El ejército avanzó hasta Zadracarta, la capital de los hircanios, y allí Alejandro encontró la corte de Darío III que Beso no había querido consigo en su retirada hacia las provincias extremas del Imperio. El rey despidió en aquel punto a la caballería tesalia, dando la posibilidad a quien quisiera de seguir combatiendo como mercenario, y ordenó preparar el ejército para la larga marcha hacia Oriente. La partida se produciría cuando hubieran llegado los nuevos refuerzos que esperaba de Macedonia y que le enviaría Parmenión tan pronto como le fuera posible.
La corte estaba albergada en un barrio de la ciudad bajo la vigilancia de los eunucos. Alejandro dio inmediatamente orden de poner a todos sus componentes bajo la protección del ejército y quiso saber cuáles eran los miembros de la familia real que formaban parte aún de ella.
El maestro de ceremonias de la corte, un hombre que debía de rondar la setentena de nombre Fratafernes, completamente lampiño y con el cráneo rapado, se presentó para informarle.
—Están las concubinas del rey con sus hijos y la princesa Estatira.
—¿Estatira?
—Sí, mi señor.
Alejandro se acordó de la carta en que Darío le había ofrecido el dominio de Asia al oeste del Éufrates y la mano de su hija, y se acordó de cómo había rechazado aquellos ofrecimientos contra el parecer de Parmenión.
—Deseo que me fijes lo más pronto posible una audiencia con la princesa —dijo.
El eunuco se despidió y a primera hora de la tarde mandó un mensajero a anunciar que la princesa le esperaba a partir de la puesta del sol en sus habitaciones del palacio que fuera del sátrapa de Partia.
Se presentó ataviado con un quitón griego muy sencillo, blanco y largo hasta los pies, y con un manto azul cerrado con una fíbula de oro.
El eunuco le esperaba en la puerta.
—La princesa está de luto, mi señor, y pide excusas por no haber podido engalanar su persona del modo más conveniente, pero te recibirá con mucho gusto porque le han dicho que eres un hombre de espíritu y sentimientos nobles.
—¿Habla griego?
El eunuco asintió.
—Cuando el rey Darío pensó en ofrecértela como esposa, la hizo instruirse en tu lengua, pero luego...
—¿Querrías anunciarme?
—Puedes entrar sin más —repuso el eunuco—. La princesa te espera.
Alejandro entró, se encontró en un pequeño vestíbulo decorado con motivos florales y festones de fruta y vio delante de él otra puerta, enmarcada con una jamba de piedra tallada con el arquitrabe sostenido por dos grifos. La puerta se abrió y una doncella le hizo pasar, saliendo inmediatamente y cerrándola tras de sí.
La princesa Estatira estaba ahora frente a él, de pie cerca de una pequeña mesa de lectura en la que descansaban unos rollos y una estatuilla de bronce que representaba a un jinete de la estepa. Iba vestida con una túnica de burda lana color marfil ceñida con un cinturón de cuero y calzaba babuchas de cuero adornadas con un modesto encaje de lana azul. No ostentaba joya alguna, salvo un pequeño aderezo con un colgante de plata que representaba al dios Ahura Mazda. No llevaba ningún afeite, pero sus facciones pronunciadas y agraciadas hacían resaltar igualmente su rostro orgulloso y delicado al mismo tiempo. De su padre tenía los ojos oscuros y profundos y las cejas marcadas, de su madre debían de ser los labios suaves y húmedos, perfectamente perfilados, el cuello delgado, el pecho alto y firme, las piernas que se adivinaban largas y esbeltas.
Alejandro se adelantó hasta encontrarse cara a cara con ella, lo bastante cerca como para percibir el delicado perfume a casia y a nardo, como para dejarse envolver por la fascinación que ahora ya había aprendido a reconocer en las mujeres orientales.
—Estatira —dijo inclinando la cabeza—. Estoy profundamente apenado por la muerte de tu padre el rey y he venido para decirte...
La joven correspondió a su inclinación con una sonrisa melancólica y le alargó la mano que Alejandro estrechó por un momento entre las suyas.
—No quieres sentarte, ¿mi señor? —preguntó la muchacha, y la lengua griega que resonaba en sus labios con un extraño y musical acento le recordó de modo impresionante la voz de Barsine. Alejandro sintió que el latido de su corazón aumentaba de intensidad. Se sentó enfrente de ella y prosiguió:
—Deseo anunciarte que he dispuesto que se dispensen los más altos honores al rey Darío y que sea sepultado en su tumba en la fortaleza de Persépolis.
—Te lo agradezco —replicó la joven.
—He jurado también capturar al asesino, al sátrapa Beso que ha huido hacia Bactriana, e infligirle el castigo que la ley persa destina a quien traiciona y mata al propio rey.
Estatira bajó la cabeza con un movimiento ligero y gracioso, en señal de aprobación, pero no dijo nada. Entretanto entró una de las doncellas con una bandeja y dos copas llenas de nieve desleída con jugo de granada recién exprimido, de un brillante color rosado. La princesa ofreció una copa a su huésped, pero ella no bebió, observando las rígidas normas del luto, y se quedó mirándole en silencio: le parecía imposible que aquel muchacho de facciones casi perfectas, de maneras tan sencillas y corteses fuera el invencible conquistador, el implacable exterminador que había arrollado a los más poderosos ejércitos de la tierra, el demonio que había quemado el palacio de Persépolis y entregado la ciudad al saqueo. En aquel momento le parecía únicamente el joven gentil que había tratado con respeto a todas las mujeres persas que había hecho prisioneras, que había honrado a los adversarios y se había ganado el afecto de la reina madre.
—¿Cómo está la abuela? —preguntó con expresión ingenua, e inmediatamente se corrigió—: La Gran Madre Real, quería decir.
—Está bastante bien. Es una mujer noble y fuerte que soporta con gran dignidad los reveses de la fortuna. ¿Y tú cómo estás, princesa?
—Yo estoy bastante bien, mi señor, dadas las circunstancias.
Alejandro le rozó de nuevo la mano con una caricia.
—Eres hermosa, Estatira, y amable. Tu padre debía de estar orgulloso de ti.
Se le pusieron los ojos relucientes.
—Lo estaba, pobre padre mío. Hoy habría cumplido cincuenta años. Gracias por tus amables palabras.
—Son sinceras —replicó Alejandro.
Estatira inclinó la cabeza.
—Es extraño oírlas del joven que rechazó mi mano.
—No te conocía.
—¿Habría cambiado ello algo?
—Tal vez. Una mirada puede cambiar el destino de un hombre.
—O de una mujer —repuso ella mirándole fija e intensamente con los ojos brillantes de lágrimas—. ¿Por qué has venido? ¿Por qué has dejado tu país? ¿Acaso no es hermoso?
—Oh, sí—repuso Alejandro—. Sí, mucho. Hay montañas cubiertas de nieve, rojas a la luz del sol poniente y de plata a la luz de la luna, hay lagos de aguas cristalinas como ojos de muchacha y prados floridos y bosques de abetos azules.
—¿No tienes madre, alguna hermana? ¿No piensas en ellas?
—Todas las noches. Y cada vez que el viento sopla hacia poniente les confío las palabras que brotan de mi corazón para que las lleve a Pella, al palacio en que nací, y a Butroto, donde vive mi hermana, como una golondrina, en un nido de piedra que cae a pico sobre el mar.
—Pero ¿entonces por qué?
Alejandro dudó, como si temiera poner al desnudo su alma frente a aquella joven desconocida, y dejó vagar la mirada lejana, más allá del perfil de las murallas, en el paisaje de montañas cubiertas de bosques y de pastos verdeantes. Subían en aquel momento de la calle las voces de los hombres que negociaban sus mercancías, las de las mujeres que charlaban mientras hilaban la lana, y se oía el desagradable grito de los grandes camellos de Bactriana que caminaban pacientes en largas caravanas.
—Es difícil responderte —dijo en un determinado momento como sacudiéndose—. Siempre he soñado con ir más allá del horizonte que podía alcanzar con la mirada, de llegar al último confín del mundo, a las olas del Océano...
—¿Y luego? ¿Qué harás una vez que hayas conquistado el mundo entero? ¿Crees que serás feliz? ¿Que habrás obtenido lo que verdaderamente deseas? ¿O te sentirás dominado más bien por un ansia más fuerte y profunda, esta vez invencible?
—Es posible, pero no podré saberlo nunca hasta que no haya alcanzado los límites que los dioses han asignado al ser humano.
Estatira le miró en silencio y por un momento tuvo la sensación, con su mirada fija en sus ojos, de asomarse a un mundo misterioso y desconocido, a un desierto habitado por demonios y fantasmas. Experimentó una sensación de vértigo, pero también una atracción invencible y cerró los ojos instintivamente. Alejandro la besó y ella sintió la caricia de sus cabellos sobre su rostro y cuello. Cuando volvió a abrir los ojos, él ya no estaba.
Al día siguiente vino a verla Eumenes, el secretario general, a pedirla por esposa para su rey.