Tolomeo acudió a su lado.
—Alejandro, estamos a la espera de tus órdenes.
—Toma contigo a Pérdicas y a Lisímaco, repartíos los incursores y los «portadores de escudo» y rastread la ciudad entera. Os seguirán los hoplitas griegos y nuestros pezetairoi de refuerzo. Tenéis que sacar de sus escondrijos a todos los hombres armados que hayan quedado, y sobre todo buscad a Memnón. No quiero que se le haga ningún daño. Si le encontráis, traédmelo.
—Así lo haremos —asintió Tolomeo.
Y se alejó para avisar a sus compañeros.
El rey esperó, juntamente con Eumenes, bajo la techumbre de una casamata al resguardo de las murallas, desde donde podía tener una discreta vista de Halicarnaso. No había pasado mucho tiempo cuando Tolomeo le hizo llegar un mensaje:
El sátrapa Orontóbates, el tirano Pixódaro y la guarnición persa se han atrincherado en las dos fortalezas del puerto, que son inexpugnables. No hay espacio para acercar las máquinas. Por el momento ningún rastro de Memnón. Espero órdenes.
Alejandro mandó que le trajeran a Bucéfalo y se adentró a caballo por las desiertas calles de la ciudad, donde las puertas estaban cerradas a cal y canto y las ventanas atrancadas: la gente se había encerrado en sus casas, aterrorizada. Cuando llegó a la vista de las dos fortalezas que defendían la entrada del puerto, fue al encuentro de Pérdicas.
—¿Qué debemos hacer, Alejandro?
El rey escrutó las fortificaciones, luego se volvió para mirar en dirección a las murallas.
—Destruir todas las casas que se encuentran en la parte izquierda del camino que conduce hasta aquí y luego destruir todas las que se hacinan en la zona del puerto. De este modo podremos llevar las máquinas y emplazarlas al abrigo de las fortalezas. Los persas han de comprender que no hay muro ni bastión en toda esta región que puede ofrecerles refugio. Han de comprender que tienen que irse para no volver nunca jamás.
Pérdicas asintió, montó en su caballo y se acercó al barrio arrasado por el fuego para llevarse con él a grupos de gastadores y zapadores, aquellos que estaban en condiciones aún de trabajar. Les tuvo que despertar con el toque de las trompas porque se habían dormido en el sitio, extenuados por la fatiga y el trabajo de toda una noche.
El ingeniero jefe, un tesalio de nombre Diadés, hizo desmontar ambas plataformas superiores de una de las torres de asalto para utilizarlas como soporte para un ariete con el que abatir las casas. Entretanto Eumenes mandó heraldos a ordenar el desalojo de las viviendas que iban a ser demolidas.
La gente, al ver que no había matanzas, violaciones ni saqueos, comenzó a salir de sus casas. Primero los niños, llenos de curiosidad por las grandes maniobras que tenían lugar en la ciudad, luego las mujeres, y por último, los hombres.
Las destrucciones, sin embargo, fueron mucho más vastas de lo previsto porque muchas casas estaban adosadas unas a otras y, cuando se abatía un muro, arrastraba a otros muchos; tanto es así que hubo quien dijo que Alejandro había hecho derruir Halicarnaso entero.
Al cabo de cuatro días fue desescombrada una franja lo bastante amplia como para dejar pasar a las máquinas de asedio, que fueron llevadas hasta debajo de las fortalezas del puerto. Comenzaron a batirlas, pero, durante la noche, Memnón, Orontóbates y Pixódaro, con un cierto número de soldados, se embarcaron a bordo de algunas naves de la flota y se hicieron a la mar uniéndose al grueso de la escuadra persa que navegaba más al norte, en aguas de Quíos.
Los mercenarios griegos supervivientes se hicieron fuertes, en cambio, en la acrópolis, que por su posición era prácticamente inexpugnable.
Alejandro no quiso perder tiempo en hacerles salir de aquel refugio, pensando que al fin y al cabo no iban a tener más elección toda vez que estaban rodeados por todas partes por sus tropas. Hizo excavar una trinchera alrededor de la ciudadela y dejó algunos oficiales de rango inferior a esperar que se rindieran.
Aquella misma noche el rey convocó al Consejo del alto mando en el salón de juntas de la ciudad. Se encontraba también Calístenes, que había solicitado estar presente y había visto satisfecho su deseo. Mientras comenzaban a deliberar acerca de lo que convenía hacer, se anunció a una delegación de notables de la ciudad que deseaban parlamentar con el rey.
—No les quiero ver —afirmó Alejandro—. No me fío de ellos.
—Pero deberás decidir el ordenamiento político de una ciudad muy importante —le hizo notar Parmenión.
—Podrías introducir un sistema democrático como en Éfeso —intervino Calístenes.
—Por supuesto —comentó Tolomeo irónico—. Así tu tío Aristóteles se pondría contento, ¿no es así?
—¿Qué tienes tú que decir? —replicó Calístenes más bien molesto—. La democracia es el sistema más justo y equilibrado de regir una ciudad, el que cuenta con más garantías de...
Tolomeo le interrumpió antes de que hubiera podido terminar la frase.
—Pero éstos nos han hecho echar los hígados. Hemos perdido más hombres bajo estas murallas que en la batalla del Gránico. Si de mí dependiese...
—¡Tolomeo tiene razón! —gritó Leonato—. Ya es hora de que se enteren de quién manda aquí ahora y que paguen también los daños que nos han causado.
La discusión se habría transformado a buen seguro en una disputa, pero en aquel momento Eumenes sintió que había un cierto movimiento fuera de la puerta y fue a echar un vistazo. Cuando se dio cuenta de lo que sucedía, volvió a donde estaba Alejandro y le susurró algo al oído. El rey sonrió y se puso en pie.
—¿Alguien querría unas galletas? —preguntó levantando la voz.
A aquella propuesta todos enmudecieron, mirándose a la cara unos a otros.
—¿Estás bromeando? —dijo Leonato rompiendo de repente el silencio—. Yo me comería un cuarto de buey, y no unas galletas. Me pregunto quién ha podido tener una idea tan peregrina como traer galletas a estas horas y...
En aquel momento la puerta se abrió y entró, vestida de gran pompa, la reina Ada, la madre adoptiva de Alejandro, seguida de un acompañamiento de cocineros con grandes bandejas llenas de fragantes galletas. Leonato se quedó con la boca abierta ante el inesperado espectáculo y Eumenes tomó una galleta y se la metió entre los dientes.
—¡Come y calla!
—Madre mía, ¿cómo estás? —preguntó Alejandro poniéndose en pie y yendo a su encuentro—. Rápido, dejad sentarse a la reina. ¡Pero qué sorpresa! —continuó acto seguido—. Nunca me habría esperado verte en un momento como éste.
—He pensado que después de todas estas terribles fatigas agradecerías mis galletas —replicó Ada medio en broma, medio en serio—. Y además he venido para asegurarme de que no tratas demasiado mal a mi ciudad.
El soberano tomó una galleta y comenzó a comérsela con mucho gusto.
—Son excelentes, mamá, e hice mal la última vez en rechazarlas. En cuanto a tu ciudad, estábamos precisamente discutiendo qué hacer con ella, pero ahora que estás tú aquí se me acaba de ocurrir una idea.
—¿De qué se trata? —preguntó Ada.
También Calístenes estaba por hacer la misma pregunta y se quedó con la boca abierta, sin emitir ningún sonido.
—Pues se trata de que te nombro sátrapa de Caria en lugar de Orontóbates, con plenos poderes también sobre Halicarnaso y todas las tierras circundantes. Ya se encargarán mis generales de reducirlas a tu obediencia.
Aunque Calístenes sacudió la cabeza como queriendo decir «tonterías», la reina en cambio se emocionó al oír aquellas palabras.
—Pero hijo mío, yo no sé...
—Yo sí —la interrumpió Alejandro—. Sé que serás una excelente gobernanta y sé que podré confiar plenamente en ti.
La hizo sentarse en su sitial y luego se dirigió a Eumenes:
—Ahora puedes hacer entrar a la delegación de la ciudad. Justo es que conozcan a la persona de la que dependerán a partir de mañana.
Estaban aún en curso las operaciones de rastreo cuando se anunció la llegada de Apeles. El gran maestro se apresuró a rendir homenaje al joven rey y a hacerle una propuesta:
—Señor, creo que ha llegado el momento de representarte tal cómo te mereces, es decir, con los atributos divinos.
Alejandro contuvo a duras penas una carcajada.
—¿Tú crees?
—No me cabe la menor duda. Es más, convencido de que ibas a ser tú el vencedor, preparé un boceto que me permito someter a tu consideración. Como es natural, el resultado será muy distinto en una gran tabla de diez pies por veinte.
—¿De diez pies por veinte? —repitió Leonato, al que le parecía un desperdicio la utilización de toda aquella madera y aquel color para un muchacho como Alejandro, no ciertamente muy alto.
Apeles le dirigió una mirada despectiva: Leonato se le antojaba un bárbaro totalmente inculto, dada también su melena pelirroja y sus pecas. Luego se dirigió de nuevo a Alejandro:
—Señor, mi propuesta no carece ciertamente de sentido. Tus súbditos asiáticos están habituados a ser gobernados por seres superiores, por soberanos semejantes a los dioses que como dioses se hacen representar. Por eso había pensado yo en reproducirte con los atributos de Zeus, el águila a tus pies y el rayo en la mano derecha.
—Apeles tiene razón —observó Eumenes, que había entrado con Leonato y estaba mirando lleno de curiosidad el boceto del artista—. Los asiáticos están habituados a considerar a sus soberanos como seres sobrehumanos. Y es de justicia que te vean así.
—¿Y cuánto me costaría esta divinización? —preguntó Alejandro.
El pintor se encogió de hombros.
—Creo que con un par de talentos...
—¿Dos talentos? Pero amigo mío, con dos talentos compro yo el pan, las aceitunas y el pescado en salazón para mis muchachos para casi un mes.
—Señor, no creo que este tipo de consideraciones debiera tenerlas en cuenta un gran rey.
—Un gran rey, no —le interrumpió Eumenes—, pero sí un secretario, en vista de que los soldados la toman conmigo si el rancho no es suficiente o lo bastante bueno.
Alejandro miró fijamente a Apeles, luego a Eumenes, acto seguido al boceto y, por último, nuevamente a Apeles.
—Es cierto que...
—¿Acaso no es hermoso? Imagínatelo a tamaño grande, con los colores brillantes, el rayo cegador saliendo de tu mano. ¿Quién osaría ya desafiar jamás a un joven dios semejante?
Entró en aquel momento Kampaspe, fue al encuentro de Alejandro, le abrazó y le besó en la boca.
—Mi señor —le saludó mirándole a los ojos desde una distancia tal que podía sentir los pitones de sus senos golpear contra su pecho como las cabezas de ariete de una máquina de asedio contra las murallas de una ciudad. Y la mirada de ella significaba que su disponibilidad era siempre absoluta y carente de la menor reserva.
—Mi dulcísima amiga... —replicó Alejandro sin desconcertarse en exceso—. Es siempre un placer volverte a ver.
—Un placer del que puedes disponer en cualquier momento —le susurró ella al oído, lo bastante cerca como para acariciarle con la punta húmeda de la lengua.
El soberano se volvió de nuevo hacia Apeles para poner fin a la embarazosa situación.
—Necesito pensarlo un poco. Sin embargo, no deja de ser un gran gasto. En cualquier caso, os espero para cenar.
Salieron los dos cruzándose con Tolomeo, Filotas, Pérdicas y Seleuco, que venían para conocer cuáles eran las intenciones de Alejandro.
El rey les hizo sentar alrededor de una mesa en la que había desplegado su mapa.
—Mi plan es el siguiente. Las máquinas serán desmontadas y transportadas a Trales en carros porque Parmenión, que se pondrá en marcha hacia el interior para asegurarse de la sumisión de todas las tierras a lo largo de los valles del Meandro y del Hermo, las necesitará si alguna ciudad opusiera resistencia.
—¿Y nosotros? —preguntó Tolomeo.
—Vosotros vendréis conmigo. Bajaremos por la costa a través de Licia, hasta Panfilia.
Y entretanto señalaba con un puntero el intinerario que se proponía seguir.
Eumenes le miró fijamente y luego miró a la cara a sus compañeros y a los jefes que no se habían dado cuenta de lo que les aguardaba.
—¿Hasta allí quieres ir? —preguntó.
—Sí —repuso Alejandro.
—Pero si es imposible ir hasta allí... Ningún ejército se ha aventurado jamás en medio de esos escarpados peñascos que caen a pico sobre el mar, y menos aún en otoño. O en invierno.
—Lo sé —replicó Alejandro.