31

Alejandro se dio muy pronto cuenta de que su permanencia en Butroto se volvería insostenible, tanto para él como para su tío Alejandro de Epiro, que continuaba recibiendo apremiantes peticiones de Filipo a fin de que obligase a su hijo a regresar a Pella para enmendarse de su culpa y pedir perdón delante de la corte reunida.

El joven príncipe tomó entonces la decisión de marcharse.

—Pero ¿adónde? —preguntó el rey.

—Al norte, donde no pueda encontrarme.

—No puedes. Ése es el reino de unas tribus salvajes y seminómadas, permanentemente en conflicto entre sí. Y por si fuera poco, está a punto de comenzar la mala estación. En aquellas montañas nieva: ¿te las has tenido que ver alguna vez con el hielo? Es un enemigo muy temible.

—No tengo miedo.

—Eso lo sé.

—Y por tanto partiré. No te preocupes por mí.

—No te dejaré partir si no me dices cuál va a ser tu itinerario. De necesitarte, debo saber dónde poder buscarte.

—He consultado tus mapas. Llegaré a Lychnidos, al oeste del lago, y de allí me adentraré en el interior por el valle del Drilón.

—¿Cuándo quieres partir?

—Mañana. Hefestión viene conmigo.

—No. No dejaré que te vayas antes de dos días. Tengo que hacer que preparen todo lo que vas a necesitar para el viaje. Y os daré un caballo que lleve las provisiones. Una vez que las hayáis terminado, siempre podéis vender el caballo y seguir aún viaje.

—Te lo agradezco —dijo Alejandro.

—Te daré también unas cartas para los jefes ilirios de Celidonia y de Dardania. Podrán serte de utilidad. Tengo amigos en aquellas regiones.

—Espero que algún día pueda recompensarte todo cuanto haces por mí.

—No digas eso. Y no pierdas los ánimos.

Aquel mismo día el rey escribió a vuelapluma una carta que entregó cuanto antes a uno de sus correos para que se la hiciese llegar a Calístenes, en Pella.

El día de la partida, Alejandro fue a saludar a su madre y ella le abrazó llorando cálidas lágrimas y maldiciendo a Filipo desde lo más profundo de su corazón.

—No le maldigas, mamá —le rogó Alejandro con voz velada de tristeza.

—¿Por qué? —gritó Olimpia presa del dolor y del odio—. ¿Por qué? Él me ha humillado, herido, nos ha obligado a tomar el camino del destierro. Y ahora te obliga a huir, a dejarme para que te aventures por unas tierras desconocidas en pleno invierno. ¡Me gustaría que muriese del modo más atroz, que sufriese las penas que él me ha infligido a mí!

Alejandro la miró y sintió que le recorría un estremecimiento por las venas. Tuvo miedo de aquel odio tan acerbo que la hacía asemejarse a una de las heroínas de las tragedias que tantas veces había visto en escena: Clitemnestra empuñando el hacha para destrozar a su marido Agamenón, o Medea dando muerte a sus propios hijos para herir a su esposo Jasón en la persona de sus seres más queridos.

En aquel momento le vino a la mente otra de las terribles historias que alguien contaba en Pella sobre la reina: que en el curso de una ceremonia iniciática del culto de Orfeo, se había alimentado de carne humana. Veía en sus ojos enormes, llenos de tinieblas, tanta desesperada violencia que la hubiera creído muy capaz de cometer alguna atrocidad.

—No le maldigas, mamá —repitió—. Tal vez sea justo que yo sufra la soledad y el destierro, el frío y el hambre. Es una enseñanza que me falta aún entre todas aquellas que mi padre ha querido impartirme. Acaso quiere que aprenda también esto. Acaso es la última lección, una lección que ningún otro habría podido infligirme fuera de él.

A duras penas logró desprenderse de su abrazo, saltó sobre la grupa de Bucéfalo y le golpeó duramente con los talones.

El caballo de batalla se encabritó lanzando un relincho, agitó en el aire las patas delanteras, para lanzarse acto seguido al galope resoplando por los ollares un vapor ardiente. Hefestión levantó un brazo en señal de saludo y también él dio un espolazo sosteniendo por la brida al segundo caballo.

Olimpia se quedó mirándole con ojos llenos de lágrimas hasta que le vio desaparecer en el fondo del sendero que llevaba al norte.

La misiva del rey de Epiro le llegó a Calístenes en Pella pocos días después, y el sobrino de Aristóteles la abrió con impaciencia leyéndola por encima a todo correr.

Alejandro, rey de los molosos, a Calístenes, ¡salve!

Espero que te encuentres bien. La existencia de mi sobrino Alejandro transcurre apaciblemente en Epiro, alejada de los afanes de la vida militar y de las preocupaciones cotidianas del gobierno. Pasa sus días leyendo a los poetas trágicos, sobre todo a Eurípides, y naturalmente a Homero en la edición de la caja, regalo de su maestro y tío tuyo Aristóteles. O bien se deleita alguna que otra vez acompañándose con la cítara.

En ocasiones toma parte en alguna partida de caza...

A medida que leía la misiva, Calístenes estaba cada vez más sorprendido de su trivialidad y absoluta irrelevancia. El soberano no le decía nada importante o personal. Se trataba de una carta completamente inútil. Pero ¿por qué?

Desilusionado, dejó el papiro sobre su mesa de escritorio y se puso a pasear de un lado a otro de su habitación tratando de comprender qué sentido podía tener aquel mensaje, cuando, de golpe, echando un vistazo a la hoja, vio que tenía unas manchas en los bordes, así como pequeños rotos, pero observando con más detenimiento se dio cuenta de que estaban hechos deliberadamente, con las tijeras.

Se dio un cachete en la frente.

—¿Cómo no he caído antes? Pero si es el código de los polígonos intersecantes...

Se trataba de un código de comunicación que Aristóteles le había enseñado en cierta ocasión y que él le había enseñado a su vez al rey de Epiro pensando que le sería de utilidad si un día se veía al mando de una campaña militar.

Tomó regla y escuadra y se puso a unir todas las manchas de acuerdo con un determinado orden y acto seguido todos los puntos de intersección. Luego trazó unas líneas perpendiculares a cada uno de los lados del polígono interno obteniendo otras intersecciones.

En cada intersección se leía una palabra y Calístenes las volvió a escribir una detrás de otra de acuerdo con una secuencia de números que Aristóteles le había enseñado. Un sencillo y genial modo de mandar mensajes secretos.

Cuando hubo terminado, quemó la carta y corrió inmediatamente a ver a Eumenes. Encontró a éste en medio de una montaña de papeles, ocupado en hacer el recuento de las tasas y previsiones de gastos para el equipamiento de otros cuatro batallones de la falange.

—Necesito una información —dijo, y le bisbiseó algo al oído.

—Hace ya días que se fueron —repuso Eumenes levantando la cabeza de sus papeles.

—Sí, pero ¿adónde han ido?

—No lo sé.

—Lo sabes muy bien.

—¿Quién quiere ser informado de ello?

—Yo.

—Entonces no lo sé.

Calístenes se acercó a él y le susurró algo más al oído, para luego añadir:

—¿Te ves capaz de escribirle un mensaje?

—¿Cuánto tiempo me das?

—Dos días como máximo.

—Imposible.

—Entonces lo haré yo.

Eumenes sacudió la cabeza.

—Trae aquí. ¿Qué quieres hacer tú?

Alejandro y Hefestión subieron a lo alto de la cadena de los montes Argirinos con las cimas salpicadas ya de nieve y a continuación descendieron hacia el valle del Aoos, que brillaba como una cinta de oro en el fondo verde intenso del gran valle. Las laderas de las montañas, cubiertas de un manto de bosques, comenzaban a cambiar de color con la proximidad del otoño y el cielo era atravesado por las largas bandadas y por los lamentos de las grullas que dejaban sus nidos para emigrar lejos, hacia las tierras de los pigmeos.

Descendieron durante dos días el valle del Aoos, que discurría hacia el norte, y luego se cruzaron con el del Apsos y se apresuraron a remontarlo. Dejaban de ese modo tras de sí las tierras sometidas a Alejandro de Epiro y se adentraban en Iliria.

Los habitantes de aquel país vivían repartidos en pequeños pueblos fortificados con muros de piedra seca y vivían de la cría de animales y, a veces, del bandidaje. Pero Alejandro y Hefestión se habían precavido poniéndose unos pantalones a la manera de los bárbaros y capas de tosca lana: aunque tenían un aspecto horrible, les protegían del agua, lograban que les confundieran con los lugareños y les permitían pasar inadvertidos.

Cuando comenzaron a subir hacia las cadenas del interior, se puso a nevar y empezó a hacer un tiempo muy crudo. Los caballos resoplaban por los ollares grandes nubes de vapor y subían con esfuerzo por unos senderos helados, a tal punto que a menudo Alejandro y Hefestión tenían que desmontar y avanzar a pie ayudándose como podían para recorrer aquellas escarpadas cañadas.

A veces, llegados a lo alto de un puerto, se paraban a mirar atrás, y aquella extensión blanca y pareja donde únicamente resultaban visibles sus últimas huellas les desconcertaba.

Por la noche tenían que buscarse algún refugio donde encender un fuego para secar sus empapadas ropas, extender las capas y descansar un poco. Y a menudo, antes de dormirse, permanecían largo rato contemplando a través del reverberar de las llamas los grandes copos blancos que caían danzando, o bien escuchaban absortos la llamada de los lobos que resonaba en los solitarios valles.

Eran tan sólo unos muchachos, con el recuerdo muy vivo de su reciente adolescencia, y en aquellos momentos se sentían dominados por una profunda sensación de zozobra y melancolía. A veces se echaban sobre los hombros la misma capa o se estrechaban abrazándose en la oscuridad; recordaban, en medio de aquella infinita extensión desierta, sus cuerpos de muchachos y las noches en que, de niños, iban el uno a la cama del otro, espantados por una pesadilla o por los gritos de un condenado que gritaba su angustia.

La oscuridad gélida, el miedo al futuro, era lo que les impulsaba a buscar el calor, el uno del otro, a aturdirse en su desnudez, frágil y potente a la vez, en su soledad orgullosa y desolada.

La luz muy fría y pálida del alba les devolvía a la realidad y la sensación de hambre les empujaba a moverse para conseguir alimento.

Si veían el rastro de algún animal en la nieve, se detenían a tenderle trampas para capturar una magra presa: algún conejo o una perdiz de montaña que devoraban aún caliente tras haberse bebido su sangre. Otras veces tenían que regresar con las manos vacías, famélicos y ateridos por el frío cortante de aquellas inhóspitas tierras. Y también sus caballos sufrían las penalidades, alimentándose de hierbas resecas que ponían al descubierto rascando la nieve con sus pezuñas.

Finalmente, tras días y días de durísima marcha, extenuados por el hielo y el hambre, vieron brillar como un espejo, en la reverberación de un pálido cielo invernal, la superficie helada del lago Lychnitis. Siguieron a paso de andadura la orilla septentrional esperando llegar, antes de que cayeran las tinieblas, al pueblo que llevaba el mismo nombre: tal vez allí pudieran pasar una noche calientes, al amor de la lumbre.

—¿Ves ese humo en el horizonte? —preguntó Alejandro al amigo—. No creo equivocarme al afirmar que allí abajo debe encontrarse el pueblo. Tendremos heno para los caballos y también comida y una yacija de paja donde tumbarnos.

—Es algo demasiado hermoso, me parece estar soñando —replicó Hefestión—. ¿De veras crees que vamos a tener todas esas cosas maravillosas que dices?

—Oh, sí, y tal vez tengamos también mujeres. En cierta ocasión oí decir en casa de mi padre que los bárbaros del interior las ofrecen a los extranjeros como muestra de hospitalidad.

Se había puesto de nuevo a nevar, reciamente, y los caballos avanzaban con gran esfuerzo por la alta nieve; el aire helado calaba hasta los huesos a través de las estropeadas ropas. De repente Hefestión tiró de las riendas de su caballo.

—¡Oh, por los dioses, mira!

Alejandro se echó atrás la capucha y escrutó en medio del espeso remolinear de la nieve: un grupo de hombres cerraba el paso, inmóviles sobre sus cabalgaduras, con los hombros y las capuchas cubiertas de nieve, armados con jabalinas.

—¿Crees que nos esperan a nosotros? —preguntó el príncipe echando mano a la espada.

—Creo que sí. En cualquier caso, pronto lo sabremos —repuso Hefestión desenvainando a su vez y espoleando al caballo.

—Mucho me temo que tendremos que abrirnos paso con la espada —añadió aún Alejandro.

—También yo me lo temo —replicó en voz baja Hefestión.

—No quiero renunciar a un plato de sopa caliente, a una cama y a un buen fuego. Y ojalá tampoco a una bonita muchacha. ¿Y tú?

—Yo tampoco.

—¿A una señal mía?

—Está bien.

Pero precisamente mientras se preparaban para lanzarse a la carga, resonó un grito en medio del gran silencio del valle.

—¡La cuadrilla de Alejandro saluda a su comandante!

—¡Tolomeo!

—¡Presente!

—¡Pérdicas!

—¡Presente!

—¡Leonato!

—¡Presente!

—¡Crátero!

—¡Presente!

—¡Lisímaco!

—¡Presente!

—¡Seleuco!

—¡Presente!

El último eco se apagó en el lago helado y Alejandro miró fijamente con ojos relucientes de lágrimas a los seis jinetes inmóviles bajo la nieve; luego se volvió hacia Hefestión sacudiendo la cabeza, incrédulo.

—¡Oh gran Zeus! —dijo—. ¡Pero si son mis muchachos!