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El ejército prosiguió en su marcha atravesando el último extremo de Palestina y entró en Fenicia. En Tiro el rey quiso ofrecer un sacrificio a Hércules Melqart para disipar con una solemne ceremonia religiosa la pesada sensación de angustia que se había extendido entre sus soldados tras la muerte del joven Héctor, muerte que todos habían tomado como un triste presagio.

La ciudad mostraba aún los vestigios de las devastaciones que sufriera el año anterior, y sin embargo la vida volvía tenazmente a florecer. Los supervivientes trabajaban en la reconstrucción de las casas transportando en sus barcas los materiales de tierra firme. Otros se dedicaban a la pesca, y no faltaban tampoco quienes estaban restaurando los establecimientos en los que se producía la púrpura más preciada del mundo mediante la maceración de los múrices que vivían en los escollos. De Chipre y Sidón habían llegado nuevos colonos a repoblar la antigua metrópolis y lentamente la sensación de desolación que pesaba entre las ruinas íbase esfumando a medida que avanzaban los trabajos, que las familias se reconstituían, que el pequeño comercio de la vida diaria se intensificaba.

En Tiro Alejandro recibió la visita de numerosas embajadas de varias ciudades de Grecia y de las islas y algunos mensajes del general Antípatro que le informaba sobre la actividad de reclutamiento de nuevos contingentes de guerreros en las regiones del norte. Recibió, además, una carta de su madre que le causó una honda impresión.

Olimpia a Alejandro, hijo amadísimo, ¡salve!

He tenido conocimiento de tu visita al santuario de Zeus que se alza en las arenas del desierto y de la respuesta que te diera el dios, y una profunda emoción me ha invadido el corazón. Me he acordado de cuando sentí que te movías por primera vez en mi seno el día que consulté el oráculo de Zeus en Dodona, en mi tierra de Epiro.

Ese día un viento impetuoso trajo hasta nosotros la arena del desierto y los sacerdotes me dijeron que tu destino de grandeza se haría realidad cuando llegaras al otro gran santuario del dios que se alza en las arenas de Libia. Me acordé de un sueño en el que me pareció que era poseída por un dios que había adoptado la forma de una serpiente. Yo no creo, hijo mío, que fueras engendrado por Filipo, sino que eres verdaderamente de estirpe divina. ¿Cómo explicar si no tus victorias arrolladoras, la retirada de las olas del mar ante tu avance, las lluvias milagrosas en las ardientes arenas del desierto?

Dirige tus pensamientos a tu padre celestial, hijo mío, y olvida a Filipo. No es su sangre la que corre por tus venas.

Alejandro se dio cuenta de que su madre estaba perfectamente informada de todo cuanto acontecía durante su expedición y que estaba persiguiendo un plan propio muy preciso. Un plan en el que el pasado tenía que ser borrado para dar paso a un futuro completamente distinto del que habían preparado para él Filipo y su maestro Aristóteles, un futuro en el que ni siquiera la memoria de Filipo tendría cabida. Dejó la carta en la mesa mientras Eumenes entraba en su alojamiento con otros papeles para leer y firmar.

—¿Malas noticias? —preguntó el secretario general leyendo en el rostro del rey una expresión de espanto.

—No, debería incluso estar contento, cuando hasta mi propia madre dice que soy hijo de un dios.

—Pero no me parece que tengas el aspecto de un hombre feliz, por lo que veo.

—¿Tú lo serías?

—Lo sabes perfectamente. No hay otro modo de gobernar Egipto y de ganarse el favor del clero de Menfis que convertirse en el hijo de Amón, y, por tanto, en el faraón. Y sin embargo es cierto que Amón es venerado como Zeus por todos los griegos que viven en Libia, por los de Naucratis y de Cirene y pronto también por los de Alejandría, apenas tu ciudad sea poblada. Pero esto era algo inevitable. Convirtiéndote en el hijo de Amón, has reconocido también que eres el hijo de Zeus.

Mientras seguía hablando, Alejandro le puso en la mano la carta de su madre y Eumenes la leyó deprisa.

—La reina madre está simplemente ayudándote a asumir tu nuevo papel —dijo apenas hubo terminado de leerla.

—Te equivocas, pues la mente de mi madre se mueve cada vez más entre el sueño y la realidad, tomando indistintamente el uno por la otra y viceversa, y te diré más. —Se interrumpió unos instantes, como si hubiera decidido ganar a Eumenes para su causa con un tan gran secreto—. Mi madre... mi madre tiene el poder de dar cuerpo a sus sueños e implicar en ellos también a otras personas.

—No comprendo —dijo Eumenes.

—¿Recuerdas el día en que huí de Pella, el día en que mi padre quería matarme?

—Cómo no voy a acordarme, si estaba allí.

—Pues huí junto con mi madre con la intención de alcanzar Epiro y nos detuvimos a hacer noche en un robledal a unos treinta estadios al este de Beronea. De pronto, a eso de medianoche, la vi levantarse y alejarse en la oscuridad. Caminaba como si no tocase el suelo y llegó a un lugar donde había una antigua imagen de Dioniso cubierta de hiedra. Yo la vi, como te estoy viendo ahora a ti, hacer salir de debajo de la tierra a una enorme serpiente, la vi convocando a una orgía a sátiros y a ménades tocando la flauta, enajenada...

Eumenes le miraba desconcertado, no dando crédito a lo que oía.

—Lo más probable es que lo soñaras.

—En absoluto. De repente sentí que una mano tocaba uno de mis hombros y era ella, ¿entiendes? Pero un instante antes la había visto tocar aquella flauta envuelta en los aros de una serpiente gigantesca. Y yo me encontraba allí, no estaba en mi yacija. Volvimos juntos recorriendo un cierto trecho de camino. ¿Cómo explicas tú esto?

—No lo sé. Hay gente que camina dormida y dicen también que hay personas que, mientras duermen, pueden salir de su propio cuerpo e ir lejos apareciéndoseles a otras personas. Esto es lo que llaman ekstasis. Olimpia no es una mujer como las demás.

—De esto no me cabe la menor duda. Antípatro anda siempre con problemas para tenerla bajo freno. Mi madre quiere gobernar, quiere ejercer el poder y no será fácil impedírselo. Me pregunto qué pensará Aristóteles de todo esto.

—Es fácil saberlo, basta con preguntárselo a Calístenes.

—Calístenes me irrita a veces.

—Salta a la vista. Y a él ello le disgusta.

—Pero no hace nada por evitarlo.

—No es exactamente así. Calístenes tiene sus principios y ha sido educado por su tío en no transigir a este respecto. Deberías tratar de comprenderle... —Eumenes cambió luego de asunto—: ¿Qué intenciones tienes para el futuro próximo?

—Quiero organizar certámenes teatrales y juegos gímnicos.

—¿Certámenes... teatrales?

—Así es.

—Pero ¿para qué?

—Los hombres tienen necesidad de distraerse.

—Los hombres tienen necesidad de echar de nuevo mano a la espada. Hace un año que no combaten, y si se nos echasen de repente encima los persas no sé yo si...

—Los persas no se presentarán ciertamente ahora. Darío está ocupado en reunir al ejército más grande que se haya visto jamás para aniquilarnos.

—¿Y tú le concedes tiempo para que lo haga? ¿Organizas representaciones teatrales y juegos gímnicos? —El secretario sacudió la cabeza como si aquello fuera una locura, pero Alejandro se levantó y le puso una mano sobre un hombro.

—Escucha, no podemos afrontar una campaña de desgaste expugnando una tras otra todas las ciudades y fortalezas del Imperio persa. Ya viste lo que nos ha costado tomar Mileto, Halicarnaso, Tiro...

—Sí, pero...

—Así pues, quiero dejar a Darío tiempo para reclutar hasta el último soldado y luego me enfrentaré a él y resolveré todo en un único y definitivo enfrentamiento.

—Pero... podemos perder.

Alejandro le miró a los ojos como si su amigo hubiera dicho una cosa absurda.

—¿Perder? No es posible.

Eumenes bajó la mirada. Se daba cuenta en aquel momento de que la carta de Olimpia no había hecho sino convencer a Alejandro de lo que ya inconscientemente creía, es decir, que era invencible e inmortal. Que esto implicase además una forma de divinidad suya tenía relativa importancia. Pero ¿tendrían el ejército y sus compañeros la misma convicción y determinación? ¿Qué sucedería cuando se encontrasen, en una inmensa llanura de Asia, ante el mayor ejército de todos los tiempos?

—¿En qué piensas? —le preguntó el rey.

—En nada, me viene a la mente un pasaje de la Expedición de los diez mil, aquel en el que...

—No digas más —le interrumpió Alejandro—. Ya sé a cuál te refieres.

Y comenzó a citar de memoria:

Ya mediaba el día y aún no se habían presentado los enemigos; pero al comenzar la tarde se vio una polvareda, como una nube blanca, y poco después una especie de mancha negra que cubría la llanura en una gran extensión. Según se acercaba se fue apercibiendo el resplandor del bronce, y pronto aparecieron claramente...

—La batalla de Cunaxa, el inmenso ejército del Gran Rey que aparece como un fantasma en medio del polvo del desierto... Y sin embargo también entonces los griegos vencieron y, si hubieran cargado inmediatamente por el centro en vez de atacar frontalmente el ala izquierda del enemigo, habrían dado muerte al soberano persa y conquistado su Imperio. Organiza los juegos gímnicos y los decorados teatrales, amigo mío.

Eumenes sacudió nuevamente la cabeza e hizo ademán de salir.

—Una cosa más —dijo el rey parándole en la misma puerta—. Elige unos dramas que realcen la voz y el porte de Tésalo. El Edipo rey, por ejemplo, y luego...

—Descuida —le tranquilizó el secretario—. Ya sabes que me las sé arreglar en estas cosas.

—¿Eumenes?

—Sí.

—¿Cómo está el general?

—¿Parmenión? Probablemente está destrozado, pero no lo deja traslucir.

—¿Crees que estará a la altura de las circunstancias llegado el momento?

—Creo que sí —repuso Eumenes—. No hay demasiados hombres como él. —Y salió.

Alejandro celebró con gran solemnidad el comienzo de los juegos gímnicos y de las representaciones teatrales e invitó a los amigos y a los oficiales superiores a un banquete. Todos se presentaron, a excepción de Parmenión, que mandó a un siervo con un billete excusándose:

Parmenión al rey Alejandro, ¡salve!

Espero sepas disculparme por no tomar parte en el banquete. No me siento muy bien y no podría hacer los honores a tu mesa.

Quedó inmediatamente claro que iba a tratarse de una comida para conversar puesto que no había ni bailarinas ni hetairas expertas en los juegos amatorios, y el propio Alejandro, en calidad de «maestro del festín», mezclaba el vino en las cráteras con cuatro partes de agua. Se comprendía también que de lo que deseaba discutir era de asuntos filosóficos y literarios más que de cuestiones relativas a la guerra, porque había hecho asignar los puestos más próximos a él a Barsine y a Tésalo. A continuación venían Calístenes y un par de filósofos sofistas llegados de visita con la delegación ateniense. Seguían Hefestión, Eumenes, Seleuco y Tolomeo con sus compañeras más o menos ocasionales, en tanto que los restantes amigos estaban colocados al otro lado de la sala.

Aunque era ya avanzado el verano, el tiempo se estaba estropeando y unas nubes negras henchidas de lluvia se aborregaban sobre la vieja ciudad. De pronto, mientras los cocineros comenzaban a servir las primeras tajadas de cordero asado con habas frescas, estalló un gran trueno que hizo temblar las paredes de la casa y encrespó el vino dentro de las copas.

Todos los comensales se miraron al rostro durante unos momentos en silencio, mientras el trueno rodaba lejos para desencadenarse sobre las laderas del monte Líbano. Los cocineros reanudaron el servicio de la carne, pero Calístenes, vuelto hacia Alejandro con una sonrisa entre irónica y burlona, preguntó:

—En vista de que eres hijo de Zeus, ¿te verías capaz de hacer otro tanto?

El rey bajó por un momento la cabeza y muchos en la sala pensaron que tendría una de sus explosiones de ira; el mismo Calístenes tenía todo el aspecto de haberse arrepentido de inmediato de aquella desacertada ocurrencia. Seleuco notó que estaba pálido y susurró al oído de Tolomeo:

—Esta vez se ha meado encima.

En cambio Alejandro volvió a levantar la cabeza, mostró un rostro sonriente, en absoluto turbado, y respondió:

—No, no lo haría nunca, porque no quisiera que mis comensales se murieran de espanto.

Todos se echaron a reír. Por esta vez, la cosa había pasado.