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El regente Antípatro le recibió en el viejo salón del trono, arrebujado con un manto de burda lana y vestido con unos pantalones tracios de fieltro. Un gran fuego ardía en medio de la sala, pero con el humo también una buena parte del calor se iba por el orificio que se abría en el centro del techo.

—¿Cómo estás, general? —preguntó Aristóteles.

—Bien cuando estoy lejos de Pela. El solo hecho de ver a la reina me da dolor de cabeza. ¿Y tú como estás, maestro?

—También yo estoy bien, pero los años comienzan a dejarse sentir. Además, no he podido soportar nunca el frío.

—¿Cómo es que andas por aquí?

—Quería hacer un ofrenda en la tumba del rey antes de regresar a Atenas.

—Es algo que te honra, pero es también muy peligroso. Si te desembarazas de los guardias que mando detrás de ti, ¿qué puedo hacer para protegerte? Cuidado, Aristóteles, la reina es una verdadera tigresa.

—He estado siempre en buenos términos con Olimpia.

—No basta —comentó Antípatro poniéndose en pie y colocándose frente al fuego con las palmas extendidas hacia delante—. Te juro que no basta. —Tomó una jarra de plata que descansaba en el borde del hogar y un par de copas de buena cerámica ática—. ¿Un poco de vino caliente?

Aristóteles asintió.

—¿Qué noticias hay de Alejandro?

—El último mensaje de Parmenión le situaba de marcha a través de Licia.

—Por tanto todo anda bien.

—Lamentablemente no todo.

—¿Qué es lo que no va bien?

—Alejandro espera refuerzos, y los jóvenes que había mandado de permiso junto con los demás recientemente enrolados están ya en los Estrechos, pero no consiguen pasar porque la flota de Memnón les bloquea. Si mis cálculos son correctos, a estas horas podría encontrarse en la Frigia Mayor, en tierras de Sagalasos o Celenas, y estará seguramente preocupado al ver que no llega nadie.

—¿Y no puede hacerse nada?

—La superioridad de Memnón en el mar es aplastante. Si le mandase mi flota, me la mandaría a pique antes de que pudiera alcanzar alta mar. Estamos en una situación crítica, Aristóteles. Mi única esperanza es que Memnón intente un desembarco en territorio macedonio, pues en ese caso podría esperar pararle. Pero es un hombre astuto y difícilmente se aventurará a dar un paso en falso.

—¿Qué te propones hacer, entonces?

—Nada, por el momento. Esperaré a que sea él quien se decida a moverse. No puede quedarse eternamente esperando verlas venir. ¿Y tú, maestro? ¿De veras la finalidad de tu viaje era sólo hacer una ofrenda en el altar del rey Filipo? Si no me dices qué haces, me va a resultar difícil brindarte protección.

—Tenía que ver a una persona.

—¿Algo relativo a la muerte del rey?

—Sí.

Antípatro asintió como si se esperara aquella respuesta.

—¿Y piensas quedarte mucho tiempo aún?

—Regreso mañana. Vuelvo a Atenas, si encuentro una nave de Metone. De lo contrario iré por tierra.

—¿Y por Atenas cómo van las cosas?

—Bien, mientras Alejandro venza.

—Por supuesto —dijo Antípatro con un suspiro.

—Por supuesto —repitió Aristóteles.

Alejandro se acuarteló en Celenas, no lejos del nacimiento del Meandro, residencia del sátrapa de la Frigia Mayor. No encontró dificultades porque todos los soldados persas se habían atrincherado en una fortaleza en el punto más alto de la hermosa ciudad: un espolón de roca que descendía en precipicio sobre un pequeño lago de cristalinas aguas que tenía su origen en el río Marsias, un afluente del Meandro. No debían de ser muchos, pues en caso contrario habrían tratado de defender el recinto amurallado, aunque aquí y allá aparecía más bien en mal estado.

Lisímaco dio una vuelta de reconocimiento alrededor de la fortaleza y volvió de mal humor.

—Es inexpugnable —refirió—. El único acceso es por una poterna a media pendiente, por la parte de poniente, pero la escalinata que conduce hacia la entrada no permite el paso más que a un solo hombre por vez, y está dominada por dos bastiones gemelos. Tendremos que establecer el cerco confiando en que no hayan acumulado víveres en cantidad suficiente como para resistir largo tiempo. Por lo que se refiere al agua, aquí la hay en abundancia y seguramente tienen algún pozo conectado con el lago.

—¿Y si les preguntáramos cuáles son sus intenciones? —propuso Leonato.

—No es momento para bromas —rebatió Lisímaco—. No sabemos dónde para Parmenión y en qué condiciones está su contingente. Perdiendo mucho tiempo con un cerco, nos arriesgamos a no encontrarnos nunca.

Alejandro echó una ojeada a los glacis de la fortaleza: los soldados persas no mostraban un aire muy belicoso y parecían más llenos de curiosidad que alarmados. Se agolpaban a lo largo del adarve y miraban hacia abajo apoyados de codos en los baluartes.

—Tal vez la idea de Leonato no sea tan extravagante —observó. Luego se volvió hacia Eumenes—. Prepara una embajada con un intérprete y acércate lo más posible a la poterna. Ellos no conocen nuestras intenciones, pero a buen seguro saben que nada nos ha detenido hasta ahora. Nadie ha dicho que estén muy deseosos de desafiarnos.

—Es cierto —insistió Leonato orgulloso por el hecho de que el rey hubiera tenido en cuenta su propuesta—. De haber querido detenernos, habrían podido atacarnos cien veces mientras subíamos desde Temeso hasta aquí.

—Es inútil perder el tiempo en tantas conjeturas —cortó tajante Alejandro—. Esperemos el regreso de Eumenes y sabremos qué nos aguarda.

—Mientras, me gustaría echar un vistazo a la ciudad, si alguien me acompaña —intervino Calístenes—. Dicen que del otro lado del lago está la cueva donde el sátiro Marsias fue desollado vivo por Apolo por haberle desafiado a un certamen musical y haber perdido, naturalmente.

Lisímaco escogió una docena de «portadores de escudo» para que escoltaran a Calístenes en su paseo por Celenas: era necesario que el historiador de la expedición tuviera ocasión de ver los lugares que iba a tener que describir.

Entretanto Eumenes reunió a su embajada. Quiso consigo a un heraldo y a un intérprete y acto seguido se acercó a la poterna, donde solicitó parlamentar con el comandante de la guarnición.

La respuesta no se hizo esperar: la poterna se abrió chirriando y el comandante hizo acto de aparición acompañado de un grupito de hombres armados. Eumenes se dio inmediatemente cuenta de que no era un persa sino un frigio, casi con certeza del lugar: el sátrapa persa debía de haberse ido hacía tiempo.

El secretario le saludó y hizo traducir a su intérprete:

—El rey Alejandro quiere hacerte saber que si te rindes no se hará ningún daño ni a ti ni a tus hombres, y sobre todo se respetará la ciudad. Si por el contrario tratas de resistir, pondremos cerco a la fortaleza y no dejaremos que salga vivo ninguno de los que contigo se encuentran. ¿Qué debo decirle?

El comandante debía de tener tomada ya su decisión, puesto que respondió sin pensárselo dos veces:

—Puedes decirle a tu rey que no tenemos intención de rendirnos por el momento. Esperaremos dos días, y si no llegan refuerzos de nuestro gobernador, entonces nos rendiremos.

Eumenes se quedó estupefacto por la ingenua sinceridad del comandante, le saludó con gran cordialidad y volvió sobre sus pasos.

—¡Es absurdo! —exclamó Lisímaco—. Si me lo cuentan, no me lo creo.

—¿Y por qué no? —rebatió Eumenes—. A mí me parece la decisión más sensata. El hombre ha hecho sus cálculos. Ha pensado que si el gobernador persa contraataca y nos derrota, él tendrá que rendir cuentas del hecho de haberse rendido sin presentar batalla y terminará probablemente empalado. Pero si el gobernador no da señales de vida dentro de dos días, ello significa que ya no va a venir y entonces es preferible rendirse y evitar problemas por nuestra parte.

—Mejor así —comentó Alejandro—. Los comandantes pueden buscar acomodo en la ciudad requisando los alojamientos necesarios; los oficiales de graduación inferior permanecerán con la tropa en el campamento. Manda situar a un batallón de pezetairoi alrededor de la ciudadela y a unos centinelas al pie de las peñas, pues no debe salir ni entrar nadie. Y quiero un escuadrón de caballería ligera, tracia y tesalia, en todas las vías de acceso a la ciudad para evitarnos sorpresas. Veamos si esta historia de los dos días es algo serio o una simple broma. Os espero a todos para la cena. He tomado alojamiento en el palacio del gobernador, una residencia muy bella y rica. Espero que pasemos una agradable velada.

A la hora fijada se presentó también Calístenes, que había concluido su visita a la ciudad. Un siervo le trajo todo lo necesario para sus abluciones y luego le hizo acomodarse en uno de los triclinios dispuestos en semicírculo alrededor del de Alejandro. El rey, aquella noche, había invitado también al actor Tésalo, que era su intérprete predilecto, al vidente Aristandro y a su médico personal, Filipo.

—Entonces, ¿qué es lo que has visto? —preguntó el rey mientras los cocineros comenzaban a servir la cena.

—Es como yo había dicho —repuso Calístenes—. Precisamente en la cueva donde nace el río Marsias muestran una piel que dicen es la del sátiro desollado por Apolo. Ya conocéis la historia. El sátiro Marsias desafió al rey Apolo a un certamen musical. Él tenía que tocar su flauta de caña, mientras que el dios tenía que tocar la cítara. Apolo aceptó el reto, pero con una sola condición: que si Marsias salía perdedor, tendría que dejarse desollar vivo. Y así sucedió, en parte porque los jueces eran las nueve Musas, que sin duda nunca le hubiera hecho una jugada a su dios.

Tolomeo sonrió.

—No es fácil creer que en la cueva esté la verdadera piel del sátiro.

—Así parece, en cambio —replicó Calístenes—. La parte superior se asemeja en todo a una piel humana, aunque momificada, mientras que la parte inferior es la de una cabra.

—No es algo difícil de realizar —observó el médico Filipo—. Un buen cirujano puede cortar y coser lo que se le antoje. Hay taxidermistas capaces de construir las criaturas más fantásticas; Aristóteles me contó que había visto en cierta ocasión un centauro embalsamado en un santuario del monte Pelio, en Tesalia, pero me aseguró que se trataba del torso de un hombre insertado hábilmente en el cuerpo de un pollino.

El rey se dirigió entonces a Aristandro:

—¿A ti que te parece? ¿Ha visto Calístenes la piel de un sátiro o el hábil truco de los sacerdotes para atraer peregrinos y recoger ricas ofrendas para su santuario?

Muchos se echaron a reír, pero el vidente dirigió a su alrededor una mirada de fuego y muy pronto las risas cesaron, y hasta en la boca de los hombres más fuertes y más seguros de sí.

—Es fácil reírse de estos modestos recursos —dijo—, pero me pregunto si os reiríais también del significado más profundo que hay detrás de estas manifestaciones. ¿Hay alguno entre vosotros, valerosos guerreros, que haya explorado alguna vez la región que se extiende más allá de los límites de nuestra percepción? ¿Hay alguno que estaría dispuesto a seguirme en un viaje hacia las sombras de la noche? Sois capaces de afrontar la muerte en el campo de batalla, pero ¿seríais capaces de afrontar lo desconocido? ¿Seríais capaces de combatir con los monstruos inapresables, invulnerables y evanescentes que nuestra naturaleza más profunda mantiene ocultos hasta para nuestra misma conciencia?

»¿Habéis deseado alguna vez matar a vuestro padre? ¿Habéis deseado yacer con vuestra madre o con vuestra hermana? ¿Qué veis dentro de vosotros cuando os domina la embriaguez o cuando perpetráis una violación con una inocente gozando doblemente con su sufrimiento? ¡He aquí la naturaleza del sátiro o del centauro, la bestia ancestral con la uña hendida y cola de fiera que vive en nosotros y que de pronto nos vuelve semejante a los brutos! ¡Reíos de esto, reíd si sois capaces!

—Nadie quería hacer burla de la religión y de los dioses, Aristandro —trató de calmarle el rey—, sino en todo caso de la mezquindad de ciertos impostores que se aprovechan de la credulidad popular. Vamos, ahora bebamos, estemos alegres. Tenemos que afrontar aún muchas penalidades antes de descubrir cuál será nuestro destino.

Todos se pusieron de nuevo a beber y a comer y la conversación se reanimó muy pronto, pero desde aquel día nadie ya olvidó la mirada de Aristandro ni sus palabras.

El soberano pensó en la primera vez que le había visto y en cómo el vidente le había hablado de la pesadilla que atormentaba sus noches: un hombre desnudo que ardía, vivo, en su pira funeraria. Y en la confusión de voces y de sonidos del banquete buscó por un instante los ojos de Aristandro para leer en ellos el verdadero motivo por el que le seguía hacia el corazón de Asia, pero vio únicamente un brillo turbio y una expresión ausente. Él estaba en otra parte.