Aristóteles entró en su antigua habitación, encendió los velones y abrió su casilla personal, sacando de ella el correo que esperaba de Calístenes: un rollo de papiro sellado y atado con un lacito de cuero. Estaba todo él escrito en un código reservado y exclusivo, del que sólo él, su sobrino y Teofrasto poseían la clave. El filósofo le puso encima la plantilla que aislaba de forma sucesiva las palabras del texto totalmente arbitrario en el que estaban insertas y comenzó a leer el mensaje.
Cuando hubo terminado, acercó la hoja a la llama de un velón y se quedó observando cómo se retorcía hasta la última esquina, lamida por lenguas azuladas, hasta disgregarse en pequeños fragmentos, al mismo tiempo que el secreto que contenía. Bajó a continuación a las caballerizas y despertó al cochero que le había traído hasta allí. Le entregó un paquete sellado con una carta y, después de muchos ruegos, le ordenó:
—Coge el mejor caballo y parte inmediatamente para Metone. El comandante que me trajo de El Pireo debería estar aún allí. Dile que te conduzca ante Teofrasto en el lugar que se indica en la carta. Debes entregarte este pliego personalmente. Si por alguna razón no pudiera recibirte, busca a mi sobrino Calístenes y entrégaselo a él.
—Dudo que quiera partir. El mal tiempo está por llegar.
Aristóteles se sacó de debajo del manto una bolsa de dinero.
—Esto podría convencerle. Y ahora andando, rápido.
El hombre tomó un caballo de batalla de la caballeriza. Sacó de la alforja la espada metiendo en su lugar el paquete del filósofo, se la ciñó y partió al galope.
Lisipo, aunque fuera de noche, seguía ocupado en su trabajo y se acercó a la ventana al oír el ruido, pero vio solamente pasar a Aristóteles a toda prisa por el pórtico del patio interior. A la mañana siguiente, mientras se rasuraba delante del espejo, volvió a ver al filósofo, vestido de punta en blanco y con la alforja de viaje en bandolera, yendo hacia las caballerizas para que le uncieran los mulos. Se secó el rostro para bajar a saludarle, pero un siervo llamó en aquel mismo momento a la puerta y le hizo entrega de un billete que decía:
Aristóteles a Lisipo, ¡salve!
He de partir de inmediato por un compromiso urgente. Espero volver a verte pronto. Te deseo los mayores éxitos en tu labor. Que te conserves bien.
Aristóteles se alejó, sentado en el pescante del pequeño carruaje, a lo largo del camino que conducía al norte. El cielo estaba gris y la temperatura era fría: habría podido ponerse hasta a nevar. El escultor cerró la ventana y terminó de afeitarse antes de bajar a tomar el desayuno.
El filósofo viajó durante todo el día deteniéndose únicamente para tomar un bocado en una posada de Kition, a mitad de camino. Llegó a Egas cuando estaba ya oscuro y se dirigió hacia la tumba del rey Filipo, ante la cual ardían dos trípodes a los lados de un altar. Derramó el contenido de una ampollita de un preciado perfume oriental dentro de los trípodes y se recogió en meditación frente al portal de piedra rematado por la hermosísima escena de caza que adornaba el arquitrabe. Le pareció en aquel momento que volvía a ver al soberano mientras desmontaba del caballo en el patio de Mieza, soltando maldiciones por su pierna coja y gritando: «¿Dónde está Alejandro?», y repitió en voz baja, casi para sí:
—¿Dónde está Alejandro?
Se alojó en una casita que poseía aún en la periferia de la ciudad y pasó allí todo el día siguiente leyendo y poniendo en orden algunos apuntes. El tiempo continuaba empeorando y unos oscuros nubarrones se agolpaban en las cimas del monte Bermio ya salpicadas de nieve. Esperó a que cayese la oscuridad, se puso un manto, se cubrió la cabeza con una capucha y se encaminó por las calles casi desiertas.
Pasó por delante del teatro que había visto caer al rey, en el apogeo de su gloria, en medio del polvo y de la sangre, luego prosiguió a lo largo del sendero que llevaba hacia los campos. Buscaba una tumba solitaria.
Delante de él se alzaba un grupo de robles seculares en medio de un claro y Aristóteles se escondió entre los grandes troncos rugosos, confundiéndose con las sombras de la noche. A no mucha distancia podía distinguirse un modesto túmulo rematado por una tosca piedra a modo de indicación. El filósofo esperó, inmóvil y absorto.
De vez en cuando alzaba los ojos al cielo plúmbeo y apretaba el manto alrededor de los hombros, para protegerse así del aire frío que había comenzado a soplar de las montañas con la caída de la oscuridad.
Finalmente un ligero ruido de pasos por el sendero le hizo volverse hacia la izquierda y vio la diminuta figura de una mujer, que avanzaba presurosa, pasar por su lado y detenerse un poco más allá, delante del túmulo.
La vio arrodillarse y depositar algo sobre la sepultura, luego apoyar las manos y la cabeza en la tosca piedra y cubrirla con su manto, como si quisiera calentarla. La oscuridad comenzaba a estriarse de blancos cristales de nevisca.
Aristóteles trató de abrigarse mejor arrebujándose más aún con el manto, pero en aquel momento una ráfaga de viento más gélido le arrancó un golpe de tos: la mujer se levantó y se volvió bruscamente hacia el bosquecillo de robles.
—¿Quién hay? —preguntó con trémula voz.
—Uno que busca la verdad.
Aristóteles salió de su escondite y avanzó hacia ella.
—Soy Aristóteles de Estagira.
—El gran sabio —asintió la mujer—. ¿Qué te ha traído a este triste lugar?
—Ya te lo he dicho, busco la verdad.
—¿Qué verdad?
—La verdad sobre la muerte del rey Filipo.
La mujer, una joven de grandes ojos oscuros, bajó la cabeza y se inclinó como abrumada por un peso demasiado grande.
—No creo que pueda serte de ninguna ayuda.
—¿Por qué vienes cuando oscurece a rendir homenaje a este túmulo? Aquí esta enterrado Pausanias, el asesino del rey.
—Porque era mi hombre y yo le amaba. Me había hecho ya los regalos de boda y hubiéramos tenido que casarnos.
—Lo oí contar por ahí. Por esto he venido hasta aquí. ¿Es cierto que era el amante de Filipo?
La mujer sacudió la cabeza.
—Yo... no lo sé.
—Dicen que cuando Filipo se casó con su última mujer, la joven Eurídice, Pausanias le montó una escena de celos y que esto hizo enfurecer al padre de la esposa, el noble Átalo. —A Aristóteles no se le pasaba por alto ningún movimiento del rostro de la muchacha, y mientras evocaba aquella historia infamante le pareció ver relucir unas lágrimas en sus pálidas mejillas—. Siempre según los rumores, Átalo le invitó a su residencia de caza y luego le abandonó a la violencia y a la violación de sus monteros durante toda la noche.
La joven lloraba ahora, desconsoladamente, sin poder ya contenerse, pero ello no sirvió para despertar la piedad del filósofo, que continuó:
—Pausanias le pidió entonces a Filipo que vengara su humillación y, como el rey no consintió en ello, él le mató. ¿Es esto lo que sucedió realmente?
La joven trataba de secarse las lágrimas con el borde del manto.
—¿Es ésta la verdad?
—Sí —admitió entre sollozos.
—¿Toda la verdad?
La joven no respondió.
—Sé que el episodio del pabellón de caza de Átalo es cierto, pues tengo mis informadores. Pero ¿cuál fue la causa? ¿Se trató únicamente de una turbia historia de amores masculinos?
La joven hizo ademán de irse, como si quisiera cortar la conversación. El mantón que le cubría la cabeza estaba ya blanco de nevisca y también el terreno estaba cubierto por una fina capa blanca. Aristóteles la cogió por un brazo.
—¿Qué tienes que decirme? —insistió clavando en su rostro sus ojillos grises de ave rapaz.
La muchacha sacudió la cabeza.
—Ven —le dijo el filósofo en un tono repentinamente más dulce—. Tengo una casa cerca de aquí y el fuego debe de estar todavía encendido.
La joven pareció seguirle dócilmente y Aristóteles la condujo a su morada, la hizo sentarse al lado de la chimenea y reavivó las llamas.
—No tengo nada que ofrecerte salvo una infusión caliente de hierbas, pues estoy de paso.
Tomó del fuego un hervidor y derramó el contenido humeante en dos tazas de barro.
—Entonces, ¿qué es lo que sabes que yo no sepa?
—Pausanias no fue nunca el amante del rey y no tuvo jamás historias con hombres. Era un muchacho sencillo, de humildes orígenes, y le gustaban las mujeres. En cuanto al rey Filipo, se han oído contar muchos chismes acerca de sus amores masculinos, pero lo cierto es que nadie vio nunca nada.
—Pareces bien informada. ¿Cómo es eso?
—Soy la panadera de palacio.
—Lo que dices no quita que haya habido alguna historia de este tipo, aunque sea ocasional.
—Yo no lo creo.
—¿Por qué?
—Porque Pausanias me contó que había sorprendido por casualidad a Átalo en medio de una conversación muy reservada y peligrosa.
—¿Acaso fue allí para escuchar?
—No puedo excluirlo.
—¿Y te dijo de qué se trataba?
—No, pero lo que le hicieron, en mi opinión, tenía que servir para aterrorizarle, para quebrantarle sin acabar con él, pues el asesinato de un guardia personal del rey habría levantado demasiadas sospechas.
—Entonces planteemos una hipótesis. Pausanias sorprende a Átalo en un conversación comprometida, digamos que una conjura, y amenaza con revelarlo todo. Átalo le invita a un lugar apartado fingiendo querer conversar sobre el particular y luego, a fin de darle un escarmiento, le abandona a la violencia de sus monteros. Pero ¿por qué Pausanias tenía que dar muerte al rey Filipo? No tiene sentido.
—¿Y tiene sentido acaso lo que se ha dicho por ahí, es decir, que Pausanias mató al rey porque éste se había negado a vengar el daño sufrido por él? Pausanias era un guardia personal, robusto, hábil con las armas, y podía perfectamente vengarse por sí solo.
—Es cierto —hubo de admitir Aristóteles pensando en la complexión formidable de su cochero—. Entonces, ¿cómo te lo explicas? Si era el joven leal que me has descrito, ¿por qué habría tenido que asesinar a su rey?
—No lo entiendo, pero, de haber querido hacerlo, ¿no crees que un guardia personal habría tenido ocasiones mejores? Podría matarle en su cama, mientras dormía, por ejemplo.
—Siempre lo he pensado. Pero en este punto me parece que ni tú no yo conseguimos encontrar una respuesta a nuestros interrogantes. ¿Conoces a alguien más que pudiera saber algo? Dicen que había cómplices, o en cualquier caso una cobertura. Había hombres que le esperaban con un caballo cerca del bosquecillo de robles donde hace poco nos hemos encontrado.
—También dicen que uno de ellos ha sido identificado —observó la muchacha mirando fijamente a los ojos de su interlocutor.
—¿Y dónde se encuentra este superviviente?
—En una posada de Beroea, a orillas del Haliakmon. Se hace llamar Nicandro, pero seguro que se trata de un nombre falso.
—¿Y cuál es su verdadero nombre? —preguntó Aristóteles.
—No lo sé. Si lo supiera, tal vez estaría más cerca de conocer la razón por la que Pausanias hizo lo que hizo y sufrió lo que sufrió.
Aristóteles cogió una vez más el hervidor del fuego e hizo ademán de poner un poco más de infusión en la taza de la joven, pero ella le detuvo con un ademán y se puso en pie.
—Ya es hora de que me vaya, o alguien vendrá a buscarme.
—Cómo podría darte las gracias por todo lo que... —comenzó diciendo Aristóteles, pero la muchacha le interrumpió.
—Encuentra al verdadero culpable de todo esto y házmelo saber.
Abrió la puerta y avanzó presurosa por el desierto camino. Aristóteles la llamó.
—¡Espera, no me has dicho siquiera tu nombre!
Pero la joven había ya desaparecido en medio de remolinear de los blancos copos, por los callejones silenciosos de la dormida ciudad.