Al día siguiente, Eumenes anunció a Alejandro que la tumba de su padre estaba lista y que podía celebrarse el funeral. En realidad, sólo la primera parte del gran sepulcro había sido completada, en un tiempo increíblemente rápido: estaba prevista además una segunda cámara en la que serían depositados otros objetos preciosos que acompañarían al gran soberano en el más allá.
Filipo fue puesto en la hoguera por sus soldados, espléndidamente ataviado y con una corona de hojas de encina en la cabeza. Dos batallones de la falange y un escuadrón de los hetairoi a caballo le rindieron honores.
La pira fue apagada con vino puro, las cenizas y los huesos fueron envueltos en un paño de púrpura y oro en forma de clámide macedonia y depositados en una caja de oro macizo con los pies como zarpas de león y la estrella argéada de dieciséis puntas en la tapa.
En el interior de la tumba fueron colocados la coraza, de hierro, cuero y oro, que el rey había llevado en el asedio de Potidea, las dos grebas de bronce, la aljaba de oro, el escudo de gala de madera revestido de chapa de oro y con una escena dionisíaca de sátiros y ménades en su centro, esculpida en marfil. Las armas ofensivas, la espada y la punta de la lanza fueron arrojadas al fuego del altar y acto seguido dobladas ritualmente para que no pudieran ser usadas nunca más.
Alejandro depositó sus presentes personales: una magnífica jarra de plata maciza con el asa adornada con una cabeza barbuda de sátiro y una copa de plata de dos asas de tan maravillosa belleza y ligereza que parecía no pesar nada.
La entrada del sepulcro fue cerrada con una gran puerta de mármol de dos hojas, flanqueada por dos semicolumnas dóricas que reproducían el acceso del palacio real de Egas. Un artista de Bizancio había pintado en la franja del arquitrabe una maravillosa escena de caza.
La reina Olimpia no presenció el rito fúnebre porque no deseaba depositar ningún presente votivo sobre la pira o en la tumba de su esposo y por no encontrarse con Eurídice.
Alejandro lloró cuando los soldados cerraron la gran puerta de mármol: había amado a su padre y sentía que detrás de aquellas hojas quedaba sepultada para siempre su juventud.
Eurídice se dejó morir de hambre junto a la pequeña Europa, y de nada sirvieron los cuidados del médico Filipo, que recurrió a todos sus conocimientos.
También para ella levantó Alejandro una tumba suntuosa e hizo poner en su interior el trono de mármol que su padre usaba para administrar justicia bajo la encina de Egas, hermosísimo, adornado con grifos y esfinges de oro, con una maravillosa cuadriga pintada en el respaldo. Una vez cumplidos sus deberes, con el ánimo henchido de tristeza regresó a Pella.
El general Antípatro era un oficial de la vieja guardia de Filipo, leal al trono y extremadamente digno de confianza. Alejandro le había conferido el encargo de llevar a cabo la misión de Ecateo en Asia, ante Parmenio y Átalo, y esperaba con ansiedad el resultado.
Sabía que los bárbaros del norte, tribalos e ilirios, recientemente sometidos por su padre, podían insurreccionarse de un momento a otro, se daba cuenta de que los griegos habían aceptado las cláusulas de la paz de Corinto únicamente tras la matanza de Queronea y que todos sus enemigos, en primer lugar Demóstenes, seguían vivos y en plena actividad. Por último, consideraba que Átalo y Parmenio controlaban los estrechos y estaban a la cabeza de un fuerte cuerpo expedicionario de quince mil hombres.
Y, por si fuera poco, había llegado la noticia de que los agentes persas estaban estableciendo contactos en Atenas con el partido antimacedonio y ofrecían una importante financiación en oro al objeto de fomentar la sublevación.
Había muchos elementos de inestabilidad, y si todas aquellas amenazas se hubieran concretado al mismo tiempo, el nuevo soberano no habría tenido salvación.
La primera respuesta a sus interrogantes llegó a principios del otoño: Antípatro solicitó de inmediato audiencia al rey y Alejandro le recibió en el despacho que había sido de su padre. Por más que fuese un soldado de la cabeza a los pies, Antípatro no gustaba de hacer ostentación de su condición y vestía habitualmente como un ciudadano común y corriente. Lo cual demostraba su equilibrio y seguridad.
—Señor —anunció al hacer su entrada—, éstas son las noticias que llegan de Asia: Átalo se ha negado a ceder el mando y a regresar a Pella; ha presentado resistencia armada y ha sido muerto. Parmenio asegura su sincera fidelidad.
—Antípatro, quisiera saber lo que de veras piensas de Parmenio. Has de saber que su hijo Filotas está aquí en palacio. Podría pensar, según se mire, que es mi rehén. ¿Es ése, según tú, el motivo de su declaración de fidelidad?
—No —repuso sin vacilación el anciano general—. Conozco perfectamente a Parmenio. Siente afecto por ti, siempre te ha querido, desde que eras un niño y venías a sentarte en las rodillas de tu padre durante los consejos de guerra en la armería real.
Alejandro recordó de improviso la cantinela que tarareaba cada vez que veía los blancos cabellos de Parmenio:
¡El viejo soldado que va a la guerra
cae por tierra, cae por tierra!
Sintió que le invadía una profunda tristeza pensando en cómo el poder cambiaba dramáticamente las relaciones entre las personas. Antípatro continuó:
—Pero si tienes dudas, no hay más que un modo de ahuyentarlas.
—Mandarle a Filotas.
—Exactamente, en vista de que sus otros dos hijos, Nicanor y Héctor, están ya con él.
—Es lo que haré. Le mandaré a su hijo con una carta reclamándole en Pella. Tengo necesidad de él: temo que esté a punto de desencadenarse una tempestad.
—Me parece una decisión muy prudente, señor. Parmenio aprecia sobre todo una cosa: la confianza.
—¿Qué noticias hay del norte?
—Malas. Los tribalos se han alzado en rebelión y han incendiado algunas de nuestras guarniciones fronterizas.
—¿Qué me aconsejas?
—He hecho enviar unos mensajes. Si hiciesen caso omiso de ellos, golpea lo más fuerte que puedas.
—Sin duda. ¿Y del sur?
—Nada bueno. El partido antimacedonio está reforzándose un poco por todas partes, hasta en Tesalia. Tú eres muy joven y hay quien piensa que...
—Habla con toda libertad.
—Que eres un muchacho sin experiencia que no conseguirá mantener la hegemonía establecida por Filipo.
—Tendrán que arrepentirse de ello.
—Hay otra cosa.
—Dime.
—Tu primo Arquelao...
—Continúa —le invitó Alejandro poniendo cara sombría.
—Ha sido víctima de un accidente de caza.
—¿Ha muerto?
Antípatro asintió.
—Cuando mi padre conquistó el trono, perdonó tanto a él como a Amintas, por más que ambos estuviesen en la línea de sucesión hasta aquel momento.
—Ha sido un accidente de caza, señor —repitió Antípatro impasible.
—¿Dónde está Amintas?
—Abajo, en el cuerpo de guardia.
—No quiero que le suceda nada: estaba a mi lado cuando ocurrió el asesinato de mi padre.
Antípatro hizo señal de haber comprendido y se encaminó hacia la puerta.
Alejandro se levantó y se puso delante del gran mapa de Aristóteles, que había querido hacer colgar en su despacho: el este y el oeste podían tenerse por seguros, vigilados por Alejandro de Epiro y por Parmenio, siempre que pudiera confiarse verdaderamente en él. Pero el norte y el sur representaban dos grandes amenazas. Tenía que atacar los más pronto posible y con tanta dureza que no cupieran dudas acerca del hecho de que Macedonia tenía un soberano no menos fuerte que Filipo.
Salió a la galería que daba al norte y dirigió la mirada hacia las montañas donde había transcurrido su destierro. Los bosques comenzaban a cambiar de color con la proximidad del otoño y pronto caería la nieve: hasta primavera, la situación por aquella parte se mantendría tranquila. Era preciso por el momento espantar a los tesalios y tebanos: meditó un plan de acción, en espera de que Filotas y Parmenio volviesen de Asia.
Reunió a su consejo de guerra pocos días después.
—Entraré en Tesalia con el ejército en formación de combate, haré que me confirmen en el cargo de tagos que estaba en posesión de mi padre y me acercaré hasta las murallas de Tebas —anunció—. Quiero hacer entender a los tesalios que tienen un nuevo jefe y, en cuanto a los tebanos, quiero darles un susto de muerte: tienen que saber que puedo atacarles en cualquier momento.
—Hay un problema —intervino Hefestión—. Los tesalios han obstruido el valle de Tempe con una fortificación, a derecha e izquierda del río. Estamos bloqueados.
Alejandro se acercó al mapa de Aristóteles e indicó el macizo del monte Ossa, que caía a pico sobre el mar.
—Lo sé —repuso—. Pero nosotros pasaremos por aquí.
—¿Y cómo, si puede saberse? —preguntó Tolomeo—. Ninguno de nosotros tiene alas, que yo sepa.
—Tenemos mazas y escoplos —replicó Alejandro—. Tallaremos una escalera en la roca viva. Haced venir a quinientos mineros del Pangeo, los mejores. Dadles bien de comer, ropas, calzado, y prometedles la libertad si terminan dentro de diez días: trabajarán por turnos, sin descanso, por el lado del mar. Los tesalios no podrán verles.
—¿Estás hablando en serio? —preguntó Seleuco.
—No bromeo nunca durante los consejos de guerra. Y ahora, venga, movámonos.
Todos los presentes se miraron estupefactos: era evidente que ningún obstáculo, ninguna barrera humana o divina detendría jamás a Alejandro.