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Una chalupa se acercó lentamente al flanco de la nave capitana que cabeceaba anclada en el puerto de Quíos. El estandarte real con la imagen de Ahura Mazda apenas si se movía a cada ráfaga de la brisa nocturna y del castillo de popa se difundía la luz tenue de un fanal.

Alrededor, la flota de guerra del Gran Rey: más de trescientos navíos rostrados, trirremes y quinquerremes de combate, estaban alineados a lo largo de los muelles, amarrados con gruesas maromas de cáñamo.

La chalupa atracó y el marinero golpeó con el remo el costado del casco.

—Hay un mensaje para el comandante Memnón.

—Espera —repuso el oficial de guardia—. Haré que desciendan una escala.

Poco después, el hombre subía a bordo trepando por la escala de cuerda que le habían arrojado desde la borda y solicitaba ser admitido a presencia del comandante supremo.

El oficial de guardia, tras registrarle, le hizo entrar en el castillo de popa, donde Memnón estaba en vela escribiendo cartas y leyendo las relaciones que le mandaban los gobernadores y los comandantes de las guarniciones persas que seguían fieles al Gran Rey y los informadores que había repartido por toda Grecia.

—Tengo un mensaje para ti, comandante —anunció el hombre alargándole un rollo de papiro.

Memnón lo cogió y vio por el sello que era de su mujer: la primera carta que recibía de ella desde que la había dejado.

—¿Hay alguna cosa más? —preguntó.

—No, comandante. Pero si quieres entregarme una respuesta, esperaré.

—Espera, entonces. Ve a ver al contramaestre y haz que te den de beber y de comer si tienes hambre. Te llamaré tan pronto como haya terminado.

Una vez que se quedó solo, Memnón abrió la misiva con manos temblorosas.

Barsine a Memnón, su adorado esposo, ¡salve!

Amadísimo mío, tras un largo viaje hemos llegado sanos y salvos a Susa, donde el rey Darío nos ha recibido tanto a mí como a tus hijos con grandes honores. Nos ha sido asignada un ala del palacio con siervos y doncellas así como un jardín de una maravillosa belleza, una paridaeza con flores de todos los colores, rosas y ciclámenes de intenso perfume, estanques y fuentes con peces rojos y azules, y pájaros de todas partes del mundo, pavos reales y faisanes de las Indias y del Cáucaso, y guepardos domesticados de la lejana Etiopía.

Nuestra situación sería envidiable si tú no estuvieras lejos. Mi tálamo esta desoladamente vacío, es demasiado grande y frío.

La otra noche tomé el libro de las tragedias de Eurípides que me regalaste y leí Alcestes, con lágrimas en los ojos. He llorado, esposo mío, pensando en aquel amor heroico tan intensamente descrito por el poeta, y me impresionó aquel pasaje en el que ella se dirige a la muerte y el marido le promete que nunca ninguna mujer ocupará su lugar: que hará modelar una imagen suya por un gran artista y la hará poner en su lecho, a su lado.

¡Oh, si pudiera hacer yo también otro tanto! Si también yo hubiese llamado a un gran artista, uno de los grandes maestros yauna, como Lisipo o Apeles, y hubiera hecho esculpir tu imagen, o la hubiera hecho pintar en un cuadro de maravillosa belleza para ponerlo en mis aposentos, en lo más recóndito de mi tálamo.

Sólo ahora, esposo mío adorado, sólo ahora que estás lejos comprendo el significado de vuestro arte, el poder turbador con que vosotros los yauna representáis la desnudez de los dioses y de los héroes.

Me gustaría poder contemplar tu cuerpo desnudo, aunque sólo fuera en una estatua o en una pintura, y luego cerrar los ojos e imaginar que por voluntad de un dios esa imagen puede cobrar vida y salir del cuadro, o descender del pedestal, o acercarse a mí como el día en que gozamos por última vez juntos, y acariciarme con tus manos, besarme con tus labios.

Pero la guerra te mantiene lejos, la guerra que no trae sino duelo, llanto y destrucción. Vuelve a mí, Memnón, deja que otros guíen los ejércitos de Darío. Bastante has hecho ya, nadie podría reprochártelo y todos cuentan tus gestas en defensa de Halicarnaso. Vuelve a mi lado, esposo dulcísimo, héroe radiante. Vuelve a mi lado porque todas las riquezas del mundo no valen lo que un solo instante entre tus brazos.

Memnón cerró la carta y se puso en pie acercándose al antepecho. Las luces de la ciudad parpadeaban tenues en la tranquila noche, y llegaban hasta él, desde las calles oscuras y las plazas, los gritos de los niños que jugaban al escondite aprovechando la última tibieza del otoño. Más lejano se oía el canto de un joven, una serenata dirigida a su amada, que quizá le estaba escuchando ruborizándose en la sombra.

Se sintió embargado por una melancolía infinita, por un cansancio mortal, pero al mismo tiempo la conciencia de que pesaban sobre sus espaldas la suerte de un Imperio inmenso, las esperanzas de un gran soberano y la estima de tantos de sus soldados, le impedía abandonarse a aquel sentimiento.

Había sabido que sus últimos irreductibles guerreros, atrincherados en la acrópolis de Halicarnaso, resistían a ultranza, atormentados por el hambre y la sed, y no conseguía resignarse a la idea de no haberles podido liberar. ¡Ay, de haber existido verdaderamente el gran Dédalo, el padre de Ícaro, el artífice capaz de construir unas alas para el hombre! Habría volado al lado de su esposa en la noche para hacerla feliz y luego habría vuelto a su puesto y a su deber antes de rayar el día.

Pero otras eran las órdenes del Gran Rey: debía zarpar para la isla de Lesbos, desde donde prepararía el desembarco en Eubea. El primer desembarco persa después de ciento cincuenta años.

Hacía poco había recibido una carta de los espartanos, que se declaraban dispuestos a aliarse con el rey Darío y ponerse a la cabeza de una sublevación general de los griegos contra Macedonia.

Volvió a sentarse en su mesa de trabajo y se puso a escribir.

Memnón a Barsine, esposa dulcísima, ¡salve!

Tu carta ha despertado en mí los recuerdos más hermosos y conmovedores, los momentos que pasamos juntos en nuestra casa de Zelea y en Caria, antes de la última separación. No puedes imaginarte cuán dolorosamente siento tu ausencia y de qué modo la imagen de tu belleza está presente cada noche en mis sueños. No podré encontrar nunca a ninguna mujer deseable hasta que no consiga volver a abrazarte.

Me espera un último esfuerzo, el choque definitivo, y luego podré descansar al lado de mis hijos y entre tus brazos, mientras los dioses me concedan vida y aliento.

Dales un beso de mi parte y cuídate.

Cerró la carta pensando que aquella materia inerte sería tocada por los dedos de Barsine, ligeros cual pétalos de flores e igual de perfumados. Suspiró, luego llamó al correo y se la entregó.

—¿Cuándo la recibirá? —preguntó.

—Pronto, dentro de menos de veinte días.

—Bien. Que tengas un buen viaje y que los dioses te protejan.

—Y también a ti, comandante Memnón.

Le miró mientras se alejaba en su chalupa. A continuación volvió al castillo de popa y convocó al capitán de la nave.

—Zarpamos, capitán. Dad la señal luminosa a las otras naves.

—¿Ahora? Pero ¿no sería mejor esperar al alba? Habrá más visibilidad y...

—No. Quiero que nuestros movimientos sigan siendo secretos. Lo que nos disponemos a hacer es de la máxima importancia. Indica también que quiero a todos los comandantes de las unidades de combate para tener un Consejo aquí, en la nave capitana.

El capitán, un griego de Patara, se inclinó y se dispuso a cumplir las órdenes recibidas. Poco después, algunas chalupas se acercaron a la nave de Memnón y sus ocupantes subieron a bordo.

Uno tras otro saludaron al comandante y tomaron asiento en dos banquetas dispuestas a los lados del castillo de popa. Memnón se sentó al fondo, en el escaño del navarca. Estaba envuelto en su manto azul y llevaba la armadura. Sobre un escabel descansaba su yelmo corintio: una celada bruñida con la rosa de Rodas en plata incrustada en la frente.

—Navarcas, en este momento la suerte nos ofrece la última posibilidad de redimir nuestro honor de soldados y de ganarnos la soldada que recibimos del Gran Rey. No hay más puertos en los que buscar refugio a nuestras espaldas que los remotos atracaderos de Cilicia y de Fenicia, distantes muchos días de navegación. Por tanto no nos queda otra elección, tenemos que seguir adelante y cortar de raíz la fuerza que sostiene a nuestro adversario.

»He recibido un mensaje secreto de los espartanos, un despacho envuelto alrededor de una skytale. Si desembarcamos en el continente, están dispuestos a unirse a nosotros con su ejército. He decidido, por tanto, poner rumbo hacia Lesbos y de ahí hacia Esciros y Eubea, donde encontraré a los patriotas atenienses dispuestos a prestarnos su apoyo. He hecho enviar un mensaje a Demóstenes y creo que la respuesta será positiva. Es todo, por ahora. Volved, pues, a vuestras naves y estad preparados para las maniobras.

La nave capitana se deslizó lentamente fuera del puerto con las luces de popa encendidas, y todas las demás embarcaciones la siguieron. Hacía una noche clara y estrellada y el piloto de Memnón gobernaba el timón con mano segura. El segundo día el tiempo cambió y el mar se encrespó ante el empuje de un fuerte viento de Noto. Algunas de las naves sufrieron daños y la flota tuvo que avanzar a fuerza de remos durante casi dos días.

Llegaron a destino al quinto día y entraron en la gran rada de poniente, esperando que el tiempo mejorara. Memnón ordenó que las embarcaciones dañadas fuesen reparadas y mandó a sus oficiales que reclutasen mercenarios a los que embarcar. Entretanto él visitó la isla, que era encantadora, y quiso que le mostrasen las casas de la poetisa Safo y del poeta Alceo, ambos oriundos de Lesbos.

Precisamente delante de la casa que se decía fuera de Safo, había unos escribanos ambulantes que copiaban los poemas de la poetisa por encargo, en tablillas de madera o bien en rollos de papiro bastante más caros.

—¿Sabrías escribir uno en persa? —preguntó a uno que por su aspecto se hubiera dicho oriental.

—Sí, por supuesto, poderoso señor.

—Entonces escribe ése que comienza:

Igual a los dioses se me aparece

ese hombre que, sentado

frente a ti, de cerca escucha

tu dulce voz y tu risa adorable.*

—La conozco, señor —dijo el escribano mojando el cálamo en el tintero—. Es un canto de celos.

—Sí que lo es —asintió Memnón aparentemente impasible.

Y se sentó sobre un murete a esperar que el escribano acabara su traducción.

Se había enterado de que Barsine había estado en manos de Alejandro, y a ratos se sentía dominado por una sensación de espanto.