros agrianos se veían favorecidos a la hora de distinguir a los incendiarios y de traspasarles con sus flechas. Devoradas por la pira, las vigas del basamento cedieron y el enorme entramado se precipitó al suelo con espantoso fragor levantando una columna de humo de trescientos pies de altura, más alta que cualquier torre y edificio de toda la ciudad.
Alejandro hubo de retirarse a causa del calor de su punto de observación, pero se atrincheró en la torre siguiente, en las cercanías de la poterna, donde en cualquier caso podía dominar la situación. Desde allí enviaba a los mensajeros a los diferentes sectores y recibía en cada momento noticias sobre cuanto estaba sucediendo.
Ordenó a Lisímaco que empleara las catapultas para derruir las casas vecinas a los edificios en llamas y acotar el incendio: inmediatamente el granizar de grandes piedras disparadas por las máquinas de guerra aumentó el estruendo y la confusión de aquella noche infernal.
Pero los contraataques del rey se revelaron acertados. El rastreo de los incursores y de los agrianos puso fin a la labor de los incendiarios, mientras que la infantería pesada formada al otro lado del barrio que había ardido desalentó cualquier intento de las tropas persas y de los mercenarios de Memnón de sorprender al ejército macedonio trastornado por la violencia de las llamas.
Eumenes había hecho venir a un gran número de gastadores y zapadores del campamento y los había puesto a echar tierra, arena y pedregullo sobre los focos que aún ardían, y poco a poco los incendios habían sido circunscritos o controlados. La torre de madera que tantos esfuerzos había costado levantar estaba reducida a un gran montón de cenizas y de brasas del que asomaban, aquí y allá, gruesos maderos carbonizados y humeantes.
Al rayar el día, el primer rayo de sol golpeó de lleno la cuadriga dorada en la cima del Mausoleo, mientras que el resto de la ciudad estaba aún en la sombra. Luego, a medida que el disco solar asomaba por detrás de los montes, el cono de luz descendió sobre la gran pirámide escalonada y sobre el friso multicolor de Escopas y Briaxis, e incendió la fastuosa columnata jónica, las volutas doradas, los fustes acanalados, perfilados de oro sobre el fondo de púrpura.
En aquel alborozo de colores, en aquel triunfo de luz cristalina, el silencio espectral que envolvía a Halicarnaso producía estremecimientos. ¿Era posible que ni siquiera las madres llorasen a sus hijos caídos en combate?
—¿Es posible? —preguntó Alejandro a Eumenes que se le había acercado.
—Sí que es posible —replicó el secretario—. Nadie llora a un mercenario. No tiene ni madre ni padre, y tampoco amigos. Únicamente tiene su lanza, con la que se gana el pan más duro y más amargo.