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Eumenes cerró el rollo y miró a la cara a Calístenes.

—Así que ¿esto es, para ti, Alejandro?

—Tal vez deberías decir «esto es lo que Alejandro debería ser» —repuso Calístenes con una expresión de perplejidad en la mirada.

—Debería ser tarea del historiador contar los hechos tal como se han desarrollado, después de haber sido testigo ocular de los mismos o bien después de haber consultado a testigos directos y fidedignos —replicó el secretario como si recitase una fórmula aprendida de memoria.

—¿Crees que no conozco cuál es la tarea de un historiador? Pero he de tratar de interpretar también el ánimo y los pensamientos de Alejandro y volverlos comprensibles a aquellos que lean mi obra. Te he permitido leer lo que he escrito hasta ahora porque necesito de tu aliento y porque llevas cada día el diario de esta expedición, pero sobre todo porque...

—¿Porque él esta rebasando los márgenes de tu página, los límites que tú has trazado en torno a él con tu obra?

—Tal vez.

—Tienes que resignarte. Alejandro no es ya la persona que conocíamos; tal vez no lo ha sido nunca.

—Juró ante todos los griegos encabezar una expedición panhelénica contra Persia, su secular enemigo.

—Lo ha hecho. Y ha vencido. El primero y único entre todos los griegos.

Calístenes se puso en pie en un arranque de intransigencia:

—Sí, pero ahora se está convirtiéndo en uno de ellos, se viste como ellos, se rodea de eunucos y concubinas, les enseña nuestra técnica de combate; dicen que recibe lecciones de persa, dicen... que ayer, durante una de sus fiestas bárbaras, besó en público, en la boca, a ese... ese Bagoas.

—Ha decidido escandalizar a todos los que piensan como tú, eso es todo —rebatió Eumenes—. Quiere hacerte comprender que ya no es posible volver atrás. En cuanto a las fiestas, no me parece que las vuestras sean menos bárbaras. Hemos de aceptar lo que es y ha sido siempre, créeme, y olvidar la imagen que nos habíamos hecho de él para nuestra tranqulidad.

—¿Tranquilidad?

—Sí. La imagen que tú has creado en tu Historia es una imagen tranquilizadora, fácil de comprender y de querer para un griego de buena educación y de ideas políticas lo bastante moderadas. Pero Alejandro es muy distinto.

—Oh, sobre esto no cabe ninguna duda, y cada día que pasa no pierde ocasión de recordárnoslo. Los hombres están desconcertados, los reclutas y los jóvenes pajes llegados de Macedonia están escandalizados. Esperaban encontrarse un héroe, un conquistador, el heredero de Aquiles y de Heracles, y en cambio ven a un hombre vestido como una mujer, que cada día introduce costumbres bárbaras, usos despreciables y vergonzosos.

—Usos distintos de aquellos a los que estamos habituados, Calístenes. Nos ha conducido a territorios que nunca ningún griego antes que nosotros había pisado, bajo otro cielo, a través de desiertos y mesetas; nos ha conducido más allá del Nilo, del Tigris y del Éufrates y sueña con el Indo. Nada podía seguir siendo como antes, ¿es que no lo entiendes?

—Lo entiendo, pero no lo aceptaré nunca.

—¿Se lo has dicho?

—Por supuesto.

—¿Y él qué ha respondido?

—Ha respondido: «¡Escribe lo que quieras, Calístenes!». No le importa nada, no le importa ya nada.

Eumenes no añadió nada más: comprendía que su interlocutor estaba tan amargado que nada habría podido sacarle de su convencimiento y de la idea que se había formado en su mente. Se había hecho ya tarde y se levantó para irse, pero antes de cruzar el umbral se volvió porque sentía que debía decir algo aún.

—Alejandro cambia continuamente porque su curiosidad es insaciable y su fuerza vital inagotable. Es como la gaviota, que dicen que no se posa nunca en tierra firme durante toda su vida y que duerme en pleno vuelo, haciéndose llevar por el viento. Si no te ves con fuerzas para seguirle, vete, Calístenes, vuelve atrás mientras estés a tiempo.

Salió dejándole solo, reflexionando sobre aquellas palabras y recorriendo con la mirada las líneas de su Historia de la expedición de Alejandro a la luz del velón. Le hizo volver a la realidad, al cabo de un rato, la voz de un siervo:

—Señor, hay un hombre que ha llegado con las tropas de refuerzo y que lleva un tiempo buscándote. Necesita hablar contigo.

—Hazle pasar y ponnos de beber.

El hombre entró y se presentó: se llamaba Evónimo, era natural de Bizancio, pero vivía en las cercanías de Neápolis, en Tracia. Un gran sabio de Estagira le había confiado un mensaje que debía entregar a Calístenes, pagándole la molestia y garantizándole que el destinatario le daría más dinero.

—Yo soy Calístenes —dijo el interesado echando mano a la bolsa—. Y aquí tienes dos estáteros nuevos por tu amabilidad. Ahora puedes darme el mensaje.

El hombre entregó la misiva, se embolsó el dinero, tomó un vaso de vino y se fue.

El mensaje decía:

Aristóteles a su sobrino Calístenes, ¡salve!

Espero que estés bien de salud. Yo lamentablemente estoy atormentado por un dolor en un hombro que no me deja descansar bien ni siquiera de noche. Me preguntó dónde te llegará esta carta mía y si te encontrarás en la mejor disposición de ánimo. Ya desde hace algún tiempo me llegan de parte de Alejandro un buen número de plantas y animales raros para mis colecciones, lo que me hace comprender que os alejáis cada vez más hacia países remotos y poco conocidos.

Por mi parte, en los períodos en que he estado libre de las obligaciones de la Academia, he vuelto a Macedonia y a Tracia para proseguir con mi investigación. El hombre que decía llamarse Nicandro y que había sido cómplice de Pausanias en el asesinato de Filipo, en realidad se llama Eupitos y, tal como te dije en una carta anterior, tiene una hija que mantenía escondida en un templo de Artemisa en Tracia, en las cercanías de Salmideso. He conocido a la hija con la ayuda de un oficial de Antípatro y la he hecho poner bajo custodia en un lugar seguro donde también su padre pudiera verla y convencerse de que debía hablar si lo que quería era volver a tenerla.

Creo que ha dicho lo que sabía, es decir, que Pausanias fue muerto por uno de los soldados de la guardia epirota que, en realidad, estaba de acuerdo con los asesinos del rey; que él, Eupitos, tenía la misión de encontrar un escondrijo para aquel soldado y hacerle desaparecer. Los indicios parecen volver a dirigir las sospechas sobre la reina madre, pero bueno es razonar sin prejuicios hasta que todo esté aclarado enteramente.

Este hombre está vivo aún y se esconde en una aldea de montaña en Fócide, no lejos de Haliarto. Es allí adonde tengo intención de dirigirme, tan pronto como el tiempo, que ahora es pésimo, haya mejorado un poco y cuando el dolor de mi hombro me conceda una tregua.

Cuídate.

Calístenes cerró la carta, apagó el velón y se acostó, tratando de pensar en algo que le ayudara a conciliar el sueño.

La marcha se reanudó pocos días después y, la noche anterior a la partida, todos los compañeros de Alejandro y los comandantes de las grandes divisiones de la falange y de la caballería de los hetairoi recibieron como presente del rey unos arreos de plata para los caballos, a la manera persa, y unos mantos de púrpura. Nadie se atrevió a rechazarlos, ni siquiera Clito El Negro, pero ni él ni Filotas hicieron uso de ellos. Estatira fue mandada a Ecbatana con sus damas de compañía y de allí partiría nuevamente a visitar la tumba de su padre en la roca de Persépolis. Alejandro se despidió de ella con amargura.

—¿Pensarás en mí? —le preguntó la muchacha mientras las doncellas la preparaban para la partida.

—Siempre, aún en medio de las batallas, incluso cuando me halle tan lejos que vea nuestras constelaciones bajas en el horizonte. Y piensa tú también en mí, esposa dulcísima.

—¿Te llevarás contigo a Bagoas? —preguntó Estatira con una punta apenas perceptible de malicia.

—Sí —repuso Alejandro—. Me divierte y consigue calmarme también cuando me agobian pensamientos y preocupaciones. Danza y canta de modo encantador.

—Y es muy apuesto también —dijo Estatira—. Tiene unas caderas perfectas, como para provocar la envidia de la más graciosa de las muchachas, y una piel lisa y suave como un pétalo de rosa. En el fondo puedes considerarlo como un regalo mío, en vista de que fui yo misma quien se lo di a mi padre.

Alejandro la estrechó en un largo abrazo y luego la ayudó a subir a su carruaje.

—Si advirtieras que estás en estado, házmelo saber de inmediato, allí donde me encuentre, por medio del correo más veloz de la ciudad. Le he escrito a mi tesorero Hárpalo para que ponga a tu disposición todo cuanto necesites.

—Tú eres lo que necesito —replicó la muchacha—, pero no se puede tener todo. Ten cuidado, no te expongas siempre entre los primeros. No podría resignarme a perderte.

Le besó en la boca, mientras el sol se asomaba detrás de las cimas altísimas de los montes hircanios.

En aquel momento, se oyó el ruido de millares de cascos, gritos de arrieros y un gran chirriar de ruedas. Alejandro se volvió y vio un interminable cortejo de carros, muy semejantes a aquel en el que Estatira estaba a punto de alejarse, que se ponían a la zaga de las últimas unidades del ejército, escoltados por jinetes persas armados.

—Pero... ¿quiénes son? —preguntó el rey, asombrado, al oficial persa que mandaba la escolta.

—Tus concubinas, mi adorado esposo —repuso Estatira antes de que pudiera abrir la boca—. Trescientas sesenta y cinco, tantas como los días del año, cada una con su propio séquito, naturalmente.

—¿Mis concubinas? Pero si yo voy a la guerra y...

—No puedes separarte de ellas. Cada una es hija de un rey aliado nuestro o de un poderoso jefe de tribu de la estepa. Supongo que no querrás ganártelos como enemigos y empujarles a aliarse con Beso.

—No —repuso Alejandro consternado—. No, por supuesto.