Eumenes y Calístenes llegaron antes del amanecer y le encontraron sentado en un sencillo escabel, cubierto tan sólo con la burda clámide macedonia. Veíase que no había pegado ojo en toda la noche.
—¿Ha admitido su traición? —preguntó sin levantar la cabeza.
—Ha soportado la tortura con increíble valor. Es un gran soldado —repuso Eumenes.
—Lo sé —replicó sombrío Alejandro.
—¿Y no quieres saber qué ha dicho? —preguntó Calístenes.
El rey asintió con un lento, repetido gesto de la cabeza.
—En el colmo de su tormento ha gritado: «¡Preguntadle a Alejandro qué quiere que diga y terminemos con esto!».
— Despectivo —comentó el rey— como un verdadero noble macedonio. Despectivo como siempre.
—Pero ¿cómo puedes no sentirte dominado por la duda? —preguntó Calístenes.
—No me ha sido dado dudar —repuso Alejandro—. Hay un testimonio aplastante, confirmado por los sicarios.
—¿Y Amintas? —preguntó angustiado Eumenes—. Perdónale al menos a él. No hay acusaciones contra él.
—Ha habido un precedente. Y habría sido el rey tras mi muerte. ¿No basta?
—¡No! —exclamó Calístenes con un valor que no había demostrado nunca con anterioridad—. ¡No, no basta! ¿Y quieres saber por qué? ¿Te acuerdas de la carta de Darío con la promesa de dos mil talentos? ¡Pues era falsa! Todo falso, la carta, el mensajero, la conjura... o mejor dicho, la conjura existió, pero fue tu madre quien la urdió, de acuerdo con el egipcio Sisine, para acabar con Amintas.
—¡Mientes! —gritó Alejandro—. Sisine era un espía de Darío y por eso fue ajusticiado después de Issos.
—Sí, pero fui yo el último en hablar con él. Quería corromperme y quería corromper a Tolomeo. Yo fingí aceptar, quince talentos para mí y veinte para Tolomeo para que guardásemos silencio y acreditásemos su inocencia. No te dije nada y mantuve un estricto silencio para no angustiarte, para no enfrentarte con tu madre. Olimpia ha estado siempre obsesionada por la sucesión. Fue ella quien hizo estrangular al hijo de Eurídice en la cuna, ¿no te acuerdas ya?
Alejandro se estremeció, volvió a ver, como si hubiera sucedido el día antes, a Eurídice llena de moretones, con el rostro arañado y los cabellos sucios, que estrechaba contra su pecho el cadáver de su hijo.
—Una criatura de tu misma sangre —continuó implacable Calístenes—, ¿o acaso crees que eres hijo de un dios?
Alejandro se puso en pie como golpeado por un fustazo y se lanzó sobre él con la espada desenvainada gritando:
—¡Has ido demasiado lejos!
Calístenes palideció y se dio cuenta de golpe de que había desencadenado una cólera cuyas consecuencias no se veía capaz de soportar. Eumenes se interpuso y el rey se detuvo en el último momento.
—Ha dicho lo que pensaba. ¿Quieres matarle por eso? Si lo que quieres son aduladores o cortesanos que te digan siempre sólo lo que te halaga, entonces no tienes necesidad de nosotros. —Se volvió hacia su compañero que temblaba como una hoja, pálido como un cadáver—: Ven, Calístenes, vamos; el rey no está hoy de buen humor.
Salieron y Alejandro se dejó caer sobre el escabel llevándose las manos a las sienes para frenar las desgarradoras punzadas.
—Un feo asunto —dijo una voz a sus espaldas—, estoy de acuerdo. Pero por desgracia no tienes escapatoria. Tienes que golpear sin vacilación, por más que tengas dudas. Tal vez Filotas no quería matarte, tal vez lo que quería era ponerte bajo tutela u obligarte a actuar a su modo confiando en su posición y en la de su padre, pero seguramente formaba parte de la conjura y eso basta. —Eumolpo de Solos atravesó la sala casi vacía aún y fue a sentarse en un escabel enfrente del rey.
—¿Has escuchado también las otras cosas que ha contado Calístenes?
—¿La historia de Amintas? Sí. Pero también en eso, ¿puedes acaso fiarte? ¿Quién estuvo presente en el interrogatorio que precedió a la ejecución de Sisine? Nadie, que yo sepa, a excepción del mismo Calístenes, y por tanto su verdad no puede ser contrastada. Amintas es objetivamente peligroso. Y recuerda que tú eres también el rey de los persas ahora. Eres el Rey de Reyes. Pero en cualquier caso no creo que tengas que exponerte, pues el tribunal emitirá sin duda un veredicto condenatorio. Lo único que tendrás que hacer es negar la gracia si alguien la pide.
Entró un ayudante flanqueado por dos pajes que traían las armas del rey.
—Señor —dijo—, es la hora.
El proceso militar delante de la asamblea del ejército era un rito antiguo e impresionante, concebido por los antepasados para infligir el máximo dolor y vergüenza a los traidores: estaba presidido por el soberano y se celebraba en presencia de todos los guerreros, de los generales de caballería, de infantería y de los auxiliares; los componentes del tribunal, en número de diez, eran sorteados entre los oficiales de más alta graduación y entre los soldados de más edad.
El ejército formó en la llanura desierta antes del amanecer, llamado por un toque de trompa alto y prolongado, espantoso en su única nota tensa y cortante como una hoja. Los pezetairoi estaban dispuestos en apretadas filas, armados hasta los dientes, con las sarisas empuñadas. Enfrente se hallaba la caballería de los hetairoi. En los extremos, casi cerrando las dos largas filas paralelas a modo de rectángulo, estaban alineados los cuerpos de infantería ligera de asalto, los exploradores y los «portadores de escudo», dejando únicamente una corta brecha de entrada por la parte oriental, por donde harían su entrada el rey con los jueces y los prisioneros. No eran admitidos ni los griegos de la infantería mercenaria ni los tracios ni los agrianos, porque únicamente los macedonios podían condenar a los macedonios.
En el centro de la formación de los hetairoi había una tarima sólo un poco más alta que el suelo, con el asiento del rey y los del tribunal.
Asomó el sol por las montañas y sus rayos hirieron primero las puntas de las sarisas, haciéndolas resplandecer con destellos siniestros, y luego descendieron a iluminar a los hombres inmóviles en sus caparazones de acero, para esculpir sus pétreos rostros, curtidos por el sol, el viento y el hielo.
Tres toques de trompa anunciaron la llegada del rey y poco después llegaron los jueces seguidos por los prisioneros encadenados. Entre ellos destacaban Filotas, por el cuerpo roto por las torturas, y Amintas, que avanzaba majestuoso, aparentemente impasible.
Cuando el rey y los componentes del tribunal hubieron ocupado sus puestos en el podio, el miembro de más edad leyó los cargos. Se hizo desfilar a los testigos; un heraldo repetía cada afirmación suya gritándola en voz alta, a fin de que toda la asamblea pudiera oír. Por último los miembros del tribunal votaron y el veredicto fue unánime para todos los imputados: culpables.
—Ahora —gritó el heraldo repitiendo las palabras del juez de más edad—, ahora que vote la asamblea. Se votará para cada imputado concreto. Quien esté en contra del veredicto que deposite en el suelo su espada y luego que se echen atrás diez pasos a fin de que se puedan contar las espadas.
El juez de más edad fue pronunciando uno por uno los hombres de los imputados y cada vez los guerreros retrocedían. Los condenados volvían la mirada hacia aquel lado, primero hacia las filas de la infantería, luego hacia las de la caballería, con la última esperanza de que sus conmilitones trataran de salvarles, pero las espadas que brillaban en el suelo eran siempre demasiado pocas. Cuando llegó el turno de Filotas, las espadas fueron más numerosas, especialmente por parte de los hetairoi, pero no suficientes. Su altanería y la escasa familiaridad le habían enajenado sobre todo a los soldados de infantería, y pesaba sobre él, en cualquier caso, el testimonio del paje Cibelinos, que todos habían podido oír.
Filotas no dirigió siquiera la mirada al suelo como habían hecho los demás: la mantuvo fija en Alejandro, apretando los dientes para ahogar los lamentos, y continuó manteniéndola cuando le pusieron ante el poste de ejecución. Rechazó a los verdugos que querían atarle las muñecas y los tobillos y se irguió en toda su altivez presentando el pecho al pelotón de arqueros que debían ejecutar la sentencia. El oficial que les mandaba se acercó al podio para oír, como era costumbre, si el rey, en el último momento, quería conceder la gracia.
Alejandro ordenó:
—Al corazón, al primer disparo. No quiero que sufra un instante más.
El oficial asintió, se acercó a su pelotón e intercambió unas breves palabras con sus hombres. Luego gritó una orden y los arqueros empulgaron y apuntaron. Se hizo un silencio plúmbeo en el campamento atestado de guerreros y los soldados de la caballería clavaron la mirada en el cuerpo de Filotas, porque sabían que, también en el momento extremo, pese a estar agotado por las torturas sufridas, les enseñaría cómo moría el comandante de los hetairoi.
El oficial dio la orden de disparar, pero Filotas, antes de que las flechas le hubieran destrozado el corazón, tuvo tiempo de gritar:
Alalalài!
E inmediatamente se desplomó en el polvo, en medio de un charco de sangre.
El príncipe Amintas fue ajusticiado el último, y muchos de los presentes no consiguieron contener las lágrimas viendo qué epílogo lastimoso había tenido la existencia de un joven noble y valeroso, al que la suerte había privado del trono y luego de la vida, en la flor de la edad.
Alejandro regresó a su palacio presa del más sombrío desconsuelo por lo que había visto, angustiado por haber perdido a un compañero de infancia y de juventud no en el campo de batalla, sino delante del poste de ejecución, trastornado sólo de pensar que un joven de su misma edad que siempre había tomado parte en todas sus empresas, al que había confiado la más alta responsabilidad, de golpe hubiera llegado a tal punto de repulsa y de rechazo como para olvidar todo, como para conjurarse contra él. Pero el tiempo de los engaños y de la sangre no había terminado aún: una decisión mucho más terrible debía ser tomada.
Convocó al consejo de su compañeros después de la puesta del sol en una tienda aislada en medio del campo. Estaba presente también Eumenes, pero no Clito El Negro, encargado de dar sepultura a los condenados. No había soldados de guardia en la entrada, tampoco asientos en el interior, mesas o alfombras, sino nada más que la desnuda tierra: deliberaron de pie a la luz de un solo velón. Nadie había cenado, y en el rostro de todos ellos no podía leerse nada más que amargura y espanto.
—Esta actitud no es propia de vosotros —comenzó diciendo Alejandro—. Nadie ha intervenido para salvar a Filotas de la muerte.
—Yo soy griego —rebatió al punto Eumenes—. No tengo derecho a ello.
—Lo sé —replicó Alejandro—, de lo contrario habrías hablado en favor suyo en público como lo hiciste en privado, pero ahora la sentencia ha sido emitida por los jueces, aprobada por la asamblea y ejecutada. Lo hecho, hecho está.
—Entonces, ¿por qué nos has convocado? —preguntó Leonato con voz que le temblaba.
Era impresionante ver a aquel híspido gigante con los ojos relucientes de la emoción.
—Porque la cosa no ha terminado aún, ¿o me equivoco? —intervino Eumenes—. Cuando se comienza una obra hay que acabarla.
—¿Qué otros conjurados has descubierto? —preguntó ansiosamente Tolomeo.
El rey le miró durante un instante con una expresión de extravío, como si tuviera que hacer frente al más ímprobo de los esfuerzos, la tarea más repugnante; luego comenzó en voz baja:
—Hoy, al volver a mis cuarteles tras la ejecución, me he sentado en la mesa y he comenzado a escribir al general Parmenión... —aquel sólo nombre, apenas pronunciado, evocó de inmediato en aquel exiguo espacio la enorme tragedia en curso y todos se dieron dramáticamente cuenta de la decisión que iban a tener que tomar— para darle con una carta mía personal la noticia de que su hijo Filotas ha sido condenado a muerte y que la sentencia ha sido ejecutada por voluntad de la asamblea del ejército. Quería decirle que como rey debía aceptar el veredicto, pero que como hombre hubiera querido morir yo con tal de ahorrarle un dolor tan atroz. —Eumenes le miró y vio que le corrían las lágrimas por las mejillas mientras hablaba, que sufría en aquel momento del mismo sufrimiento que el viejo general—. Pero mi mano no ha tardado en detenerse. Un pensamiento angustioso me impedía continuar y es este pensamiento el que me ha llevado a convocaros. Nadie de nosotros saldrá de aquí antes de haber tomado una decisión.
—Cómo reaccionará Parmenión, éste es el pensamiento que te atormenta, ¿no es así? — le anticipó una vez más Eumenes.
—Así es —hubo de admitir Alejandro.
—Él te había entregado ya a dos hijos suyos —prosiguió Eumenes—. Héctor, que se ahogó en el Nilo, y Nicanor, cuya vida segó una herida mortal. Y ahora has hecho dar tormento y matar al tercero, el primogénito, aquel del que más orgulloso se sentía.
—¡Yo no! —gritó Alejandro—. Yo le promoví a la más alta dignidad después de mí. Ha sido juzgado por lo que ha hecho. —Bajó la cabeza durante unos largos e interminables momentos, y luego prosiguió en voz baja—: Estamos solos, aislados en el corazón de un país inmenso y desconocido, estamos a punto de dar cima a la empresa que juramos llevar a término y cualquier error puede hacer que todo sea inútil, puede volver a dar fuerzas a un adversario no domado aún que prepara la revancha, puede precipitar en la ruina toda la expedición. ¿Queréis ver a nuestros compañeros dispersos o prisioneros, torturados y muertos o vendidos como esclavos en lejanas regiones, privados para siempre de la esperanza del retorno? ¿Y queréis que nuestra patria se vea trastornada, invadida, que vuestras familias sean aniquiladas, vuestras casas incendiadas por enemigos implacables? Si cae Alejandro, el mundo entero será presa de espantosas convulsiones, ¿es que no os dais cuenta? ¿Es eso lo que quieres, Eumenes de Cardia? ¿Es eso lo que queréis todos? He tenido que golpear sin vacilación, con desprecio de toda consideración, de todo afecto, de toda... piedad.
Hablaba con los ojos llenos de lágrimas ardientes, con la voz rota por las pasiones que le desgarraban el espíritu y los compañeros le reconocieron, sintieron la fuerza arrolladora que casi habían olvidado. Era como si su aliento hubiera penetrado en sus pechos, como si sus lágrimas corrieran por sus mejillas, como si sus dudas y sus angustias agitaran sus almas.
El rey les miró uno por uno a los ojos; luego dijo:
—Y lo más horrible está aún por cumplirse.
—¿La muerte de Parmenión? —preguntó Eumenes con voz que le temblaba.
Alejandro asintió.
—No sabemos qué hará cuando se entere de la muerte de Filotas. Pero si decide vengarse, estamos todos perdidos. Tiene el dinero para comprar nuestras vituallas, tiene el control de los caminos y de todos los contactos con Macedonia para el envío de refuerzos de los que tenemos constante necesidad, puede cerrar la puerta a nuestras espaldas y abandonarnos a nuestra suerte o bien aliarse con Beso o con cualquier otro y aniquilarnos hasta el último. ¿Podemos correr ese riesgo?
—Un momento —dijo Crátero—. ¿Tú crees que Parmenión estaba enterado de la conjura o que formaba parte de ella? Filotas era su hijo, y es lícito pensar que cuando menos le había puesto al corriente.
—Yo no lo creo, pero tengo que pensarlo. Soy el rey y nada y nadie puede ayudarme. Estoy solo cuando tomo decisiones tan terribles. El único consuelo para la angustia es la amistad. Sin vosotros, no sé si encontraría la fuerza, la voluntad, el sentido de todo esto. Y ahora escuchadme. Yo no quiero imponeros la pesada carga de mi remordimiento, que sólo yo deberé llevar, pero si creéis que todo es una locura, si creéis que he rebasado los límites legítimos para el ser humano, si consideráis que lo que me dispongo a hacer es la acción de un tirano execrable, matadme. Ahora mismo. Por vuestra propia mano, la muerte no me parecerá terrible. Y luego elegid al mejor de entre vosotros, porque yo no tengo hijos; poneos de acuerdo con Parmenión y volved atrás.
Se desató la coraza y la dejó caer al suelo mostrando el pecho indefenso.
—Yo he jurado seguirte hasta el final —dijo Hefestión—. En todos los sentidos, incluso más allá del límite que separa el bien del mal. —Luego, vuelto hacia los compañeros, agregó—: Si alguien quiere matar a Alejandro, que me mate a mí también.
Se desató la coraza y la dejó caer a su vez, poniéndose al lado del rey.
Tenían todos lágrimas en los ojos o lloraban tapándose el rostro entre las manos. Crátero se acordó en aquel momento de un día lejano en el que había ido al encuentro de su príncipe exiliado en medio de una tormenta de nieve, junto con sus compañeros, en un puerto de montaña helado de Iliria, para que supiera que sus amigos no le abandonarían por ninguna razón del mundo, y entonces llamó con voz ronca:
—¡La cuadrilla de Alejandro!
Y todos respondieron:
—¡Presentes!