El ejército se puso en marcha poco después dirigiéndose hacia levante, avanzando por una meseta ondulada cubierta de una rica vegetación. La noticia de que toda la corte persa al completo, aparte de la princesa Estatira, seguía a la expedición corrió de inmediato por todas las unidades sembrando el desconcierto, provocando sarcasmos o incluso una abierta burla. Hefestión a punto estuvo en varias ocasiones de desenvainar la espada para defender el honor del rey, pero Tolomeo y Seleuco no se separaban de su lado y cortaban apenas se producían las peleas y riñas que habrían podido degenerar en altercados mucho más serios.
Después de veinte días de marcha, cuando los guías estaban a punto de tomar hacia el norte en dirección a Bactriana donde se había refugiado Beso, se supo que Satibarzanes y Barsaentes, sátrapas de las provincias de Aria y de Aracosia, se habían rebelado y preparaban un ejército para sorprender al macedonio por la espalda.
Alejandro reunió inmediatamente el consejo de guerra presentándose revestido con la armadura griega, pero a nadie le pasó por alto que, aparte del anillo con la estrella argéada, llevaba también otro con el sello real persa.
—Amigos —comenzó diciendo—, debéis saber que hemos de modificar la dirección de nuestra marcha. Hay que tomar hacia el sur para cortar la rebelión de Satibarzanes y Barsaentes. Haremos lo siguiente: mientras Crátero sigue con la infantería, yo partiré con toda la caballería. Me seguirán Filotas, Hefestión, Tolomeo, Lisímaco y Leonato. Pérdicas y Seleuco se quedarán con Crátero. Nosotros caeremos sobre los rebeldes con la máxima rápidez, antes de que se den cuenta de que hemos cambiado de camino, y les barreremos. Crátero nos echará una mano tan pronto como llegue, si lo necesitamos. Si alguien tiene alguna idea mejor, que la exprese libremente.
Nadie habló, nadie rió o bromeó o dijo ninguna bravata como generalmente sucedía. Reinaba un clima cargado de descontento e incomodidad. Todos sabían cómo había tratado el rey a Clito en Zadracarta cuando se había permitido criticarle por su modo de vestir. Todos pensaban, sin decirlo, en el gran compromiso y en los esfuerzos que costaba la escolta del enorme séquito de concubinas, siervos y eunucos que demoraban inútimente la marcha. Todos estaban al corriente de los continuos episodios de fricciones y de recíproca intolerancia entre tropas macedonias y tropas persas.
Alejandro les miró a la cara uno a uno, buscando una expresión de amistad o de comprensión, pero todos bajaban la mirada como avergonzándose de mostrarle el afecto que habían sentido por él durante tantos años.
—No veo mucho entusiasmo —observó en tono intencionadamente humilde—. ¿Acaso os he tratado mal? ¿Os he desilusionado en algo? ¡Vamos, hablad!
Habló Hefestión:
—No tienen el coraje de decírtelo, pues tienen miedo. ¡Mírales! Ahora que son ricos y esperan poder disfrutar de la vida tienen miedo; te critican porque vistes con excesivo lujo, porque llevas contigo a los soldados persas y a todas esas muchachas, pero a ellos les gustaría hacer lo mismo, acaso cómodamente instalados en un hermoso palacio de algún lugar entre aquí y la costa fenicia. No se acuerdan ya de las promesas que te hicieron de seguirte adonde fuere, incluso al fin del mundo. ¿No es así, muchachos? Eh, ¿no es así acaso? Vamos, decid algo, ¿o es que os habéis quedado sin habla?
—Déjalo correr, Hefestión —intervino en ese punto Crátero—. Yo estoy dispuesto a dar la vida por el rey, aquí, en este momento, y lo mismo lo están todos mis compañeros. No sólo es cuestión de atuendos o de concubinas. Los hombres tienen necesidad de saber cuándo terminará esta maldita guerra. Tienen necesidad de saber dónde está la meta y cuánto tiempo se necesitará para alcanzarla. No pueden saber en el último momento, día a día, que habrá una etapa más y luego otra y otra. ¿Hacia el norte, no, hacia el sur, o tal vez hacia el oeste? Tienen necesidad de reconocerte, Alejandro, de saber que sigues siendo su rey. Están dispuestos a seguirte, pero no pueden vivir en una continua incertidumbre, consumir un día tras otro sin esperanza, sin seguridad en nada.
Alejandro hizo un gesto con la cabeza sin hablar, como tomando nota de una situación que ni siquiera habría podido imaginarse sólo un mes antes. De nuevo tomó la palabra Hefestión:
—Pero vosotros, vosotros ¿qué les decís a vuestros hombres? Tú, Filotas, que eres ahora el comandante general de toda la caballería, ¿qué les dices a tus hetairoi? ¿Sigues diciendo que Alejandro no habría hecho nada sin tu contribución y la de tu padre? ¿Te has vuelto un flojo? ¿Que cada noche su única preocupación es asistir al desfile de sus concubinas desnudas para elegir a aquella que deberá ocuparse de su pajarito? ¿Que no estudia ya, que nos se preocupa ya de sus hombres ni de su destino?
—¡Mientes! —gritó Filotas fuera de sí—. Nunca he dicho nada por el estilo.
—De acuerdo —replicó Hefestión—. Pero tales son los rumores que corren y que ya lo hacían en Cilicia tras la batalla de Issos, y en Egipto después de nuestro regreso del oasis de Amón.
—¡Meras calumnias! ¡Mentiras! Tráeme a quien ha dicho esas palabras, encuéntrame a uno sólo que venga a sostenerlas a cara descubierta, si tiene el valor de hacerlo. Ayer llegó la noticia de que mi hermano Nicanor yace herido en Zadracarta por un flecha durante una patrulla por las montes de Hircania, y ninguna cura ha servido de nada hasta ahora. ¿Alguien se ha preocupado por preguntar cómo está? ¿Alguien ha pensado en mi padre, que ha perdido ya a su hijo más joven y que tal vez perderá ahora a otro? ¿Y he pedido yo ser exonerado, ser dejado atrás para prestarle asistencia?
—Tú eres comandante general de la caballería y ese cargo te obliga bastante a tener que olvidar al pobre Nicanor —rebatió sarcástico Hefestión.
Filotas se levantó e hizo ademán de arrojarse sobre él, pero Tolomeo le detuvo interponiéndose y mirando directamente a los ojos de Hefestión.
—¡Basta ya! —le gritó—. Es injusto hablarle a Filotas de ese modo. Nicanor se está muriendo, he tenido conocimiento de la noticia hace poco por un correo, antes de que comenzase este consejo. A estas horas podría estar ya...
En la tienda del consejo se hizo un silencio sepulcral y durante interminables momentos se oyó tan sólo el silbido del viento de la meseta, voz inquietante de una soledad infinita, y el chasquear insistente del estandarte real contra su asta. Filotas se había tapado el rostro con las manos, Hefestión había bajado los ojos y no sabía qué decir. Seleuco y Tolomeo intercambiaban una mirada angustiada buscando en vano el uno en los ojos del otro la idea para desbloquear aquella tensión insoportable. Peritas, que estaba acostado a los pies de Alejandro, levantó el morro hacia su amo gruñendo inquieto. Parecía percibir el peso que embargaba su ánimo.
Alejandro le hizo una caricia, luego se puso en pie y dijo:
—Sinceramente lo siento por Nicanor, pero yo he de saber si puedo contar con vosotros.
Crátero miró a su compañeros, luego se levantó a su vez y se enfrentó a él.
—¿Cómo puedes dudarlo? ¿No estamos siempre contigo? ¿No hemos luchado siempre sin ahorrar esfuerzos, no hemos recibido todo tipo de heridas? Únicamente pedimos saber qué quieres de nosotros, pero sobre todo de los hombres que te han seguido hasta aquí.
—Quiero ser comprendido —respondió Alejandro— porque no he cambiado. Lo que hago debe ser hecho.
—¿Puedo hablar? —le preguntó en aquel punto Leonato.
—Ciertamente.
—Los hombres tienen miedo de que quieras llegar a ser como el Gran Rey, que quieras obligarles a comportarse como persas y a los persas a comportarse como ellos.
—Si hubiera querido convertirme en el Gran Rey, ¿crees que habría quemado el palacio de Persépolis y el salón del trono? Mañana reanudaremos la marcha. Eumolpo de Solos me ha hecho saber que Satibarzanes está en Artacoata. Partiremos al amanecer. Aquel de vosotros que no se vea con ánimos puede volver atrás y llevarse con él a sus hombres.
—Alejandro, pero nosotros... —trató de replicar Leonato.
Pero el rey se levantó y salió.
Filotas levantó la cabeza y se volvió en torno para mirar a sus compañeros.
—No tiene derecho a tratarnos de este modo. No tiene ningún derecho —dijo.
Alejandro alcanzó entretanto su tienda y entró. En el interior le esperaba Eumolpo de Solos.
—¿Hay más noticias de Satibarzanes? —preguntó dejándose caer en un asiento.
—Se está preparando para el enfrentamiento, pero sus tropas están bastante desmoralizadas. No creo que presenten una denodada resistencia. ¿Cómo ha ido el consejo?
Alejandro se encogió de hombros.
—No te lo tomes a mal. Sólo necesitan habituarse a las novedades. Es gente apegada a sus tradiciones, y luego, en mi opinión, están celosos. Temen que tú te alejes de ellos, que no seas ya capaz de tratarles con la misma confianza.
—Parece que les conozcas muy bien.
—Bastante.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que después de Issos, cuando reanudé mi trabajo a tu servicio, me ocupé también de tus amigos. ¿Quién crees que metió a las muchachas en su cama?
—¿Tú? Pero yo no...
—¡Ah, tonterías! Mi trabajo, o se hace bien, o no se hace en absoluto. Y además las historias de cama son mi especialidad. ¿Sabías que los hombres tienden a hablar mucho más libremente después de haber jodido? ¿No es curioso?
—Déjalo correr.
—Y las muchachas me lo contaban todo.
—Mis amigos no me traicionarían jamás.
—Tal vez no. Pero alguno puede estar más expuesto que otros a cierto tipo de tentaciones. Por ejemplo Filotas, tu comandante general de la caballería. Un hombre que tiene un cargo delicado.
Alejandro se mostró de repente atento.
—¿Qué sabes de Filotas?
—No mucho. Pero en aquel entonces solía decir que eras un jovenzuelo presuntuoso, que sin él y su padre no habrías vencido nunca, ni en el Gránico ni en Issos, y que les tratabas injustamente.
—¿Por qué no me lo dijiste enseguida?
—Porque no me habrías prestado oídos.
—¿Y por qué debería prestártelos ahora?
—Porque ahora estás en peligro. Estás a punto de atravesar lugares completamente desconocidos, para hacer frente a poblaciones salvajes. Has de saber con quién puedes contar y con quién no. Ándate con cuidado con tu primo Amintas.
—Le he hecho vigilar con discreción después de que le hice arrestar la primera vez en Anatolia. Siempre se ha comportado como un valiente y siempre ha sido leal conmigo.
—Precisamente por eso, un príncipe leal y valeroso. Si perdieras el favor de tus hombres, ¿hacia quién se volverían sus miradas?
Alejandro le miró en silencio y fue Eumolpo quien dio voz a la respuesta que le leía en los ojos:
—Al único superviviente de la casa de los Argéadas. Espero que los dioses te concedan un sueño tranquilo. Buenas noches.
Se levantó, saludó con un leve gesto de cabeza y, asegurándose de que Peritas no le hubiera seguido, se alejó hacia su alojamiento.