Los jóvenes que habían expresado su deseo de reunirse con sus esposas se marcharon a comienzos del otoño a Macedonia, a donde iban a pasar el invierno, y poco después partió Parmenión con una parte del ejército y la caballería tesalia. El rey, tras haber evacuado consultas con el viejo general, había confiado el mando a su primo Amintas, que se había comportado con gran valor y lealtad. Se unieron a ellos también El Negro, Filotas y Crátero.
Alejandro mantuvo por tanto un Consejo restringido con Seleuco, Tolomeo y Eumenes, a los que invitó a cenar.
Para no provocar celos, se las había ingeniado para que sus otros compañeros y el mismo Hefestión estuvieran ocupados en el territorio circundante y que los tres a los que había llamado para que compartiesen su comida tuvieran la sensación de haberse quedado en el campamento por simple casualidad. Pero el asunto que Alejandro discutió con ellos les convenció de que el rey tenía necesidad en aquel momento de confiar sobre todo en su inteligencia más que en su brazo.
No fueron admitidos tampoco los siervos, y Leptina se encargó por sí sola de llevar la comida a los comensales, que estaban sentados en torno a una mesa igual que cuando se encontraban en Mieza siguiendo las lecciones de Aristóteles.
—Nuestros informadores me dicen que Memnón se ha hecho enviar por el Gran Rey una suma enorme, con gran riesgo, por vía marítima. Con ella trata poner en pie a un ejército de más de cien mil hombres e invadir Grecia. Pero sobre todo parece que ha comenzado a hacer generosos regalos a muchos hombres influyentes diseminados por todas las ciudades griegas. El general Parmenión me ha expresado ya su parecer...
—¿Volver a casa? —trató de adivinar Seleuco.
—En efecto —admitió Alejandro.
Leptina comenzó a servir la cena: pescado asado y legumbres con un vino alargado con agua. Una comida ligera, señal de que el rey quería que todos estuvieran en todo momento lúcidos.
—¿Y tú que piensas hacer? —preguntó Tolomeo.
—Yo ya he tomado una decisión, pero quiero conocer vuestra opinión. ¿Seleuco?
—Yo digo que sigamos adelante. Aun en el caso de que Memnón levantara en armas a Grecia, ¿qué sucedería? No logrará nunca poner los pies en Macedonia porque Antípatro no se lo permitirá. Y si nosotros continuamos ocupando cada puerto de la costa asiática, el Gran Rey no conseguirá mantener ningún contacto con él. Al final tendrá, en cualquier caso, que capitular.
—¿Tolomeo?
—Yo pienso lo mismo que Seleuco. Sigamos adelante. Sin embargo, si se encontrase la manera de dar muerte a Memnón, sería aún mejor. Así nos ahorraríamos un montón de quebraderos de cabeza y privaríamos al Gran Rey de su brazo derecho.
Alejandro pareció conmocionado y sorprendido por aquella propuesta, pero continuó su consulta:
—¿Y tú, Eumenes?
—Tolomeo tiene razón. Sigamos adelante, pero tratemos de eliminar a Memnón si nos es posible, pues es demasiado peligroso e inteligente. Resulta imprevisible.
Alejandro permaneció en silencio unos instantes masticando sin mucha convicción su pescado, y a continuación se echó al coleto un trago de vino.
—Entonces sigamos adelante. Le he pedido ya a Hefestión que se dirija en avanzadilla hacia el paso que dicen que es difícil, a lo largo de la costa entre Licia y Panfilia. Dentro de unos pocos días sabremos si es verdaderamente tan duro como se asegura. Parmenión remontará el valle del Hermo y llegará a la meseta central, donde nos reuniremos con él en primavera, recorriendo el camino que conduce desde la costa hacia el centro de Anatolia.
Se puso en pie y se acercó al mapa que había hecho apoyar en un caballete.
—La cita es aquí. En Gordio.
—¿Gordio? ¿Sabes qué hay en Gordio? —preguntó Tolomeo.
—Lo sabe, lo sabe —dijo Eumenes—. Está el carro del rey Midas, que tiene el yugo atado a la lanza por medio de un nudo inextricable. Un antiguo oráculo de la Gran Madre de los dioses dice que quien desate ese nudo será el dueño y señor de Asia.
—¿Es por esto por lo que vamos a Gordio? —preguntó Seleuco en tono de sospecha.
—No divaguemos —cortó Alejandro—. No estamos aquí para hablar de oráculos, sino para establecer un plan de acción para los próximos meses. Estoy contento de que estéis todos de acuerdo sobre el hecho de que tenemos que seguir adelante. Pues, en efecto, no nos detendremos ni durante el otoño ni durante el invierno. Nuestros hombres están acostumbrados al frío, pues son montañeses. Los auxiliares tracios y agrianos lo son todavía más, y Parmenión sabe que no debe detenerse hasta que no haya llegado a su destino.
—¿Y Memnón? —preguntó Eumenes volviendo a poner sobre la mesa el asunto más candente.
—Nadie me inducirá nunca a darle muerte a traición —repuso el rey en tono terminante—. Es un hombre valeroso y merece morir con la espada empuñada y no en una cama consumido por el veneno o apuñalado por la espalda en la oscuridad.
—Alejandro, escucha —trató de hacerle razonar Tolomeo—. No estamos ya en tiempos de Homero, y la armadura que tienes cerca de tu catre no perteneció jamás a Aquiles. A lo sumo tiene doscientos o trescientos años, cosa que sabes tú también. Piensa en tus soldados. Memnón puede causar aún la muerte de miles de ellos. ¿Es esto lo que quieres, sólo por mantenerte fiel a tus ideales heroicos?
El rey sacudió la cabeza.
—Sin tener en cuenta —intervino Eumenes— que Memnón podría perfectamente planear lo mismo en perjuicio tuyo. Pagarle a un sicario para que acabe contigo, corromper a tu médico con tal de que te envenene... ¿No lo has pensado nunca? Memnón dispone de enormes sumas de dinero.
—¿No se te ha pasado jamás por la cabeza —observó acto seguido Seleuco— que podría prestar su apoyo a tu primo Amintas, al que por si fuera poco has confiado el mando de la caballería tesalia?
El rey sacudió de nuevo la cabeza.
—Amintas es un buen muchacho y me ha dado prueba de lealtad en todo momento. No tengo ningún motivo para dudar de él.
—Yo sigo siendo de la opinión de que los riesgos son excesivos —rebatió Seleuco.
—Y también yo —confirmó Eumenes.
Alejandro tuvo un segundo de duda: volvió a ver a su adversario erguido frente a él ante las murallas de Halicarnaso, el rostro cubierto por la celada bruñida en la que destacaba la rosa de plata de Rodas, y volvió a oír su voz que decía: «Soy el comandante Memnón».
Sacudió la cabeza una tercera vez, aún más decidido.
—No, yo no daré nunca una orden semejante. Aun en la guerra un hombre sigue siendo un hombre, y mi padre solía decirme que el hijo de un león es un león. —Luego agregó—: Y no una serpiente venenosa.
—Es inútil insistir —se rindió Seleuco—. Si el rey lo ha decidido así, quiere decir que debe ser así.
Tolomeo y Eumenes asintieron, pero sin demasiada convicción.
—Me alegro de que estéis todos de acuerdo —dijo Alejandro—. Entonces, acerquémonos a ese mapa y tratemos de organizar nuestra marcha a lo largo de la costa.
Discutieron largo y tendido, hasta que les entró el cansancio. Eumenes fue el primero en retirarse, y después de él lo hicieron Tolomeo y Seleuco. Pero apenas estuvo fuera, el secretario hizo una indicación y los tres se reunieron en su tienda. Les hizo sentarse y mandó inmediatamente a un siervo para que despertara a Calístenes, que a aquellas horas seguramente dormía ya al otro lado del campamento.
—¿Qué opináis vosotros de ello? —comenzó diciendo Eumenes.
—¿De qué? —preguntó Tolomeo.
—Pues, evidentemente, de la negativa del rey a suprimir a Memnón —repuso Seleuco.
—Yo comprendo a Alejandro —prosiguió el secretario— y ciertamente lo podéis comprender también vosotros. Por otra parte, nosotros no podemos sino sentir respeto por nuestro adversario. Es un hombre excepcional, hábil de mente y con la espada, pero justamente por eso representa un peligro mortal. Imaginaos que consigue sublevar a los griegos, que Atenas, Esparta y Corinto cambian de bando. Los ejércitos aliados marcharían hacia el norte para invadir Macedonia, la flota persa la estrecharía en una mordaza desde el mar... ¿Estamos de veras seguros de que Antípatro lo conseguiría? ¿Y si sucumbiera? ¿Y si Memnón despertara las ambiciones de algún superviviente de la rama dinástica de los Lincéstidas, como nuestro comandante de la caballería tesalia, por ejemplo, desencadenando al mismo tiempo una guerra civil o un pronunciamiento militar? ¿Qué suerte aguardaría a nuestro país y a nuestro ejército? Si ganase, Memnón podría bloquear los Estrechos e impedirnos el regreso, para siempre. ¿Conviene correr un riesgo así?
—Pero no podemos tampoco actuar contra la voluntad de Alejandro —replicó Seleuco.
—Yo digo que podemos, con tal de que él no se entere. Sin embargo, no quiero ser el único en asumir la responsabilidad. Si todos estáis de acuerdo, actuaremos; de lo contrario no se hará nada, y afrontaremos todos juntos los riesgos que haya que afrontar.
—Pongamos que todos estamos de acuerdo —replicó Tolomeo—. ¿Cuál sería tu plan?
—¿Y por qué has mandado llamar a Calístenes? —preguntó Seleuco.
Eumenes se asomó fuera de la tienda para ver si aquel que acababa de ser nombrado llegaba ya. Pero no vio a nadie.
—Escuchad. Por lo que cabe deducir, Memnón debería encontrarse en estos momentos en Quíos, dispuesto a poner vela hacia el norte, con el propósito de dirigirse presumiblemente a Lesbos. Allí esperará un viento favorable para atravesar el mar hasta Grecia. Sin embargo, deberá detenerse algún tiempo, porque tendrá que reavituallarse y hacer acopio de todo lo necesario para la expedición. Es en ese momento cuando deberíamos intervenir nosotros para eliminarle de una vez por todas.
—¿Y cómo? —preguntó Tolomeo—. ¿Un sicario o el veneno?
—Ni uno ni otro. Un sicario no llegaría nunca a establecer contacto con él, pues está permanentemente rodeado por cuatro hombres que le son ciegamente fieles y que darían muerte en un abrir y cerrar de ojos a quien se acercara más allá de la distancia permitida. En cuanto al veneno, imagino que hace probar sus comidas y sus bebidas. Frecuenta a los persas desde hace bastantes años y estas cosas seguro que las ha aprendido.
—Existen venenos que actúan de forma retardada —observó Tolomeo.
—Es cierto, pero se trata en cualquier caso siempre de venenos. Los efectos y los síntomas son conocidos. De todos modos, si al final se acabara sabiendo que ha sido algún tipo de veneno el que ha matado a Memnón, el baldón caería fatalmente sobre Alejandro, cosa que no podemos permitir.
—Entonces, ¿qué hacer? —preguntó Seleuco.
—Existe una tercera posibilidad. —Mientras decía esto, el secretario bajó los ojos como si experimentase una cierta vergüenza por lo que estaba pasando.
—¿Es decir?
—Una enfermedad, una enfermedad de la que no pueda curarse.
—¡Pero no es posible! —exclamó Seleuco—. Las enfermedades vienen cuando vienen y se van cuando se van.
—Parece que no es así —rebatió Eumenes—. Parece que determinadas enfermedades son inducidas por agentes muy pequeños, invisibles para el ojo humano, que pasan de un cuerpo a otro. Yo sé que Aristóteles hizo experimentos muy reservados antes de irse para Atenas, partiendo de sus estudios sobre la generación espontánea.
—¿O sea?
—Parece que ha descubierto que en determinadas situaciones la generación de estos seres no sería en absoluto espontánea. Se trataría, en cambio, de una especie de... propagación. Y de todos modos Calístenes está al corriente de ello. Lo sabe todo acerca de estos experimentos y podría escribirle a su tío. Al principio no sucedería nada, de modo que las sospechas no recaerían sobre el cocinero o el médico. Memnón podría actuar y moverse normalmente. Los primeros efectos se dejarían sentir al cabo de unos cuantos días.
Todos se miraron a la cara, desconcertados y pálidos.
—Me parece un plan difícilmente realizable, que requiere una serie de coincidencias nada baladíes —observó Tolomeo.
—Es cierto, pero es también el único posible a mi modo de ver. Sin embargo, hay un hecho que juega a nuestro favor, y es que el médico de Memnón proviene de la escuela de Teofrasto y...
Seleuco le miró con una expresión de gran sorpresa.
—No sabía que se te hubiesen encargado funciones de espionaje.
—Esto significa que hago bien mi trabajo, visto que se trata de noticias reservadas. De todos modos, el rey Filipo me había puesto ya en contacto en su tiempo con todos sus informadores entre los griegos y los bárbaros.
En aquel momento se asomó a la tienda Calístenes.
—¿Me habéis mandado llamar? —preguntó con aire soñoliento.
Tampoco Alejandro conseguía pegar ojo: la idea de que Memnón se preparaba para desencadenar un ataque en Grecia o incluso en Macedonia le preocupaba. ¿Estaría el viejo Antípatro a la altura de las circunstancias? ¿No habría sido preferible hacer regresar a la patria a Parmenión?
Mientras Leptina lavaba la vajilla, salió de la tienda y se encaminó hacia la orilla del mar.
Hacía una noche tranquila y tibia y el rumor de la resaca sobre los cantos rodados de la orilla acompañaba su paso con ritmo parejo. La luna casi llena expandía una claridad diáfana sobre las islas que constelaban la superficie marina, sobre las blancas casas que se hacinaban en torno a las calitas y a los pequeños puertos.
En un determinado punto la playa se interrumpía debido a un promontorio rocoso, pero Alejandro, más que volver atrás, trepó hasta lo alto para disfrutar desde allí de una vista más hermosa aún que la que se presentaba ante sus ojos.
Mientras subía la cuesta, a lo intenso del esfuerzo físico se añadió el enorme cansancio mental que abrumaba desde hacía tiempo su ánimo y se sintió de repente, sin una razón aparente, mortalmente cansado y necesitado de ayuda. Y sin una razón aparente le vino a la mente su padre. Le parecía casi estar viéndole, firme sobre el promontorio. Le habría gustado que fuese verdad, le habría gustado correr a su encuentro como cuando venía a verle a Mieza y gritar: «¡Papá!». Y le habría gustado sentarse a su lado y pedirle consejo.
Estaba profundamente absorto en aquellos pensamentos cuando, llegado ya a la cima, se le ofreció la vista del tramo de costa siguiente, y lo que se encontró ante él le llenó de asombro. En la parte opuesta del promontorio había una especie de gran necrópolis: docenas de monumentales tumbas excavadas en la roca y otras que se erguían solitarias, espectrales en la claridad difusa de la luz lunar, a lo largo de la orilla o parcialmente sumergidas bajo las olas del mar.
Y había un hombre de pie, en silencio, con un farolillo encendido colgado de un bastón que había hundido en la arena. Le daba la espalda.
Tenía la misma complexión que su padre e iba envuelto en un manto blanco orlado de un ribete dorado, como su padre el día en que fuera asesinado. Alejandro se detuvo y se quedó mirándole mudo, poco menos que no creyendo lo que sus ojos veían, como esperando que de un momento a otro se volviera hacia él con la voz y la mirada de Filipo. Pero el hombre permanecía inmóvil: sólo el manto blanco ondeaba en el aire con un leve susurro, como de unas alas de pájaro.
El rey se acercó con paso ligero y vio que había una fuente que brotaba de la roca, un venero cristalino que reflejaba la luz del farol. Un arroyuelo, a guisa de emisario, corría a través de la arena de la playa hasta unirse a las olas saladas del mar. El hombre, que también debía de haberle oído, no se dio la vuelta: parecía observar algo dentro de la fuente. Alejandro se acercó de nuevo, pero al moverse en la oscuridad golpeó con la vaina de la espada contra una roca. Ante aquel ruido, el hombre se volvió de golpe y sus ojos brillaron de improviso a la luz del farol. ¡Los ojos de Filipo!
Alejandro se sobresaltó, un estremecimiento le corrió el espinazo y a punto estuvo de gritar: «¡Padre!».
Pero fue sólo un segundo: reconoció los rasgos distintos del rostro y un color más oscuro de la barba. Un desconocido al que no había visto hasta aquel momento.
—¿Quién eres? —le preguntó—. ¿Qué haces aquí?
El hombre le miró fijamente con una extraña expresión y Alejandro descubrió en ella nuevamente algo familiar: de algún modo sintió que la mirada de su padre estaba en aquellos ojos ardientes.
—Observo esta fuente —repondió el hombre.
—¿Por qué?
—Porque soy un vidente.
—¿Y qué ves? Está oscuro, y la luz de tu farol es débil.
—Por primera vez desde que el hombre existe la superficie del agua ha descendido un codo y ha revelado un mensaje.
—¿De qué hablas?
El hombre acercó el farol a la pared de roca de la que brotaba la fuente y la luz radiante reveló un escrito grabado en caracteres desconocidos.
—Estoy hablando de esto —explicó al tiempo que señalaba la inscripción.
—¿Y tú eres capaz de leerla?
La voz del vidente se hizo extraña, como si algún otro hablase por su laringe:
Viene el señor de Asia, aquel que tiene
en los ojos el día y la noche.
Luego levantó el farol para iluminar el rostro de Alejandro.
—Tu ojo derecho es azul como el cielo sereno y el izquierdo oscuro como la noche. ¿Desde cuándo me observas?
—Desde hace sólo un rato. Pero no has respondido a mi pregunta. ¿Quién eres?
—Mi nombre es Aristandro. ¿Y tú quién eres, tú que tienes en los ojos la luz y las tinieblas?
—¿No me conoces?
—No lo bastante.
—Soy el rey de los macedonios.
El hombre le miró de nuevo, intensamente, con el farolillo cerca de su rostro.
—Tú reinarás sobre Asia.
—Y tú me seguirás, si no le temes a lo desconocido.
El hombre bajó la cabeza.
—Yo sólo le temo a una cosa, y es a una visión que me persigue desde hace tiempo sin que pueda comprender su significado, un hombre desnudo que arde vivo sobre su pira funeraria.
Alejandro no dijo nada: parecía escuchar el rumor parejo y continuo de la resaca. Cuando se volvió hacia lo alto del promontorio, vio a sus guardias personales que vigilaban aquel inesperado encuentro suyo. Se despidió.
—Me espera una jornada muy dura, y tengo que volver. Espero encontrarte en el campamento, mañana.
—También yo lo espero —repondió el hombre.
Y tomó en la dirección opuesta.