El fugitivo corría a más no poder hacia un grupo de árboles donde le esperaban otros hombres, sin duda sus cómplices, que escaparon apenas vieron que era perseguido.
El hombre, al quedarse solo, se volvió y se dio cuenta de que seguían su rastro. Alejandro de Epiro se había despojado del manto y le perseguía espada en mano gritando:
—¡Cogedle vivo! ¡Cogedle vivo!
El hombre reemprendió su carrera lo más rápido posible y, al llegar a escasos pasos del caballo, dio un salto para montar sobre su grupa, pero tropezó con la raíz de una cepa de vid y cayó al suelo. Se volvió a levantar, pero los guardias se le habían echado ya encima y le traspasaron de parte a parte con docenas de estocadas, dándole muerte instantánea.
El rey de Epiro, apenas vio lo que habían hecho, gritó fuera de sí:
—¡Necios! ¡Os he dicho que le cogierais vivo!
—Pero, señor, estaba armado y ha tratado de herirnos.
—¡Perseguid a los demás! —ordenó entonces el soberano—. ¡Perseguid por lo menos a los demás y apresadles!
Entretanto había llegado Alejandro, con las ropas manchadas aún de sangre de Filipo. Miró al homicida y seguidamente al rey de Epiro y afirmó:
—Le conozco. Se llama Pausanias, era uno de los guardias personales de mi padre. Desnudadle, colgadle de un palo en la entrada del teatro y dejadle que se pudra hasta que no le queden más que los huesos.
Mientras tanto, se había ido formando un corro en torno al cadáver: curiosos, hombres de la guardia real, oficiales del ejército y huéspedes extranjeros.
Alejandro volvió, junto con su cuñado, al interior del teatro, que se estaba vaciando rápidamente, y encontró a su hermana Cleopatra, todavía con el vestido de novia, quien sollozaba desesperadamente inclinada sobre el cadáver de su padre. Eumenes, de pie a escasa distancia, con los ojos llenos de lágrimas y una mano delante de la boca, continuaba sacudiendo la cabeza como si no consiguiera creerse aún lo que había sucedido. La reina Olimpia, esperada desde la mañana, todavía no había llegado.
Alejandro mandó llamar a reunión a todas las unidades de combate presentes en los alrededores, dio orden de retirar el cuerpo de su padre y de prepararlo para el rito fúnebre, hizo acompañar a Cleopatra a sus habitaciones y traer para sí y para su cuñado dos armaduras.
—¡Eumenes! —gritó sacando a su amigo de su aturdimiento—. Busca el sello y tráemelo. Y manda de inmediato unos estafetas a que informen a Hefestión, Tolomeo, Pérdicas, Seleuco y a los demás: quiero que me esperen en Pella antes de mañana por la noche.
Los armeros se presentaron en pocos instantes y los dos jóvenes se pusieron las corazas y las grebas, se ciñeron las espadas y se dirigieron, entre dos filas de gente, seguidos por una sección de tropas escogidas, a ocupar el palacio. Todos los miembros presentes de la familia real fueron puestos bajo estrecha vigilancia y mantenidos en sus alojamientos, a excepción de Amintas que se presentó armado y se puso a las órdenes de Alejandro:
—Puedes contar conmigo y con mi fidelidad. No quiero que se derrame más sangre.
—Te lo agradezco —replicó Alejandro—. No olvidaré este gesto.
Las puertas de la ciudad fueron ocupadas por rondas de escuderos y secciones de caballería. Filotas se dirigió espontáneamente a palacio y se puso a sus órdenes.
Mediada la tarde, Alejandro, flanqueado por el rey de Epiro y su primo Amintas, se presentó armado delante del ejército formado, llevando el manto real y la diadema. El mensaje fue alto y claro.
Los oficiales hicieron sonar las trompas y los hombres gritaron el saludo:
—¡Salve, Alejandro, rey de los macedonios!
Luego, a otra señal, golpearon largo rato las lanzas contra los escudos haciendo retumbar los pórticos de palacio con ensordecedor estruendo.
Alejandro, tras recibir el homenaje de las secciones formadas, ordenó preparar a Bucéfalo y estar dispuestos para la partida. Convocó a continuación a Eumenes y a Calístenes, también él presente en la ceremonia.
—Eumenes, ocúpate del cuerpo de mi padre. Haz que sea lavado y embalsamado para que se conserve hasta las solemnes exequias que organizarás tú mismo, y recibe a mi madre, si llega. Llama luego a un arquitecto y pon en marcha cuanto antes los trabajos para la tumba real.
»Calístenes, tú quédate y haz indagaciones sobre el autor del crimen. Busca a sus amigos y cómplices, trata de descubrir sus movimientos en las últimas horas, interroga a los guardias que le han dado muerte a pesar de la orden en contrario de mi cuñado. Si fuera necesario, haz uso de la tortura.
Eumenes se adelantó y entregó a Alejandro un pequeño estuche.
—El sello real, señor.
Alejandro lo cogió y se lo puso en el dedo.
—¿Sientes afecto por mí, Eumenes? ¿Me eres fiel?
—Por supuesto, señor.
—Entonces, sigue llamándome Alejandro.
Salió a la plaza de armas, saltó sobre la grupa de Bucéfalo y, tras dejar una guarnición en Egas a las órdenes de Filotas, partió con el cuñado camino de Pella para tomar posesión del trono de Filipo y para mostrar a los nobles y a la corte quién era el nuevo rey.
Es aquellos momentos, el teatro se hallaba ya completamente vacío. Únicamente quedaban las estatuas de los dioses, como abandonadas en sus pedestales, y la estatua de Filipo, a la luz declinante del ocaso, que tenía la melancólica fijeza de una divinidad olvidada.
De golpe, mientras comenzaba a caer la oscuridad, una sombra pareció materializarse de la nada: un hombre con la cabeza cubierta por un manto entró en la arena desierta y examinó largamente la mancha de sangre que enrojecía aún el terreno; luego volvió atrás, pasando por debajo de la arquivolta contigua a la escena. Su atención se vio atraída por un objeto metálico, ensangrentado y medio oculto en la arena. Se inclinó para observarlo con sus ojillos grises, inquietísimos, lo recogió y lo guardó entre los pliegues de su manto. Salió al aire libre y se detuvo delante del poste en el que había sido clavado el cuerpo del asesino, envuelto ya por las tinieblas. Una voz resonó a sus espaldas:
—Tío Aristóteles, no imaginaba encontrarte aquí.
—Calístenes. Una jornada que debía ser de alegría ha acabado con un muy triste suceso.
—Alejandro esperaba volver a abrazarte, pero la sucesión convulsa de los acontecimientos...
—Lo sé. También yo lo siento. ¿Dónde está ahora?
—Cabalgando a la cabeza de sus tropas camino de Pella. Quiere prevenir a todo el mundo de cualquier posibilidad de golpe de mano por parte de determinados grupos de la nobleza. Pero tú, ¿cómo es que estás aquí? No es éste un alegre espectáculo.
—El regicidio es siempre un punto crítico en el devenir de los acontecimientos humanos. Y, por lo que he oído, fue una premonición del oráculo de Delfos: «El toro está coronado, el fin está próximo, el sacrificador está listo». —Y luego, volviéndose hacia el cadáver martirizado de Pausanias, agregó—: Ahí tienes al sacrificador. ¡Quién hubiera pensado que sería éste el epílogo de la profecía!
—Alejandro me ha pedido que indague acerca del crimen. Que trate de descubrir quién puede estar detrás del asesinato de su padre. —Desde lo más recóndito del palacio, llegaba el lúgubre canto de las plañideras que lloraban la muerte del rey—. ¿Quieres ayudarme? —preguntó Calístenes—. Todo parece tan absurdo...
—Ahí está la clave del crimen —afirmó Aristóteles—. En lo absurdo. ¿Qué asesino hubiera elegido una forma tan burda, un asesinato en un teatro, como la escena de una tragedia interpretada, con sangre de verdad y... —extrajo un hierro de los pliegues del manto— una verdadera espada. Una daga celta, para ser más exactos.
—Un arma poco corriente... Pero veo que ya has empezado tu indagación.
—La curiosidad es la clave del conocimiento. ¿Qué se sabe de él? —preguntó señalando de nuevo al cadáver.
—Bien poco. Se llamaba Pausanias y era natural de Lincestide. Había sido incluido en la guardia personal por su presencia física.
—Por desgracia, no podrá decirnos ya nada y también eso forma parte seguramente del plan. ¿Has preguntado a los soldados que le mataron?
—A uno o dos de ellos, pero no he sacado gran cosa. Todos afirman no haber oído la orden de Alejandro de que no le mataran. Furiosos por la muerte del soberano, cegados por la ira, apenas hizo él ademán de defenderse le destrozaron.
—Resulta creíble, pero probablemente no es cierto. ¿Dónde está el rey de Epiro?
—Ha partido con Alejandro, directo también hacia Pella.
—Por tanto ha renunciado a la primera noche con su esposa.
—Por dos motivos, ambos comprensibles: para echar una mano a su cuñado en el momento crítico de la sucesión y para respetar el luto de Cleopatra.
Aristóteles se llevó un dedo a la boca para que el sobrino guardase silencio. Un ruido de galope llegaba de forma cada vez más clara y lo hacía en dirección a ellos.
—Vamos —dijo el filósofo—. Desaparezcamos de aquí. Quien sabe que no es observado se comporta más libremente.
El ruido del galope se transformó en un paso cadencioso de cascos y luego cesó del todo. Una figura cubierta con un manto negro saltó a tierra, avanzó hasta encontrarse delante del cadáver clavado en el poste y se bajó la capucha liberando una larga melena ondulada.
—¡Dioses del cielo, pero si es Olimpia! —bisbiseó Calístenes al oído de su tío.
La reina se acercó, extrajo algo de entre los plieges del manto y luego se puso de puntillas delante del cadáver. Cuando se alejó para alcanzar a la escolta, ambos vieron una corona de flores en torno al cuello de Pausanias.
—¡Oh, por Zeus! —imprecó Calístenes—. Pero entonces...
—¿Que está claro, quieres decir? —Aristóteles sacudió la cabeza—. En absoluto. De haber sido ella quien ordenó el asesinato, ¿crees tú que habría llevado a cabo una acción de este tipo ante los mismos ojos de la escolta y a sabiendas de que alguien, probablemente, no quita ojo al cadáver de Pausanias?
—Pero de ser consciente de todo esto, podría haberse comportado de este modo tan absurdo precisamente para provocar en quien está indagando un razonamiento que la exculpe.
—Es cierto, pero siempre es más prudente tratar de descubrir lo que ha movido a una persona a cometer un crimen que no preguntarse sobre lo que deben de pensar los demás —observó Aristóteles—. Búscame un velón o una antorcha y vamos a ver el lugar en que cayó muerto Pausanias.
—Pero ¿no es mejor esperar a la luz del día?
—Antes de que despunte el alba, pueden suceder muchas cosas. Te espero allí.
El filósofo se encaminó hacia el bosquecillo de encinas y olmos cerca del cual se había perpetrado la matanza del asesino.