36

Aristandro estaba erguido delante de él como un fantasma y la única lámpara que ardía en la tienda le confería a su rostro un aspecto más desconcertante aún, si cabía. Alejandro saltó de la cama, como si le hubiera picado un escorpión.

—¿Cuándo has llegado? —le preguntó—. ¿Y quién te ha hecho entrar?

—Ya te dije que conozco muchas hechicerías y puedo moverme en medio de la noche a mi antojo.

Alejandro se puso en pie y echó una ojeada a su perro: dormía tranquilo, como si no hubiera nadie en la tienda aparte de él.

—¿Cómo lo has hecho? —preguntó de nuevo el rey.

—Eso no tiene importancia.

—¿Qué la tiene?

—Lo que voy a decirte. Mis conciudadanos han dejado tan sólo los centinelas en las peñas que controlan el paso y se han retirado dentro de Termeso. Cógeles por sorpresa y haz pasar al ejército. Inmediatamente después verás que hay un sendero en el lado izquierdo de la montaña que conduce hasta las puertas de la ciudad. Mañana, tus trompas le darán los buenos días.

Alejandro salió y vio que el campamento estaba sumido en el silencio: todos dormían tranquilos y los centinelas de guardia se calentaban cerca de sus vivaques. Se volvió hacia Aristandro y el vidente señaló el cielo:

—Mira, un águila que sobrevuela en amplias evoluciones las murallas. Esto significa que la ciudad estará a tu merced después de este ataque nocturno. Las águilas no vuelan de noche, es sin duda una señal de los dioses.

Alejandro dio orden de despertar a todos sin hacer sonar la trompa, luego convocó a Lisímaco y al comandante de los agrianos.

—Éste es un trabajo para vosotros. Sé que en aquellas peñas hay únicamente grupos de centinelas. Tenéis que sorprenderles y quitarles de en medio sin armar ruido, tras lo cual haremos pasar al ejército por el estrecho paso. Si la misión tiene éxito, indicádnoslo arrojando unas piedras.

Los agrianos fueron instruidos en su lengua acerca de lo que había que hacer y Alejandro les prometió una recompensa si tenían éxito en su misión. Aceptaron de buen grado, se pusieron en bandolera sus cuerdas de cáñamo, las bolsas con los piquetes y se metieron los puñales en el cinto. Cuando la luna asomó unos breves instantes por entre las nubes, Alejandro les vio que hacían la escalada de las rocas con su increíble agilidad de montañeros. Los más audaces trepaban con las manos desnudas hasta donde les era posible, luego aseguraban la cuerda en un saliente o en un clavo encajado en una hendidura y la hacían descender para permitir subir a los demás compañeros.

En aquel momento, la luna se ocultó entre las nubes y los agrianos agarrados a las peñas desaparecieron del todo. Alejandro avanzó, seguido por Tolomeo y su guardia personal, hasta el estrecho paso. Esperaron allí escondidos.

No había pasado mucho rato cuando que se oyó una fuerte golpe de algo que caía y luego otro y otro más: eran los cadáveres de los centinelas que eran arrojados por los agrianos.

—Misión cumplida —observó Tolomeo echando una ojeada a los cuerpos despanzurrados—. Puedes hacer avanzar al ejército.

Pero Alejandro le hizo una señal de que tuviera paciencia. Poco después se oyeron otras caídas semejantes y luego el ruido seco de unas piedras que caían desde lo alto rebotando por las paredes rocosas.

—¿Qué te decía? —repitió Tolomeo—. Misión cumplida. Es gente que tiene buena mano, y en estas situaciones son insuperables.

Alejandro le pidió que transmitiera lo dicho a las secciones para que avanzaran en silencio a lo largo del estrecho paso y la larga columna se puso en movimiento, mientras los agrianos, una vez llevado a cabo su cometido, descendían de las peñas recuperando, a medida que bajaban, las cuerdas con las que habían realizado la escalada.

Los guías y los exploradores en avanzadilla en la ladera izquierda de la garganta no tardaron en descubrir el sendero que subía hacia la altiplanicie y antes del amanecer el ejército estaba ya formado al completo delante de las murallas, pero en un terreno tan accidentado que ni siquiera hubiera habido sitio para acampar.

Apenas fue levantada su tienda en una de las pocas explanadas libres de rocas, el rey hizo convocar el Consejo de sus compañeros. No obstante, mientras el heraldo iba dando una vuelta con el fin de buscarlos, Hefestión le anunció otra visita: un hombre llamado Sisine, un egipcio, solicitaba hablar con él lo más pronto posible.

—¿Un egipcio? —preguntó Alejandro sorprendido—. Pero ¿quién es? ¿Lo has visto alguna vez?

Hefestión sacudió la cabeza.

—A decir verdad, no, pero él afirma conocernos a los dos, haber trabajado en su momento para tu padre el rey Filipo, habernos visto correr de niños por el patio del palacio de Pela. Por el aspecto, se diría que viene de lejos.

—¿Y qué quiere?

—Dice que únicamente puede hablar contigo a solas.

El heraldo se presentó en aquel momento.

—Rey, los comandantes están aquí y esperan fuera de la tienda.

—Que entren —ordenó Alejandro. Y luego, vuelto hacia Hefestión, agregó—: Haz que le den de comer y de beber y que pueda descansar hasta que le hayan preparado una tienda. Luego vuelve aquí. Quiero que estés presente en el Consejo.

Hefestión se alejó e inmediatamente después entraron los amigos del rey: Eumenes, Seleuco, Tolomeo, Pérdicas, Lisímaco y Leonato. Filotas estaba con su padre en la Frigia interior, juntamente con Crátero y El Negro.

Todos le besaron en las mejillas y tomaron asiento.

—Habéis visto la ciudad —comenzó diciendo Alejandro—. Y habéis visto el terreno, rocoso, accidentado. Aunque quisiéramos construir torres de asalto con la madera de los bosques, no conseguiríamos arrastrarlas para ponerlas en posición, y si quisiéramos excavar una mina, tendríamos que perforar la roca viva con maza y escoplo. ¡Imposible! La única solución es poner cerco a Termeso, pero sin saber cuándo caerá. Pueden requerirse días o meses...

—En Halicarnaso no nos planteamos semejantes problemas —observó Pérdicas—. Empleamos el tiempo que fue necesario.

—Apilemos una montaña de madera contra las murallas, prendámosle fuego y hagámoslas estallar con el calor —propuso Leonato.

Alejandro sacudió la cabeza.

—¿Has visto a qué distancia están los bosques? ¿Y cuántos hombres perderíamos mandándoles bajo las murallas a llevar leña sin techumbres de protección y sin poder cubrirles? Yo no mando a mis hombres a la muerte si no corro los mismos riesgos que ellos, y vosotros también. Además, el tiempo apremia. Hemos de unirnos sin falta al cuerpo de ejército de Parmenión.

—Se me acaba de ocurrir una idea —intervino Eumenes—. Estos bárbaros son exactamente igual que los griegos. Se matan continuamente entre ellos. Seguro que los habitantes de Termeso tienen enemigos; bastará, por tanto, con ponernos de acuerdo con ellos. Después de lo cual podremos retomar nuestro camino hacia el norte.

—No es mala idea —dijo Seleuco.

—En absoluto —aprobó Tolomeo—. Dando por supuesto que consigamos encontrar a dichos enemigos.

—¿Quieres ocuparte tú? —preguntó Alejandro al secretario.

Eumenes se encogió de hombros.

—Por fuerza, si no lo hace nadie más.

—Entonces, entendido. Entretanto, sin embargo, mientras nos encontremos aquí, pongamos cerco a la ciudad y no dejemos entrar ni salir a nadie. Ahora id a ocuparos de vuestros hombres.

Los compañeros se alejaron uno tras otro y poco después llegó Hefestión.

—Veo que habéis terminado ya. ¿A qué conclusión habéis llegado?

—Que no tenemos tiempo para expugnar esta ciudad. Esperamos encontrar a alguien que lo haga por nosotros. ¿Dónde está el huésped?

—Está fuera esperando.

—Entonces, hazle pasar.

Hefestión salió y poco después entró un hombre más bien mayor, más próximo a los sesenta que a los cincuenta, de barba y pelo gris, ataviado como los indígenas de la meseta.

—Adelante —le invitó Alejandro—. Sé que has solicitado hablar conmigo. ¿Quién eres?

—Me llamo Sisine y vengo de parte del general Parmenión.

Alejandro le miró a los ojos oscurísimos y bastante inquietos.

—No te he visto nunca antes —replicó—. Si te manda Parmenión, tendrás seguramente una carta con su sello.

—No tengo ninguna carta, pues habría sido demasiado peligroso de haber sido capturado. Tengo orden de referirte de viva voz lo que me ha sido dicho.

—Entonces habla.

—Hay un pariente tuyo con Parmenión, que está al mando de la caballería.

—Es mi primo Amintas de Lincéstide. Es un excelente combatiente, y por eso le he confiado la caballería tesalia.

—¿Y te fías de él?

—Cuando fue asesinado mi padre, se puso al punto de mi lado y desde entonces me ha sido siempre leal.

—¿Estás seguro? —insistió el hombre.

Alejandro comenzaba a perder la paciencia.

—Si tienes algo que decir, habla en vez de seguir haciéndome preguntas.

—Parmenión interceptó un correo persa con una carta del Gran Rey dirigida a tu primo.

—¿Puedo verla? —preguntó Alejandro alargando la mano.

Sisine sacudió la cabeza con una leve sonrisa.

—Se trata de un documento delicadísimo que no podíamos ciertamente arriesgarnos a perder, en el caso de que yo hubiera sido capturado. Sin embargo, estoy autorizado por el general Parmenión a referirte su contenido.

Alejandro le hizo una señal para que se adelantara.

—La carta del Gran Rey ofrece a tu primo Amintas de Lincéstide el trono de Macedonia y dos mil talentos en oro si te da muerte.

El rey se quedó en silencio. Pensó en lo que le había dicho Eumolpo de Solos sobre una gran suma de dinero que había sido enviada desde el palacio real de Susa en dirección a Anatolia y pensó también en todos los gestos de valor y en la lealtad demostrada para con él hasta aquel momento por su primo. Se sintió atrapado en las redes de una trama contra la cual el valor, la fuerza y el coraje nada valían, una situación en la que su madre habría sabido moverse mil veces mejor que él y que de todos modos debía ser resuelta sin dilaciones.

—Si no es cierto, te haré cortar a pedazos y los arrojaré a los perros —amenazó.

Peritas, que dormitaba en un rincón, levantó la cabeza y se pasó la roja lengua por los bigotes, como si estuviera interesado en el cariz que había tomado la conversación. Pero Sisine no pareció turbado en modo alguno.

—Si miento, no te será difícil comprobarlo una vez que te reúnas con Parmenión.

—Pero ¿qué pruebas tenéis de que mi primo tiene intención de aceptar el dinero y la propuesta del Gran Rey?

—En teoría ninguna. Pero piensa, señor. ¿Habría hecho el rey Darío una propuesta de este tipo y arriesgado una suma de tales proporciones de no haber tenido probabilidades de éxito? ¿Conoces tú a algún hombre capaz de resistirse a los halagos del poder y de la riqueza? Yo, en tu lugar, no me arriesgaría. Con todo ese dinero, tu primo podría pagar a mil sicarios, podría alistar a un ejército entero.

—¿Me estás sugiriendo cómo comportarme?

—Los dioses me guarden de hacerlo. Soy un fiel servidor que ha cumplido con su deber atravesando montañas cubiertas de nieve, padeciendo hambre y frío, arriesgando muchas veces la vida en los territorios aún en manos de los soldados y de los espías del Gran Rey.

Alejandro no respondió, pero comprendió que en aquel punto no tenía alternativas, que debía de tomar una decisión fuera la que fuese. Sisine interpretó aquel silencio del modo más lógico.

—El general Parmenión me ha ordenado regresar lo más pronto posible con tus disposiciones. Y tampoco éstas podrán ser escritas. Deberé referirlas de viva voz. Por otra parte, el general me honra con su plena confianza.

Alejandro le volvió la espalda porque no quería que leyera en su frente los pensamientos que le cruzaban por la mente. Luego, tras haber reflexionado y ponderado cada cosa, se volvió y dijo:

—Referirás lo siguiente al general Parmenión: «He recibido tu mensaje y te estoy agradecido por haber desbaratado una conjura que habría podido ocasionar grave daño a nuestra empresa o causar mi muerte. No tenemos, sin embargo, por lo que me ha sido referido, ninguna prueba de que mi primo tuviera intención de aceptar ese dinero y esa propuesta. Te pido, por tanto, que le mantengas bajo arresto hasta que haya llegado yo para interrogarle personalmente. Pero quiero que sea tratado como conviene a su rango y a su grado. Espero que estés bien. Cuídate.»

—Ahora repite —ordenó Alejandro.

Sisine le miró directamente a los ojos y repitió el mensaje palabra por palabra, sin pararse y sin vacilaciones.

—Muy bien —replicó el rey disimulando su asombro—. Ahora ve a divertirte. Te proporcionarán un alojamiento para la noche. En cuanto te sientas dispuesto y descansado, podrás volver a partir.

—Pediré una alforja con comida y un odre de agua y partiré inmediatamente.

—Espera.

Sisine, que estaba inclinándose para hacer el saludo, enderezó de inmediato la espalda.

—A tus órdenes.

—¿Cuántas jornadas has empleado para llegar aquí desde que dejaste al general?

—Once jornadas a lomo de mulo.

—Dile a Parmenión que me pondré en marcha dentro de cinco jornadas a lo sumo y que le alcanzaré en Gordio en el mismo tiempo que te ha sido necesario a ti para llegar hasta mí.

—¿Quieres que repita también este mensaje?

Alejandro sacudió la cabeza.

—No importa. Te doy las gracias por las informaciones que me has traído y le diré a Eumenes que te lo recompense.

Sisine rehusó aceptarlo.

—Mi premio es haber contribuido a la salvaguardia de tu persona, señor. No quiero nada más.

Le lanzó una última mirada que habría podido significar cualquier cosa, luego se inclinó respetuosamente y salió. Alejandro se dejó caer sobre un escabel y se tapó la cara con las manos.

Permaneció largamente sentado e inmóvil: volvía con el pensamiento a los días en que, de niño, en Pela, jugaba con sus compañeros y sus primos a la pelota y al escondite, y sentía ganas de gritar y de llorar.

No sabría decir cuánto tiempo había pasado cuando Leptina se le acercó con su paso imperceptible y le apoyó las manos en los hombros.

—¿Malas noticias, mi señor? —preguntó con voz queda.

—Sí —repuso Alejandro sin volverse.

Leptina le apoyó la mejilla en un hombro.

—He conseguido encontrar leña para calentar agua. ¿No te apetecería darte un baño?

El soberano asintió, siguió a la muchacha al sector privado de la tienda donde humeaba una tina llena de agua hirviente y se dejó desnudar. Estaba el velón encendido y hacía rato que había caído ya la noche.