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Hefestión, Tolomeo, Seleuco y Pérdicas, los cuatro con armadura, llegaron cansados y empapados de sudor al caer la noche, confiaron sus caballos a sus asistentes y subieron a la carrera las escaleras de palacio hasta la sala del consejo donde les estaba esperando Alejandro.

Leonato y Lisímaco no iban a poder llegar antes del día siguiente porque se encontraban en aquellos momentos en Larisa, en Tesalia.

Un guardia les introdujo en la estancia donde ya estaban encendidos los velones y donde se hallaban sentados Alejandro, Filotas, el general Antípatro, Alejandro de Epiro, Amintas y algunos comandantes de batallón de la falange y de la caballería de los hetairoi. Todos, incluido el rey, llevaban la armadura y mantenían los yelmos y las espadas apoyados sobre la mesa al alcance de la mano, señal de que la situación era aún crítica.

Alejandro fue a su encuentro, emocionado.

—Amigos míos, por fin estamos de nuevo juntos.

Hefestión habló en nombre de todos:

—Estamos desolados por la muerte del rey Filipo y profundamente apenados. El destierro que nos infligió no pesa en modo alguno ahora en nuestros sentimientos. Le recordamos como un gran soberano, el más valeroso de los combatientes y el más prudente de los gobernantes. Para nosotros fue como un padre duro y severo, pero también generoso y capaz de nobles impulsos. Le lloramos con sincero dolor. Es un terrible acontecimiento, pero ahora eres tú quien recoge su herencia y nosotros te reconocemos como su sucesor y como nuestro rey.

Dicho esto, se acercó a él y le besó en ambas mejillas; otro tanto hicieron los demás. Luego dirigieron un saludo al rey Alejandro de Epiro y a los oficiales presentes y tomaron asiento a la mesa.

Alejandro reanudó su discurso:

—La noticia de la muerte de Filipo se difundirá por doquier en pocos días porque se ha producido en presencia de miles de personas y provocará una serie de reacciones difíciles de prever, pero nosotros tenemos que movernos con idéntica rapidez para prevenir todo lo que pudiera debilitar al reino o destruir en parte lo que mi padre ha creado. Mi plan es el siguiente.

»Tendremos que recabar noticias sobre el estado de las fronteras septentrionales, sobre las reacciones de nuestros recientes aliados atenienses y tebanos y... —se volvió hacia Filotas con una mirada significativa— sobre las intenciones de los generales que mandan nuestro cuerpo expedicionario en Asia: Átalo y Parmenio. Dado que cuentan con un ejército de quince mil hombres, resulta oportuno comenzar de inmediato esas averiguaciones.

—¿Qué piensas hacer, entonces? —preguntó Filotas con cierta aprensión.

—No quiero incomodar a ninguno de vosotros: confiaré mi mensaje a un oficial griego llamado Ecateo, que milita a nuestro servicio en la región de los estrechos con una pequeña sección. He decidido, de todas formas, destituir a Átalo de su mando y no os será difícil comprender la razón.

Nadie opuso ninguna objeción: la escena que se había producido el año anterior, durante las nupcias de Filipo, permanecía viva aún en la memoria de todos.

—Yo creo —prosiguió diciendo Alejandro— que las consecuencias de la muerte del rey se dejarán sentir muy pronto. Alguien pensará que se puede volver atrás y nosotros deberemos convencerle de que está en un gran error. Únicamente después podremos retomar el proyecto de mi padre.

Alejandro se calló y en aquel momento todos se dieron cuenta de que el tiempo se había detenido, de que en aquella estancia se estaba gestando un futuro que nadie lograba imaginar. El joven que Filipo había hecho instruir durante años de duro aprendizaje estaba sentado ya en el trono de los Argéadas y, por primera vez en su vida, el devastador poder que tan sólo había visto ejercer a los héroes de los poemas estaba ahora en sus manos.

Alejandro dejó el mando de las diferentes unidades de la falange y de la caballería de los hetairoi a sus amigos, la responsabilidad del palacio real a Hefestión y partió nuevamente con el rey de Epiro camino de Egas, donde el cuerpo de su padre estaba aún a la espera de sepultura y donde tenía que cumplir con muy onerosos compromisos.

A mitad de camino, encontraron a un mensajero enviado por Eumenes con un despacho urgente.

—¡Por suerte te he encontrado, señor! —exclamó entregándole un rollo sellado—. Eumenes desea que lo leas inmediatamente.

Alejandro abrió el despacho y descubrió el lacónico mensaje:

Eumenes a Alejandro, rey de los macedonios, ¡salve!

El hijo pequeño de Eurídice ha sido encontrado muerto en su cuna y mucho temo por la vida de la madre.

La reina Olimpia llegó a palacio la noche que partiste.

Tu presencia aquí se hace indispensable.

Cuídate.

—Mi madre llegó inmediatamente después de que nosotros partiéramos, ¿lo sabías? —preguntó Alejandro a su cuñado.

El rey de Epiro sacudió la cabeza:

—No me dijo nada cuando dejé Butroto, pero verdaderamente no creía que estuviera presente en la ceremonia. Para ella era una afrenta más. Pensaba que de ese modo Filipo la marginaría por completo, desde el momento en que yo le había garantizado la seguridad de sus fronteras del oeste tras el matrimonio. No podía imaginarme que hubiera decidido reunirse conmigo en Egas.

—De todos modos, ahora está allí y ha tomado ya iniciativas muy graves. Tenemos que actuar antes de que lleve a cabo algo irreparable —dijo Alejandro y puso a Bucéfalo al galope.

Llegaron la tarde siguiente, hacia la puesta del Sol, y oyeron resonar a lo lejos gritos desgarradores que provenían del palacio. Eumenes salió a su encuentro en el umbral.

—Hace dos días que grita así. Dice que ha sido tu madre quien ha matado a su niño. Y se niega a separarse del pequeño cadáver. Pero pasa el tiempo y comprenderás que...

—¿Dónde está?

—En el ala sur —contestó Eumenes—. Sígueme.

Alejandro hizo una señal a sus guardias personales para que le acompañaran y atravesó el palacio defendido en cada sector por hombres armados. Muchos de ellos eran epirotas de la escolta de su cuñado.

—¿Quién les ha puesto ahí?

—Tu madre la reina —repuso Eumenes jadeante siguiendo los pasos agitados de Alejandro.

A medida que se acercaban, los lamentos se hacían cada vez más fuertes. A veces estallaban de repente en roncos gritos, otras se apagaban en un largo sollozo.

Llegaron delante de una puerta y Alejandro la abrió sin vacilar, pero el espectáculo con el que se encontró le dejó helado. Eurídice yacía en un rincón de la estancia, con los cabellos revueltos, los ojos hinchados y enrojecidos, la mirada perdida. Mantenía estrechamente apretado contra su pecho el cuerpo inerte de su niño. La cabeza y los brazos del pequeño pendían hacia atrás y el color cianótico de sus miembros indicaba que estaba ya en fase de descomposición.

Las ropas de la madre estaban rasgadas, los cabellos sucios de sangre coagulada. La estancia entera estaba impregnada de un olor repugnante a sudor, orina y putrefacción.

Alejandro cerró los ojos y durante unos momentos volvió a ver a Eurídice en el apogeo de su esplendor, sentada al lado de su padre el rey: amada, mimada, envidiada por todos. Sintió que el horror subía a su cerebro y que la furia hinchaba su pecho y las venas de su cuello.

Se volvió hacia Eumenes y preguntó con voz rota por la ira:

—¿Quién ha sido?

Eumenes bajó la cabeza en silencio.

Alejandro gritó.

—¿Quién ha sido?

—No lo sé.

—Llama inmediatamente a alguien para que se ocupe de ella. Haz venir a mi médico Filipo y dile que cuide de ella, que prepare algo que la haga descansar... dormir.

Hizo ademán de alejarse, pero Eumenes le retuvo.

—No quiere separarse de su criatura: ¿qué podemos hacer?

Alejandro se detuvo y se volvió hacia la muchacha, que se acurrucó más aún si cabe en el rincón, como un animal aterrorizado.

Se le acercó y se arrodilló delante de ella, mirándola fijamente y doblando un poco la cabeza sobre el hombro como para atenuar la potencia de su mirada, como para rodearla de un aura de compasión. Luego alargó la mano y le acarició con dulzura la mejilla.

Eurídice cerró los ojos, apoyó la cabeza en la pared y dejó escapar un largo suspiro de dolor.

Alejandro extendió los brazos y susurró:

—Dámelo a mí, Eurídice, dame al pequeño. ¿No ves que está cansado? Hemos de ponerle a dormir.

Dos grandes lágrimas resbalaron lentamente por las mejillas de la joven, hasta humedecerle las comisuras de los labios. Bisbiseó:

—Dormir... —Y aflojó los brazos.

Alejandro tomó al niño delicadamente, como si estuviera verdaderamente dormido, y salió al corredor.

Eumenes, mientras tanto, había hecho venir a una mujer que se acercó.

—Ya le cojo yo, señor.

Alejandro le depositó entre sus brazos y ordenó:

—Colocadle al lado de mi padre.

—¿Por qué? —gritó abriendo la puerta de par en par—. ¿Por qué?

La reina Olimpia se paró delante de él y le clavó en la cara dos ojos de fuego.

—¿Osas entrar armado en mis aposentos?

—¡Soy el rey de los macedonios! —gritó Alejandro—. ¡Y voy a donde se me antoja! ¿Por qué has dado muerte al niño y has herido bárbaramente a su madre? ¿Quién te ha dado el derecho a hacerlo?

—Tú eres el rey de los macedonios porque el niño está muerto —repuso Olimpia impasible—. ¿Acaso era eso lo que querías? ¿Has olvidado cómo te atormentabas cuando temías haber perdido el favor de Filipo? ¿Has olvidado lo que le dijiste de Átalo el día del matrimonio de tu padre?

—No lo he olvidado, pero yo no voy matando niños ni tratando cruelmente a mujeres indefensas.

—No hay otra elección para un rey. Un rey está solo y no hay ninguna ley que establezca quién debe sucederle en el trono. Un grupo de aristócratas habría podido tomar al pequeño bajo tutela y decidir que gobernaría en su nombre hasta su mayoría de edad. Si hubiese sucedido eso, ¿tú qué habrías hecho?

—¡Habría luchado para conquistar el trono!

—¿Y cuánta sangre habrías derramado? ¡Responde! ¿Cuántas viudas habrían llorado a sus maridos, cuántas madres a sus hijos muertos antes de tiempo, cuántos campos habría sido quemados y arrasados, cuántos pueblos y ciudades saqueados y entregados a las llamas? Y mientras tanto se habría echado a perder un imperio construido con más sangre y más destrucciones.

Alejandro se recobró, poniendo cara sombría como si las matanzas y duelos evocados por su madre pesasen de repente, y todos juntos, en su ánimo.

—Es el destino —replicó—. Es el destino del hombre tener que soportar heridas, enfermedades, dolores y muertes antes de hundirnos en la nada. Pero actuar con honor y ser clemente siempre que sea posible es una facultad y una elección suya. Ésta es la única dignidad que le es concedida desde que viene al mundo, la única luz antes de las tinieblas de una noche sin fin...