Se acercaba el día fijado para la partida y Alejandro había hecho venir a la princesa Estatira para pasar con ella algún tiempo antes de una larga separación. Salió a recibirla al camino y ella, apenas le vio de lejos, bajó de su carruaje y corrió a su encuentro a pie igual que una muchacha corre a echarse en brazos de su primer enamorado. También él bajó del caballo y la estrechó contra sí con pasión cuando ella se le arrojó al cuello. Le fascinaba su frescura ingenua, su dócil disponibilidad, el hecho de que no le coaccionara nunca en nada, ni siquiera en las cartas que le escribía.
Luego se pusieron en camino a pie, conversando como viejos amigos, hacia la residencia del rey en Alejandría de Aria; Estatira observaba las obras que aparecían por doquier para la realización de los nuevos edificios que harían de la vieja Artacoata una ciudad griega: los templos de los dioses en el lugar más elevado, el gimnasio al lado del ágora para los ejercicios de los jóvenes guerreros, el teatro para las representaciones escénicas.
—Lo que encuentro más emocionante —decía el rey— es pensar que dentro de un tiempo, en este lugar tan lejano de Atenas, de Corinto y de Pella, resonarán los versos de Eurípides y de Sófocles. ¿Has asistido alguna vez a una de nuestras tragedias?
—No —respondió Estatira—, pero he oído hablar de ellas. Se representa una historia, hay actores que actúan, un coro que danza y que canta, ¿no es así? Mi preceptor me dijo que había visto una tragedia en una de las ciudades yauna de la costa.
—Más o menos así es —replicó Alejandro—, pero asistir a ella es otra muy distinta, pues uno revive las emociones y las pasiones de los antiguos héroes y de sus mujeres como si fueran seres vivos y reales.
Estatira le apretó el brazo para hacerle sentir cuánto la fascinaban aquellas palabras.
—Me hubiera gustado esperar a que el teatro estuviera acabado, pero no hay tiempo. El usurpador Beso se apresta a atravesar el Paropámiso para unirse a las tribus escitas de las grandes llanuras. Tengo que darle alcance para hacer justicia con él, y por tanto adelantaré la representación a mañana, en una escena de madera y con graderías de madera. Partiré al día siguiente.
—¿Podré pasar la noche contigo? —preguntó Estatira. Y le susurró al oído—: He recorrido setenta parasangas en ese carruaje sobre todo para esto, ¿o qué crees?
Alejandro sonrió.
—Espero que estés a la altura de un sacrificio tan grande. Entretanto haré que estés dignamente hospedada.
En el ínterin habían llegado a su residencia, el palacio que fuera del sátrapa Satibarzanes, y las mujeres tomaron bajo su cuidado a la princesa llevándola a sus habitaciones.
El rey volvió a hacerle una visita hacia el anochecer, saliendo del campamento donde había pasado por la tarde para vigilar el estado de los preparativos para la partida. El sol había desaparecido por el horizonte y los últimos reflejos doraban aún las ralas nubes que navegaban lentamente cual veleros por el cielo. Pero hacia la parte de levante se había ya completamente despejado y precisamente de aquel lado observó Alejandro la luz de un fuego solitario.
—¿Quién hay allí? —preguntó a sus soldados de la guardia.
—Tal vez sea un pastor que está preparando su comida antes de echarse a dormir —fue la respuesta.
Pero cuando estuvieron más cerca, se vio ondear un manto blanco que se alzaba del suelo, agitado por la brisa nocturna.
—Aristandro —murmuró el rey y espoleó a su cabalgadura hacia el vivaque.
La guardia se dispuso a seguirle, pero él hizo un gesto de que se quedarán atrás y tuvieron que obedecer.
El vidente estaba de pie delante de un montón de piedras sobre las que ardía el fuego y mantenía la mirada fija en las llamas que crepitaban alimentadas por ramiza seca de acacia. No pareció darse cuenta siquiera del ruido de los cascos del caballo que se acercaba, pero volvió a la realidad al oír la voz de Alejandro.
—¿Has oído mi llamada? —preguntó con un extraño timbre alterado.
—He visto tu fuego.
—Estás en peligro.
—Lo estoy siempre. Mi cuerpo está lleno de cicatrices.
El vidente pareció verle sólo en aquel momento y mientras le miraba fijamente a los ojos murmuró:
—Es extraño, sólo tu rostro se ha visto libre de ellas. En cambio, dicen que tu padre estaba desfigurado cuando murió.
—¿Acaso tienes fuertes presagios de muerte para mí, Aristandro? Yo quisiera hacer realidad mi sueño y querría... un hijo, antes de...
El vidente le interrumpió:
—Te salvarás, pero presta atención a lo que te diga un muchacho. A la voz de un muchacho —repitió—. No puedo decirte nada más, no puedo...
Tenía los ojos húmedos.
—¿Y tu pesadilla? ¿Todavía ves a ese hombre desnudo que arde vivo en una pira?
—Lo veo siempre. —Y señaló el fuego que tenía delante—. Su silencio me trastorna. Su silencio, ¿comprendes?
Alejandro se alejó a pie llevando a su caballo por el ronzal y llegó al sendero donde le esperaba la guardia. Le pareció que veía a su padre traspasado por la espada de uno de ellos y los alejó con un gesto de la mano.
—Podéis marcharos. No necesito ninguna guardia. Mis hombres me quieren, así como también mis compañeros. Marchaos.
Filotas salió de su morada entrada la noche y fue andando apresuradamente hacia un lugar en la parte alta de la ciudad, una maciza construcción de adobe que había sido destinada a cuartel general de los oficiales de la caballería de los hetairoi. No había luna, pero el cielo resplandecía de una miríada de estrellas increíblemente grandes y brillantes, y la estela diáfana de la galaxia se extendía en la bóveda celeste cual un largo suspiro de luz.
Iba cubierto con un manto oscuro y ocultaba su cabeza y rostro bajo la capucha, de modo que nadie habría podido reconocerle. Únicamente se descubrió delante de la guardia que vigilaba la entrada, que se puso firmes bajando la lanza en señal de saludo. Entró y se encontró frente a Simias, uno de los comandantes del batallón de los pezetairoi.
—¿Dónde están los demás? —preguntó.
—No lo sé —repuso el oficial.
—Claro que lo sabes. Como lo sé yo. No me moveré de aquí hasta que les haya visto a todos, uno por uno, aunque sea a costa de... de tener que avisar al rey.
Simias palideció.
—No te muevas —dijo—. Algunos están en la torrecilla del bastión oriental, otros en el cuerpo de guardia del patio central.
Salió por una puertecilla lateral y Filotas permaneció caminando adelante y atrás mientras se retorcía las manos durante la angustiosa espera.
Llegaron uno tras otro, en pequeños grupos, y Filotas les miró atentamente, como si estuviera pasando revista a una unidad, pero con una expresión de fastidio: Simias de Neápolis, comandante del tercer batallón de los pezetairoi, Agesandro de Leucopedión, vicecomandante del quinto escuadrón de los hetairoi, Héctor de Termas, comandante de la primera compañía de La Punta, Cresilas de Metona, comandante de los mercenarios griegos, y Aristarco de Poliakmon, vicecomandante de los «portadores de escudo».
Les atacó sin darles siquiera tiempo a abrir la boca.
—¿Es que estáis locos? Pero ¿qué es esa historia de que habéis decidido matar al rey?
—Mira que te equivocas... —trató de replicar Simias.
—¡Espera! —le hizo callar Filotas—. ¿Con quién crees que estáis hablando? Ahora quiero que me digáis quién ha tomado esta decisión y cuándo teníais intención de actuar, pero sobre todo por qué.
—El por qué ya lo sabes —repuso Cresilas—. Alejandro no es ya nuestro rey. Es un bárbaro, que viste como tal y se rodea de bárbaros. ¿Y nosotros? Nosotros que le hemos conquistado un imperio estamos obligados a hacer humillantes antesalas si necesitamos mantener una conversación con él.
—Y por si esto no bastase —intervino Simias—, están sus locos planes, la conquista del mundo. ¿Comprendes? La conquista del mundo. Pero ¿qué mundo? ¿Hay alguno de nosotros que sepa dónde termina el mundo? ¿Y si no terminara nunca? ¿Tendremos que arrastrarnos siempre por desiertos, montañas y desoladas planicies únicamente por conquistar de vez en cuando una aldea miserable como ésta de Artacoata?
—Y eso no es todo —dijo Héctor de Termas—. Ahora funda colonias, pero ¿dónde? No en la costa, en lugares adecuados y agradables como fue el caso de su primera Alejandría; crea ciudades en lugares desiertos, entre poblaciones bárbaras, a una enorme distancia del mar. Obliga a miles de desgraciados a echar raíces en lugares odiosos, a emparejarse con mujeres bárbaras para dar origen a una generación de bastardos desdichados.
—Todos los griegos de las colonias se han unido con mujeres bárbaras —observó Filotas—. Ésta no es una razón para matarle.
—No seas hipócrita —replicó Simias—. Tú siempre has estado de acuerdo con nosotros, el unico de sus amigos, en el hecho de que no es posible continuar de este modo. Has sido el único en comprender los sufrimientos de nuestros hombres, sus temores, su deseo de volver a la patria, y ahora finges sorprenderte de lo que ya sabías.
—¡No es cierto! —rebatió Filotas—. El acuerdo entre nosotros era completamente distinto. Optamos por un pronunciamiento de nuestras unidades cuando llegara el momento. Para obligarle a renunciar a sus propósitos.
—De ser necesario por la fuerza —apostilló Aristarco.
—Pero sin derramamiento de sangre —replicó más decidido aún Filotas—. Si realmente vuestro plan se hiciera realidad, el ejército quedaría sin mando en el corazón de un país extranjero y el trono sin un rey.
—No es cierto —intervino Agesandro—. Tenemos un rey.
—Amintas IV —dijo Simias—. El legítimo hijo del legítimo rey Amintas III.
Filotas sacudió la cabeza.
—Es imposible. Amintas es leal a Alejandro.
—Esto lo dices tú —rebatió Simias—. Espera a que ciña la corona de Macedonia.
Filotas se dejó caer sobre un escaño y se quedó un rato en silencio. Simias siguió hablando:
—Tú eres el comandante supremo de la caballería de los hetairoi y el nuevo rey tendrá que contar contigo. Hemos de saber qué piensas tú.
Filotas suspiró.
—Escuchad, yo pienso, mejor dicho, estoy convencido de que no es necesario mancharse las manos con la sangre de Alejandro al que todos debemos mucho.
—Es él quien nos debe mucho a nosotros —le interrumpió Aristarco—. Y además, cuando esté muerto, nada impedirá tributarle grandes honores, erigirle estatuas y monumentos, celebrarle en todo el mundo con inscripciones: así es como se hace. En cuanto a Amintas, nos deberá el trono a nosotros y nos escuchará.
Filotas prosiguió como si Aristarco no hubiera dicho nada.
—No quiero matarle. Y tampoco vosotros le mataréis. Ya diré yo cómo actuaremos y cuándo.
Habló con tal decisión que nadie se atrevió a replicarle. Luego se cubrió de nuevo la cabeza con la capucha y salió al camino.
Simias esperó a que se hubiera alejado el ruido de sus pasos y se volvió hacia sus compañeros.
—¿Quién ha hablado?
Todos sacudieron la cabeza.
—Filotas conocía nuestra decisión, por lo que alguien se lo ha dicho.
—Yo no he hablado, lo juro —aseguró Cresilas.
—Y nosotros tampoco —le hicieron eco los demás.
—Con esto nos estamos jugando la cabeza —rebatió Simias—. Recordad que no debe trascender ni media palabra de todo esto, ni con amantes, ni amigos, ni hermanos. Y en cualquier caso Filotas se ha enterado, e igual que lo sabe él podría saberlo también algún otro.
—Es cierto —comentó Aristarco—. ¿Qué piensas hacer?
—Tenemos que actuar inmediatamente.
—¿Tratas de decir que hemos de matar al rey ahora?
—Lo más pronto posible. Si llega a sus oídos lo que Filotas acaba de saber, estamos perdidos. ¿Habéis visto alguna vez un proceso macedonio por alta traición? Yo sí. Y también una ejecución. El culpable es despedazado por el ejército. Lentamente.
—¿Cuándo entraremos en acción? —preguntó Héctor de Termas.
—Mañana —repuso Simias—, antes de que a Filotas le entren más escrúpulos. Una vez que Alejandro esté muerto, no podrá echarse ya atrás y asumirá sus propias responsabilidades. En cuanto a Pérdicas, Tolomeo, Seleuco y los demás, se harán cargo de la situación. Son casi todos ellos hombres racionales. Ahora escúchadme atentamente, porque el mínimo error podría traicionarnos y exponernos a un final espantoso. —Desenvainó la espada y comenzó a trazar señales en el suelo de tierra batida—. Mañana el rey inaugurará el nuevo teatro. Quiere que Estatira asista a la exhibición de Tésalo en los Suplicios. Partirá del palacio de Satibarzanes y pasará por este camino bordeando el barrio de los mercaderes de especias. Llegado a este punto, tomará por la calle que conduce al teatro entre dos filas de pezetairoi de la falange que le rendirán honores y le separarán de la multitud. Ése será nuestro momento.
Hincó la espada en el terreno y miró a los ojos a los conjurados uno a uno.