39

Eumolpo de Solos entró en la vieja sala de armas del palacio del sátrapa y el hombre se volvió de golpe al ruido de sus pasos.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó—. ¿Y cuál es tu unidad?

—Me llamo Demetrio —repuso el hombre—. Unidad quinta del tercer batallón de exploradores.

—Tengo un encargo para ti de parte del rey. —Le mostró una tablilla con la estrella argéada impresa en ella—. ¿Conoces esto?

—Es el sello real.

—En efecto. Y por tanto en virtud de esto la orden que vas a recibir viene directamente de Alejandro. Se trata de una tarea no fácil y de gran responsabilidad, pero sabemos que no eres nuevo en estas lides y que siempre has actuado con rapidez y precisión.

—¿A quién tengo que matar? —preguntó Demetrio.

Eumolpo le miró directamente a los ojos.

—Al general Parmenión.

El hombre tuvo una reacción apenas perceptible en el parpadeo repentino. Eumolpo prosiguió, sin dejar de mirarle fijamente:

—La orden es de viva voz y sólo tú la conoces. Nadie, por otra parte, ni siquiera el rey, sabe que serás tú quien parta para esta misión. Tendrás dos guías indígenas de absoluta confianza y emplearéis dromedarios de las caballerizas de Satibarzanes. Los animales más veloces y más resistentes en este terreno. Deberéis llegar antes de que la voz sobre la muerte de Filotas llegue a Ecbatana. —Le alargó un rollo—. Éste es el documento que te acredita como correo real, mas para llegar hasta él con un mensaje de viva voz debes conocer el santo y seña que sólo saben el rey y Parmenión.

—¿Cuál es ese santo y seña?

—Es una vieja cantinela macedonia que cantan los niños. Tal vez la conoces, es la que dice:

¡El viejo soldado que va la guerra...

El sicario tuvo un destello de sarcasmo en los ojos mientras, con una inclinación de la cabeza, decía el verso siguiente:

... cae por tierra!

—Exactamente ésa —confirmó Eumolpo sin dejar traslucir ninguna emoción. Y prosiguió—: No hay recompensa para esta misión, pero recibirás de mi bolsillo un talento de plata.

—No es necesario —repuso el hombre.

—Te será de ayuda. Usarás la daga y le golpearás en el pecho. El más grande soldado de Macedonia no debe morir herido por la espalda.

Demetrio asintió.

—¿Alguna cosa más?

—Debes sorprenderle. Si intuye tu movimiento, estás perdido. No cuentes con el hecho de que tenga setenta años. Un león es siempre un león.

—Estaré atento.

—Entonces parte, ahora mismo. No tienes un instante que perder. Tus guías te esperan en las caballerizas de abajo con los dromedarios ya listos. Encontrarás el dinero en Ecbatana, cerca del templo de Esmún de los caldeos, fuera de la puerta sur. Inmediatamente después te pondrás en camino para no volver nunca más.

El hombre salió por una puerta secundaria que le fue indicada, bajó las escaleras hasta las caballerizas y partió en dirección al sol poniente. Alejandro, desde lo alto de la torre, se quedó mirándoles, pálido e inmóvil, hasta que hubieron desaparecido de su vista más allá del perfil ondulado del desierto.

Demetrio empleó seis días y cinco noches en llegar a Zadracarta, durmiendo cada noche sólo unas pocas horas, comiendo y bebiendo sobre la albarda de su animal. Todos los días él y los guías se paraban a cambiar de montura de manera que mantuvieran una velocidad constante: era increíble cómo enormes distancias podían cubrirse en breve tiempo con aquel sistema. Llegaron a Ecbatana a eso del atardecer del tercer día y Demetrio se presentó inmediatamente ante la puerta del palacio del gobernador.

—¿Quién eres, qué quieres? —le preguntó el centinela.

Demetrio mostró el salvoconducto con el sello real.

—Correo del rey con prerrogativa de máxima urgencia. Mensajero de viva voz, personal, para el general Parmenión.

—¿Tienes un santo y seña?

—Por supuesto.

—Espera —repuso el centinela.

Entró en el cuerpo de guardia y parlamentó con su comandante, que salió casi al punto y se dirigió al recién llegado:

—Sígueme.

Entraron en un amplio patio con columnas en cuyo centro se abría un pozo del que los siervos sacaban agua para los huéspedes y para los animales y lo atravesaron de un extremo a otro. En el lado de poniente del pórtico, ya en sombra, se abría una escalera que subía al piso superior. Doblaron por un corredor vigilado por un par de pezetairoi y llegaron hasta el fondo. No había guardia delante de la puerta. El oficial llamó y esperó. Poco después se oyó un ruido de pasos y una voz que preguntaba:

—¿Quién es?

—Cuerpo de guardia —respondió el oficial—. Hay un correo urgente del rey, con mensaje de viva voz y santo y seña.

La puerta de abrió y apareció un hombre de unos cincuenta años, casi calvo, con una tablilla bajo el brazo izquierdo y un estilo en la derecha.

—Soy el secretario para el despacho de la posta —se presentó—. Sígueme. El general te recibirá de inmediato. Acaba de terminar de responder la correspondencia y estaba preparándose para el baño antes de la cena. Espero que le traigas buenas noticias. Sigue destrozado por la muerte de Nicanor y siempre está preocupado por el rey y por el último hijo que le queda, pobre hombre.

Y mientras hablaba, escrutaba de reojo el rostro pétreo del sicario como para adivinar el tenor de las noticias que referiría a su general, y mirándole no conseguía presagiar nada bueno.

Se detuvieron delante de otra puerta. El hombre dijo:

—Esperame aquí. Hay que cumplir una formalidad para ser admitidos a presencia del general.

Demetrio se temió un cacheo y estrechó el mango de su puñal bajo el manto. Pasó algún tiempo sin que se oyera ningún ruido ni ninguna voz; luego, finalmente el secretario reapareció con una bandeja en la que había una pedazo de pan, una escudilla de sal y una copa de vino.

—Es deseo del general Parmenión que todos cuantos entran en su casa disfruten de su hospitalidad. Dice que trae buena suerte —añadió con una media sonrisa—. Por favor, sírvete.

El sicario dejó de apretar el puñal y alargó la mano hacia la bandeja. Tomó el pan, lo sazonó con sal y comió. Luego se mando al coleto un sorbo de vino.

—Dale las gracias al general de mi parte —dijo limpiándose la boca con el dorso de la mano.

El secretario asintió, apoyó la bandeja sobre una mesa, luego le indicó el camino hasta la puerta que llevaba al despacho de Parmenión y le hizo esperar aún unos instantes. Demetrio podía oír el sonido de las voces de los dos hombres a través de la puerta entreabierta. Finalmente el secretario salió y le indicó que le esperaban. Demetrio entró y cerró la puerta.

Parmenión estaba sentado en su mesa de trabajo y tenía a sus espaldas un estante lleno de rollos, cada unos de ellos diferenciado por un cartelito con la etiqueta, y al lado, sobre un caballete, un mapa que representaba las provincias del imperio persa al este del Halis. Apenas vio entrar al correo, se levantó para ir a su encuentro. Llevaba tan sólo el quitón militar que le cubría las piernas hasta las rodillas y calzaba botas macedonias de piel de media caña. Era de complexión extraordinariamente robusta, y su armadura de hierro y cuero que colgaba de un gancho delante de la pared izquierda tenía que pesar, con el escudo, casi un talento. Estaba desarmado. Su espada, una hoja de antigua factura, pendía en bandolera del mismo clavo.

Le indicó, solícito, un asiento:

—Ponte cómodo, soldado.

—No estoy cansado —repuso el sicario.

—Parece, en cambio, que hayas atravesado los mismos infiernos —rebatió Parmenión—. Tienes un aspecto horrible. Vamos, siéntate.

Demetrio obedeció para no despertar sospechas y esperó a que el general se le acercase, pero mientras se sentaba el mango de la daga que llevaba debajo del manto asomó lo bastante como para que pudiera ser advertido. Parmenión retrocedió hacia su armadura.

—¿Quién eres? —preguntó y alargó la mano hacia la empuñadura de la espada—. Tienes un santo y seña, has dicho.

El hombre se levantó.

—El viejo soldado que va a la guerra... —dijo echando mano a la daga.

A aquellas palabras, Parmenión dejó caer la espada que ya estrechaba en la mano y avanzó hacia él con una expresión de dolorido estupor en la mirada.

—El rey... —murmuró incrédulo—. ¿Cómo es posible?

El sicario le clavó la daga en el pecho y le miró mientras caía sin un gemido, expandiendo un amplio charco de sangre por el suelo. Le miró mientras moría y no vio odio ni rebelión en sus ojos que se apagaban. Sólo lágrimas. Y le pareció que sus labios musitaban algo con el último aliento, tal vez... tal vez su santo y seña.

Salió por otra puerta que había en la pared derecha y se perdió por los intrincados corredores del gran palacio. Poco después la paz del atardecer se vio rota por un largo grito de horror.

Trece días después, Alejandro supo que Parmenión había sido asesinado y, aunque hubiera sido suya la orden, aquella noticia le hirió cruelmente, como si hubiera esperado que un dios cualquiera hubiese impartido al destino una dirección distinta. Se encerró en su tienda oprimido por la angustia durante días, sin ver a nadie, sin probar bocado ni beber agua. Leptina trató varias veces de cuidarse de él, pero cada vez se la vio salir con lágrimas en los ojos y luego acuclillarse en el suelo, fuera de la tienda, esperando entre sollozos, al sol o bajo la lluvia, que el rey la dejara entrar. Y los amigos, que se acercaban de vez en cuando al pabellón para oír si daba alguna señal de vida, oían tan sólo su voz ronca y monótona repetir al infinito una vieja cantinela macedonia que acostumbraban a cantar de niños, y se iban sacudiendo la cabeza.

Eumenes concluyó el cuarto libro de sus Diarios escribiendo:

El séptimo día del mes de Pianepsión el general Parmenión ha sido asesinado por orden del rey, sin ninguna culpa. Era un hombre valiente, que siempre había combatido con honor, batiéndose como un joven aunque era de edad avanzada. Ninguna mancha podrá afear nunca su memoria: vivirá para siempre en nuestro recuerdo.