Alejandro a Sisigamis, Gran Madre Real, ¡salve!
Tu hijo Darío ha muerto. No por mi mano, ni de ninguno de mis hombres, sino por mano de sus propios amigos, que lo han asesinado, abandonándole junto al camino en la ruta de Hecatómpilos.
Cuando le encontré respiraba aún, pero no pudimos hacer nada por ayudarle, salvo jurar vengar su muerte ignominiosa. Su último pensamiento fue sin ninguna duda para ti, tal como lo es ahora el mío. Esta muerte es una ofensa para mí como lo ha sido para él porque nos ha privado a ambos de un leal combate, cara a cara, que dejase un vencedor y un vencido y rindiese honor en cualquier caso al desafortunado valor del perdedor.
Ahora te lo mando a ti, para que puedas estrecharle contra tu pecho por última vez y llorarle mientras le acompañas a su última morada. Su cuerpo ha sido preparado para que pueda afrontar, incorrupto, el largo viaje hasta las rocas de Persépolis, donde está lista para acogerle la tumba que se hizo excavar en la roca al lado de los demás reyes.
Dispón tú las más solemnes exequias. En cuanto a mí, no cejaré hasta haber dado con los asesinos y vengado su muerte. Para una madre no hay dolor más grande que perder a un hijo, pero, te ruego que no me odies. A ti los dioses te conceden, en cualquier caso, el poder llorarle y darle sepultura según la costumbre de tus mayores. A mi madre, que hace años que me espera, tal vez ni siquiera esto le sea concedido.
Sisigambis cerró la carta y lloró largamente en la intimidad de su aposento; luego llamó a los eunucos y les ordenó que prepararan la litera y las caballerías, las ropas de luto y las ofrendas fúnebres. Al día siguiente se puso en viaje a través del país de los uxios en favor de los que había intercedido ante Alejandro para que no fueran expulsados de su tierra.
Cuando corrió el rumor de que la reina madre subía a Persépolis para dar sepultura a su hijo, el pueblo entero se congregó a lo largo del sendero: hombres, mujeres, viejos y niños acogieron en silencio a la anciana soberana rota de dolor y le dieron escolta hasta el confín de su tierra, hasta el límite de la meseta desde la cual se veían ahora las ruinas de la capital quemada, las columnas del luminoso palacio del solsticio, troncos petrificados de un bosque devorado por el fuego.
Se detuvo ante las puertas de la ciudad destruida, hizo levantar la tienda y ayunó allí hasta el día en que vio aparecer, al fondo del camino que llegaba de Ecbatana, el carro tirado por cuatro caballos negros que transportaba el cuerpo de su hijo.
Alejandro reanudó inmediatamente la persecución de Beso y de sus cómplices llegando al cabo de un día a la ciudad llamada Hecatómpilos, donde el comandante persa se rindió sin presentar batalla, y desde ahí también llegó a Zadracarta, en el país de los hircanios. Delante de ellos se abría ahora la inmensa llanura del mar Caspio.
El rey se apeó del caballo y comenzó a pasear descalzo por entre los cantos rodados de la orilla, mojados por las olas, y los compañeros le seguían asombrados y perplejos delante de aquel confín líquido que señalaba al norte el límite extremo de su marcha.
—¿En qué parte del mundo estamos, según tú? —preguntó Leonato a Calístenes cuando se encontraron frente al mar.
—Dame tu lanza —repuso el historiador.
Leonato se la dio con una expresión de perplejidad. Calístenes la hincó en el suelo lo más recta que pudo y luego midió con sumo cuidado la sombra.
—Aproximadamente a la altura de Tiro, pero no sabría decirte a qué distancia.
—¿Y dónde termina este mar?
Calístenes paseó su mirada por la vasta extensión marina que se teñía de rojo bajo los rayos del sol poniente y luego se volvió hacia Nearco, que se acercaba en aquel momento y tal vez supiera dar una respuesta a aquel interrogante. El navarca se inclinó, recogió una piedra de la orilla y la lanzó al agua haciendo florecer una rosa de círculos concéntricos que fueron a romper en la arena. Respondió:
—Esto nadie lo sabe, pero si pudiera construir una flota me gustaría llevarla más allá del horizonte que cierra nuestra mirada, allí abajo hacia el septentrión. Descubrir si es un golfo del Océano septentrional como muchos dicen, o si es un lago.
Mientras hablaban, se oyó como un alboroto procedente del campamento y luego un ruido cada vez más fuerte, gritos exultantes, cantos de francachela.
Alejandro se volvió.
—¿Qué sucede en el campamento?
—No lo sé —repuso Leonato recuperando su lanza.
—Entonces, ve a ver.
Leonato saltó a caballo, se lanzó al galope hacia el campamento; a medida que se acercaba, oía los gritos y los cantos cada vez más fuertes y claros. Luego comprendió el origen de toda aquella alegría: los soldados que habían tenido conocimiento de la muerte de Darío pensaban que la guerra había terminado y había corrido el rumor de que finalmente se volvía a casa. Festejaban, bebían y bailaban fuera de sí por el júbilo, cantaban las viejas canciones macedonias que parecían haber ya olvidado y preparaban los bagajes para el largo viaje de vuelta.
Leonato saltó a tierra y paró al primero que pasó por delante de él: un miembro de la falange de la infantería de los pezetairoi.
—¿Qué está sucediendo aquí, por Heracles?
—Volvemos a casa, ¿o es que no lo sabes? ¡La guerra ha terminado!
—¿Que ha terminado? ¿Y quién ha dicho que ha terminado?
—Lo dice todo el mundo. Darío ha muerto y la guerra ha terminado. ¡Volvemos a casa, volvemos a casa!
—¡Idiota! —le espetó Leonato a la cara—. Diles a todos esos imbéciles que se calmen y que acaben con esta escandalera. Sólo hay un hombre que puede decir cuándo ha terminado la guerra, y ése no es otro que Alejandro. ¿Entendido? ¡Alejandro! Y él no ha dicho nada de esto, puedo asegurártelo.
Le dejó plantado como alelado en medio del campamento y de la confusión cada vez más ensordecedora de aquella fiesta fuera de lugar y volvió precipitadamente adonde estaba el rey.
—¿Qué es lo que pasa? —le preguntó Alejandro.
Leonato saltó a tierra y trató de explicar lo que había visto.
—Pues, no sé cómo decirte...
—¡Por Heracles, habla! ¿Qué está pasando en mi campamento?
—No se sabe cómo, ha corrido la voz de que la guerra ha terminado y que volvemos a casa... Desde el momento que licenciaste a los griegos, pensaron que ahora les tocaría a ellos, en vista de que Darío ha muerto. Los hombres están de francachela y...
Alejandro saltó inmediatamente sobre su caballo y se precipitó hacia el campamento. Apenas hubo entrado, llamó con un gesto a los trompeteros y hizo tocar a reunión, dos veces. El estruendo se apagó, transformándose en un vago murmullo; luego los hombres, en grupos, por unidades o en pequeñas partidas se reunieron en medio del campamento en torno al podio de la asamblea. Alejandro, rodeado de sus compañeros, estaba erguido en el centro, con expresión sombría. Levantó la mano para pedir silencio y comenzó:
—¡Soldados! ¿Qué estáis haciendo? ¡Vamos, responded, haced que se adelanten vuestros comandantes y decidme qué estáis haciendo!
El murmullo volvió a crecer y se veía que todos eran presa del espanto por aquel inesperado enfriamiento de su exultante júbilo. Uno a uno se fueron adelantando los comandantes de las diferentes unidades, se consultaron entre ellos unos instantes al pie del podio y luego habló uno en nombre de todos:
—Rey, después de que licenciaste a los aliados griegos, se extendió la noticia de que licenciarías también a los tesalios y ellos se han puesto a preparar los bagajes. Ahora, puesto que todo el mundo sabe que Darío ha muerto, hemos pensado que la guerra había terminado y que nos llevarías a casa también a nosotros. Los hombres se han puesto a celebrarlo. Tienen ganas de volver con sus mujeres e hijos, a los que no ven desde hace cuatro años.
—Es cierto —repuso Alejandro—. Tengo intención de licenciar a los tesalios igual que licencié a los griegos. Son nuestros aliados de la liga panhelénica y su cometido ha terminado. Juramos liberar a las ciudades griegas de Asia y derrotar al enemigo secular de los griegos y así lo hemos hecho. Hemos conquistado las cuatro capitales, el Gran Rey está muerto, pero nuestra tarea no ha terminado. —Un murmullo de contrariedad creció de intensidad ante aquella palabras—. ¡No, hombres, compañeros de tantas batallas, amigos míos! En Oriente, los sátrapas rebeldes se están preparando para el contraataque, reúnen un nuevo ejército de miles y miles de guerreros y sólo esperan que nosotros les demos la espalda para atacarnos.
»Caerán encima nuestro por todas partes con sus caballos velocísimos, no nos concederán tregua ni de día ni de noche, empozoñarán los pozos a lo largo de nuestro camino, quemarán las cosechas, destruirán las aldeas donde busquemos refugio de los rigores del invierno. Nuestro viaje de vuelta, después de haber realizado gestas tan gloriosas, se transformará en una catástrofe. ¿Es esto lo que queréis?
Un silencio lleno de descorazonamiento y de desilusión fue la respuesta a la pregunta del rey. Aquellos hombres que se habían batido siempre con formidable valor, que habían arrostrado todo peligro sin mirar por su vida, atraídos y como fascinados por su caudillo, ahora se sentían inseguros y dubitativos. Veían tierras y mares completamente desconocidos, les parecía hasta ver cambiar en el cielo la posición de las constelaciones y no tenían idea de dónde se encontraban. De golpe se sentían demasiado lejos de sus casas, sentían por primera vez la certidumbre de que Alejandro no deseaba en absoluto el regreso, que solamente quería seguir adelante, siempre adelante. Sentían el temor de no regresar nunca más.
El rey prosiguió hablando:
—¡Hemos de seguir adelante! Hemos de sacarles de su escondite, derrotarles y establecer nuestra autoridad sobre todo el imperio que fue de los persas. Si no lo hacemos, todos los esfuerzos realizados hasta ahora habrán sido baldíos, todo lo que hemos construido se hundirá, nadie estará ni siquiera seguro del regreso. ¡Soldados! ¿He traicionado alguna vez vuestra confianza? ¿Os he engañado jamás? ¿No os he recompensado generosamente por vuestros esfuerzos, y no creéis que lo haré más aún cuando hayamos llevado a término esta empresa? Lo sé, estáis cansados, pero también sé que sois los mejores soldados del mundo, nadie posee audacia y valor iguales a los vuestros. Yo no quiero obligaros, nadie mejor que yo sabe que merecéis el descanso y la recompensa. No os retengo, por tanto. Quien quiera partir que lo haga, podrá hacerlo con honor y con mi gratitud, pero que sepa que, aun cuando todos me abandonaseis para volver a Macedonia, yo seguiría adelante con mis compañeros hasta el cumplimiento de mi empresa, y si fuera necesario... ¡solo!
Calló cruzándose de brazos. Siguió un interminable momento de silencio.
Los compañeros de Alejandro, aquellos que un día se habían reunido con él en su exilio entre las nieves de Iliria y que estaban en aquel momento detrás de él, dieron un paso adelante con las manos en la espada, y junto con ellos dieron un paso adelante Filotas y Clito El Negro.
Al ver aquello, uno de los hombres de La Punta que se encontraba en medio del campamento con su alforja ya lista al hombro la dejó caer al suelo, desenvainó la espada y asestó un gran golpe contra el escudo que resonó como un trueno en medio del silencio. Todos se volvieron hacia él e inmediatamente otro soldado le respondió con un golpe no menos estruendoso. Al segundo se añadió un tercero y luego un cuarto y muy pronto todos los demás jinetes de La Punta, allí donde se encontraban, cerca de las puertas o de la empalizada o en medio del campamento u ocupados en hacer los bagajes, desenvainaron las espadas y uno tras otro comenzaron a golpearlas contra los escudos y poco a poco se iban acercando al podio hasta encontrarse delante del rey. Y continuaron, sin cesar, rítmicamente, armando un ensordecedor ruido con el bronce y el hierro. Y tras ellos, también los restantes soldados, de caballería y de infantería, miembros de la falange, exploradores y zapadores, tracios y agrianos, todos formaron en las filas y se unieron a los jinetes de La Punta golpeando las armas contra los escudos. Luego el abanderado del primer batallón levantó el estandarte rojo con la estrella argéada y todos se detuvieron de golpe, cada uno firmes en su puesto de combate. El abanderado dio un paso adelante, inclinó el estandarte y gritó:
—¡A tus órdenes, rey!
Alejandro, sacudido por la emoción, se adelantó y alzó los brazos al cielo para expresar su agradecimiento a sus soldados por no haberle abandonado. Tolomeo, que estaba cerca de él, vio que tenía los ojos llenos de lágrimas. Permaneció en aquella actitud unos largos instantes, mientras el ejército entero vitoreaba su nombre con voz tonante:
Aléxandre! Aléxandre! Aléxandre!
Luego, flanqueado por los compañeros, el rey bajó del podio, atravesó el campamento entre dos setos vivos de lanzas esplendentes y alcanzó a Bucéfalo, que le esperaba piafando.