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Cibelinos había conseguido abrise paso, junto con su amigo Agirios, hasta encontrarse casi en primera fila y, por un lado, miraba ansiosamente al rey que avanzaba rodeado de sus amigos, y por el otro, a los oficiales al mando de las unidades de combate y al príncipe Amintas.

—No veo al comandante Filotas —dijo tras haberle buscado en vano entre los hombres del séquito de Alejandro.

—¿Crees que le ha avisado? —le preguntó Agirios.

—Sin duda que lo ha hecho —repuso Cibelinos—. Me escuchó muy atentamente y me dijo que estuviera tranquilo, que todo iría bien.

—Pero ¿cuándo será, según tú?

—No lo sé. Había ruidos que llegaban de la calle mientras escuchaba y no conseguí oírlo, pero creo que darán el golpe antes de que el ejército se ponga en marcha hacia Bactriana.

—Mira —observó Agirios indicando la cabeza del cortejo que avanzaba—. Ahí está el rey con la princesa Estatira y ahí sus compañeros. Tampoco yo veo al comandante Filotas.

—Tal vez hoy esté ocupado. He oído decir que el otro sátrapa, Barsaentes, se acerca al pie de las montañas con bandas armadas de guerreros sacas y gedrosios. Tal vez ha recibido órdenes de darles caza.

—Tal vez...

Ahora se acercaba el rey y Cibelinos se sintió de repente invadido por un extraño frenesí, un estremecimiento que le sacudía los miembros sin ningún motivo.

—¿Qué te sucede? —le preguntó Agirios—. Estás extraño.

Precisamente en aquel instante su joven amigo se acordó de golpe de una palabra que había oído de labios de uno de sus generales, una palabra que entonces le había parecido sin sentido y que ahora de improviso resonaba en su mente cargada de un terrible significado: Ysayarsa gadir, la «Puerta de Jerjes». ¡Y ahí estaba! La tenía a sus espaldas, y en lo alto de la torrecilla que remataba el pórtico tres arqueros, surgidos de la nada, estaban apuntando. Se lanzó hacia delante forzando la barrera de los pezetairoi y gritó:

—¡Van a matar al rey! ¡Van a matar al rey! ¡Salvadle!

Las flechas salieron disparadas en el mismo instante, pero ya los escudos de Tolomeo y de Leonato se habían alzado cual barreras de hierro para proteger el pecho inerme del soberano. Pérdicas dio un alarido con cuanto aliento tenía en el gaznate:

—¡Apresad a esos hombres! —Y lanzó a un grupo de exploradores hacia la Puerta de Jerjes.

Aquellas palabras resonaron en la mente de Alejandro amplificadas por el recuerdo, despertando una pesadilla adormecida: la imagen de su padre Filipo que se hundía en un mar de sangre con una daga celta clavada en el costado. Oyó la voz de Estatira a su lado proferir palabras incomprensibles y luego un torbellino de gritos, de secas órdenes, un estruendo de armas, un galope martilleante de caballos, pero ante sus ojos no había más que sangre y más sangre, y la palidez cenicienta del rostro de Filipo moribundo.

Le devolvió a la realidad la voz de Tolomeo:

—Éste es el muchacho que te ha salvado la vida. Es un joven paje valeroso y fiel. Se llama Cibelinos.

Alejandro le miró: facciones finas, miembros casi gráciles, ojos grandes y claros. Temblaba aún y tenía la mirada baja para disimular la emoción. Le preguntó:

—¿De dónde eres, muchacho?

—Soy de Eunostos, una aldea de Lincéstide, rey —consiguió balbucear el jovenzuelo.

—Me has salvado la vida. Gracias. Daré orden de que seas recompensado por tu fidelidad. Pero dime, ¿cómo sabías que alguien quería matarme?

—Señor, yo hablé de ello con el general Filotas, que sin duda te habrá dicho que...

Se paró y miró a su alrededor perdido, viendo una expresión de estupor en el rostro del rey y de todos sus compañeros.

Estaba también el secretario general, Eumenes de Cardia, que se le acercó y le apoyó una mano en un hombro.

—Ven, mi querido muchacho, vámonos de aquí. Tienes que explicármelo todo desde el principio.

Emocionado y excitado por el papel de salvador del rey, Cibelinos contó hasta los más nimios detalles de lo que sabía de la conjura y de cómo había dado aviso a Filotas, que le había prometido contárselo de inmediato al rey.

Una vez que hubo terminado, Eumenes le dio una palmada en la espalda diciendo:

—Eres un buen muchacho, nos has hecho a todos un gran favor. El rey Alejandro te confiere desde ahora el grado de comandante de los pajes reales con los emolumentos y las insignias que el grado comporta. Te hace donación además de un talento de plata que podrás guardar o mandar, todo o en parte, a tu familia. Ahora puedes irte, ve a descansar, pues esta jornada ha estado muy cargada de emociones para todos nosotros.

El muchacho se despidió emocionado y corrió a ver a su amigo Agirios para darle la noticia, saboreando ya de antemano el placer que sentiría dando órdenes e infligiendo castigos a todos los compañeros que hasta aquel día se habían burlado de él y le habían maltratado.

Alejandro firmó la orden de arresto inmediato para los comandantes Simias de Neápolis, Héctor de Termas, Cresilas de Metona, Menécrates de Megalópolis, Aristarco de Poliakmon, Agesandro de Leucopedion y además para el general de los hetairoi Filotas y para el príncipe Amintas de Lincéstide. Luego se encerró en su palacio y no quiso ya ver a nadie.

Seleuco, Tolomeo y Eumenes decidieron hablar con Hefestión, el único a quien el rey podía recibir en un momento para él tan dramático, y fueron a verle, hacia el anochecer, a su morada.

—Trata de saber cuáles son sus intenciones —dijo Eumenes.

—Sobre todo respecto a Filotas —añadió Seleuco.

—Veré si consigo hablar con él. No le he visto nunca así en toda mi vida, ni siquiera cuando estábamos en el exilio y corríamos peligro cada día de morir de hambre y de frío.

Hizo ademán de salir, pero precisamente en aquel momento un emisario llamó a la puerta y entregó la orden de convocatoria inmediata por parte de Alejandro.

—Déjalo correr —dijo Eumenes—. Se nos ha adelantado.

Salieron a pie los cuatro juntos.

—¿Qué crees tú que nos preguntará? —inquirió Hefestión.

—Es evidente —respondió Eumenes—. Nos preguntará qué pensamos de la conjura y sobre todo nos consultará acerca de la suerte que deberá reservarse a Filotas.

—¿Y qué vamos a responderle nosotros? —preguntó sombrío Seleuco, como si se dirigiera aquella pregunta a sí mismo.

Llegaba en aquel momento Pérdicas a caballo e inmediatamente, al ver a los amigos, desmontó y se acercó a ellos llevando el animal por la brida.

—Preferiría coger un toro por los cuernos que decir lo que pienso de todo este asunto. ¿Habéis pensado en ello?

Los amigos le miraron; en sus ojos Pérdicas leyó el desconsuelo, la angustia y la incertidumbre que debía haber también en los suyos. Sacudió la cabeza.

—Ni siquiera vosotros sabéis qué decir, justo como yo, ¿no es así?

Ahora ya estaban cerca del palacio del gobernador, vigilado por un grupo de pezetairoi y por cuatro Inmortales de la guardia imperial. De dirección opuesta llegaban Leonato con su hombro vendado, Clito El Negro y Lisímaco.

—Sólo falta Crátero —observó Tolomeo.

—Y Filotas —añadió Eumenes con la mirada baja.

—Por supuesto —replicó Tolomeo.

Se miraron todos a la cara sin hablar. Sabían que dentro de poco tendrían que decirle al rey si uno de ellos, uno del grupo, uno con el que habían compartido la comida y el ayuno, el sueño y la vigilia, las alegrías y los peligros, las esperanzas y el desaliento, debía seguir con vida o bien debía morir.

Rompió el silencio Leonato:

—Filotas nunca ha sido de mi agrado. Es jactancioso y lleno de vanidad, pero la simple idea de verle destrozado en una ejecución militar me produce jaqueca. Y ahora vamos, pues no puedo más con toda esta incertidumbre.

Entraron y llegaron a la sala del consejo, donde les esperaba Alejandro, sentado en el trono, pálido, con las señales del insomnio en el rostro. Peritas estaba acurrucado a sus pies y de vez en cuando levantaba el hocico con la inútil esperanza de una caricia.

No esperó siquiera a que se hubieran sentado.

—Todos vosotros estabais presentes cuando el asesinato de mi padre —comenzó diciendo.

—Es cierto —confirmó al punto Eumenes, que desde aquel acontecimiento conservaba una herida profunda y todavía dolorosa—, pero cometerías un grave error juzgando bajo el influjo de aquellas imágenes de sangre. No es lo mismo, no es la misma situación y...

—¿No? —gritó Alejandro de repente—. Fui yo quien le extrajo la espada del costado, yo quien se empapó las ropas con su sangre, yo quien acogió su último estentor. Yo, ¿comprendes? ¡Yo!

Eumenes se dio cuenta de que no había ya nada que hacer; era evidente que estaba obsesionado por la idea del regicidio y que había pasado la noche trastornado por la pesadilla de la muerte violenta de Filipo. Entró en aquel momento Crátero, de pésimo humor también.

—Si has tomado ya una determinación —dijo en ese punto Tolomeo—, ¿para qué convocarnos?

Alejandro pareció calmarse.

—No he tomado ninguna determinación ni tengo tampoco intención de tomarla. Será el ejército reunido en asamblea quien juzgue, siguiendo la antigua usanza.

—Entonces —intervino Seleuco—, nosotros no podremos serte de gran ayuda...

Alejandro le interrumpió:

—Si queréis, podéis marcharos, no os entretendré. Os había llamado para que me dierais vuestro consejo y vuestro aliento, pues sois nuestros más valerosos oficiales, y entre ellos uno de nuestros amigos más íntimos, casi un hermano, ha conspirado para asesinarme. Estabais presentes, y habéis visto y oído el testimonio del paje.

El Negro, que había permanecido en silencio hasta aquel momento, tomó la palabra:

—Cuidado, Alejandro. Contra Filotas no hay más pruebas que el testimonio de ese muchacho.

—Que me ha salvado la vida y que en todo lo demás ha dicho la verdad. Los arqueros que tenían que matarme han hablado bajo tortura y confirmado plenamente el relato de Cibelinos. Los interrogatorios se han realizado por separado, pero el resultado ha sido el mismo.

—¿Y qué conclusión se ha sacado sobre Filotas? —siguió preguntando El Negro.

—Sin duda sabía, y no ha hablado. ¿Comprendes, Negro? De haber sido por él estaría ya muerto, acribillado de flechas, traspasado de parte a parte. Mi cuerpo estaría ahí fuera en medio de un charco de sangre.

Tenía lagrimas en los ojos mientras decía aquella palabras y todos comprendieron que no era el pensar en aquellos hierros que hubieran tenido que desgarrarle las carnes lo que le hacía llorar, sino el pensar que un amigo en el que había confiado, con el máximo cargo del ejército después de él, poco menos que el custodio de su persona, hubiera urdido la conspiración, hubiera tenido el valor de imaginarle traspasado de flechas retorcerse entre los espasmos de una atroz agonía. A nadie se le escapaba en aquel momento su mirada llena de dolor, el temblor de su voz, las manos que apretaban angustiosamente los brazos del escaño.

—¿Qué os he hecho? —preguntó casi llorando—. ¿Qué os he hecho?

—Alejandro, nosotros no... —trató de responder Tolomeo.

—¡Vosotros le estáis defendiendo! —gritó.

—No —rebatió Seleuco—. Simplemente, no conseguimos creérnoslo, aunque todo esté en su contra.

Se hizo en la sala, con las sombras de la tarde, un largo silencio que nadie conseguía romper, ni siquiera Peritas, que miraba inmóvil a su amo con sus grandes ojos acuosos. Se sentían todos demasiado solos y demasiado alejados del tiempo feliz de su amistad y de su adolescencia. De repente los días de los sueños y del heroísmo parecían muy lejanos y debían enfrentarse a la angustia y a la duda, buscar una salida en medio del laberinto de intrigas, de falsedades y de sospechas.

—¿Qué se ha podido saber sobre el príncipe Amintas? —siguió preguntando El Negro.

—Habría sido el nuevo rey, después de mi muerte —repuso sombrío Alejandro. Y luego, tras un instante, preguntó—: ¿Qué debería hacer, según vosotros?

Respondió por todos El Negro:

—No hay elección. Se trata de oficiales del ejército del rey, y el ejército del rey les debe juzgar.

No había nada más que decir y salieron todos, uno tras otro, dejando a Alejandro solo con sus fantasmas. Ni siquiera Hefestión tuvo el valor de quedarse.