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Luego, un día, Alejandro volvió a su palacio, a pie, con la barba sin arreglar y los cabellos sucios, enflaquecido, y con una luz incierta y huidiza en la mirada. Estatira le recibió entre sus brazos y trató de aliviar su dolor sentándose por la noche a sus pies, cantando y acompañando su canto con el arpa babilonia.

El verano llegaba ya a su término cuando el rey convocó al ejército y fijó el día de la partida. Los oficiales de marcha consultaron a los guías, los superintendentes de los pertrechos prepararon los carros y las bestias de carga, los comandantes de los batallones formaron a sus tropas y las llevaron durante unos días a realizar largas marchas de adiestramiento para volver a habituarlos al cansancio del largo itinerario que les esperaba hacia las gargantas del Paropámiso. Se había extendido por el campamento una gran animación por la reanudación de la actividad militar. Los soldados no veían la hora de dejar aquel lugar maldito en el que habían asistido a acontecimientos luctuosos y todos deseaban olvidar los días de holganza y de sangre que habían vivido a orillas de un lago sin vida, bajo los muros resquebrajados de Artacoata, que ahora se llamaba Alejandría de Aria.

La princesa Estatira se dio cuenta de que estaba encinta y aquella noticia pareció traer un alivio al rey e infundirle un poco de felicidad. También los amigos se alegraron pensando que dentro de no mucho tiempo verían a un nuevo, pequeño Alejandro. La marcha hacia el sur era demasiado dura para una mujer en aquel estado y Alejandro le rogó que volviera atrás y se estableciera en uno de sus palacios. Estatira obedeció y se puso en viaje hacia Zadracartra, con la intención de reunirse con su madre en Ecbatana o en Susa.

Las trompas dieron la señal de partida una nítida mañana de comienzos de otoño y el rey se puso a la cabeza del ejército, revestido con su más esplendente armadura, montando a Bucéfalo como en los tiempos de sus empresas más gloriosas. A su lado cabalgaban Hefestión, Pérdicas, Tolomeo, Seleuco, Leonato, Lisímaco y Crátero cubiertos de hierro, con las cimeras que ondeaban al sol.

Remontaron durante días el valle por el que corría un río de mil arroyos, pasando de aldea a aldea sin que nada sucediese. Los nobles persas que seguían a la expedición con sus tropas hablaban con la gente y les explicaban que el resplandeciente joven que cabalgaba sobre el gigantesco caballo negro era el nuevo Rey de Reyes y a veces alguien salía agitando ramas de sauce para saludarle. El cielo nocturno estaba cada vez más despejado y el número de estrellas aumentaba increíblemente, como si los astros nacieran espontáneamente a millares en la inmensa bóveda curva, cual flores en un campo primaveral. Calístenes explicó que el aire, a aquellas alturas, era mucho más puro al no haber ríos y exhalaciones que lo adensaran y por esto las estrellas eran simplemente más visibles, pero muchos soldados creían que el cielo cambiaba con el cambiar de la tierra y que en aquellos remotísimos territorios nada podía ya asombrar.

El campamento se levantaba cada tarde a la caída del sol a lo largo de las orillas del río, y cuando se encendían los fuegos de los vivaques, la gran multitud de soldados a los que se añadía el vasto séquito de mujeres, mercaderes, siervos, porteadores, pastores y mayorales con sus ganados daba la impresión de una verdadera ciudad ambulante.

Un día, el valle del río de los mil arroyos se ensanchó en una vasta planicie rodeada en gran parte por una grandiosa cordillera de montes altísimos cubiertos de nieve que resplandecían al sol y se recortaban maravillosamente sobre el cielo.

—¡El Paropámiso! —gritó Eumenes emocionado a la vista de tanta belleza, pero Calístenes objetó:

—He intercambiado unos mensajes con mi tío Aristóteles en estos últimos tiempos y, en su opinión, las montañas que hemos encontrado en esta zona deberían de ser las últimas estribaciones de la cadena del Cáucaso, que es la más alta del mundo.

—¿Y vamos a tener que subir hasta allí arriba? —preguntó Leonato indicando los pasos suspendidos entre cielo y tierra.

—Así es —repuso Tolomeo—. Pues ahora es ya seguro que Beso se encuentra del otro lado, con un ejército de bactrianos, sogdianos y escitas, y Alejandro quiere apresarle a toda costa.

Leonato hizo visera con la mano, miró de nuevo la imponente cadena montañosa, deslumbrante con su manto de hielo y nieve; luego sacudió la cabeza y se fue.

La hipótesis geográfica de Calístenes fue aceptada también por el rey, que en los días siguientes descubrió en el extenso y fértil valle un lugar ideal para fundar una nueva ciudad y para establecer allí una parte del vasto séquito que se movía detrás del ejército en marcha. La llamó Alejandría del Cáucaso e instaló en ella a un millar de personas con cerca de doscientos mercenarios, que se ofrecieron a quedarse en aquel lugar antes que afrontar la vertiginosa travesía de las montañas.

En aquel aire límpido, bajo aquel cielo de colores refulgentes, en aquellos prados de esmeralda encajonados entre las plateadas cintas del río parecieron disolverse durante un tiempo los fantasmas de Artacoata, pero la sombra ensangrentada de Parmenión seguía perturbando las noches de Alejandro. Un día, a la caída del sol, oprimido por la angustia de las inminentes tinieblas, se presentó en la tienda de Aristandro y le dijo:

—Toma un caballo y sígueme.

Éste le obedeció y poco después, tras eludir la vigilancia de su guardia, se perdían en la sombra que ya descendía de las montañas y comenzaban a subir por las laderas de la inmensa sierra.

—¿Qué quieres hacer? —preguntó el vidente.

—Evocar la sombra de Parmenión —repuso el rey mirándole con una mirada febril—. ¿Puedes hacer esto por mí, Aristandro?

El vidente asintió.

—Si anda merodeando aún por estas tierras, le haré venir a ti, pero si ha descendido ya a la morada del Hades, no sé si me será posible llegar hasta él sin morir yo también.

—La otra noche soñé que le veía subir, solo, a pie, hacia ese paso de montaña. Avanzaba con la espalda inclinada, como si llevara una pesada carga, y su blanca cabellera se confundía con la blancura de la nieve. De vez en cuando me hacía un gesto con la mano para que le siguiera... su gruesa mano callosa de viejo guerrero. De golpe se volvió hacia mí y pude ver la herida que tenía en el pecho, pero en su mirada no había odio ni resentimiento. Únicamente una melancolía infinita. ¡Llámale, Aristrandro, te lo suplico!

—¿Recuerdas en qué punto de la montaña te pareció verle?

—Allí —repuso el rey indicando un lugar donde el sendero pedregoso se confundía con la nieve.

—Entonces, llévame hasta allí, antes de que la noche nos sorprenda y borre el camino.

Reanudaron el camino primero a caballo y luego a pie, cuando el sendero se volvió más estrecho y difícil. Llegaron antes de medianoche al límite de las nieves y se detuvieron ante la blanca extensión que llegaba hasta los altísimos picos.

—¿Estás preparado? —preguntó Aristandro.

—Lo estoy —contestó el rey.

—¿Para qué?

—Para todo.

—¿También para la muerte?

—Sí.

—Entonces desnúdate.

Alejandro obedeció.

—Túmbate sobre la nieve.

Alejandro se tumbó sobre el níveo manto estremeciéndose al gélido contacto y vio que Aristandro se arrodillaba a su lado y comenzaba a cantar, bamboleándose sobre los talones hacia adelante y hacia atrás, una extraña nenia sincopada, a ratos, por breves gritos en una lengua bárbara incomprensible. Pero a medida que ese canto ascendía hacia el cielo álgido y lejano, su cuerpo se hundía en la nieve hasta verse inmerso casi en ella.

Sentía la piel transida por miles de agujas heladas que parecían llegarle hasta el corazón y el cerebro; el dolor crecía a cada instante volviéndose insoportable. Se dio cuenta en un determinado momento de que él mismo emitía los breves gritos sincopados en la lengua bárbara juntamente con Aristandro, y vio que el vidente, arrodillado delante de él, tenía los ojos blancos e inexpresivos, como los de una estatua de mármol a la que la lluvia hubiera desvaído los colores.

Trató de hablar, pero no lo logró; trató de levantarse, pero sintió que no tenía ya fuerzas. Trató asimismo de gritar, pero no tenía ya voz. Se hundía en el hielo cada vez más, o acaso fluctuaba en el aire helado y transparente sobre los puntiagudos picos de los montes... Se volvió a ver entonces niño, como en un sueño, corriendo por las salas del palacio real mientras la vieja Artemisia, jadeante, trataba en vano de andar tras él. Y he aquí que, de repente, se encontraba en la gran sala del consejo, en la sala de armas donde los generales del reino se sentaban al lado de su padre, y se paraba atónito delante de los majestuosos guerreros encerrados en sus relucientes armaduras. Veía asomar en aquel momento, por un pasillo lateral, a un hombre imponente con una ondeante cabellera blanca: ¡el primer soldado del reino, el general Parmenión!

Éste le miraba fijamente y decía:

—¿Cómo es esa cancioncilla, pequeño príncipe, cómo es? ¿No quieres cantarla otra vez para tu viejo soldado que se va a la guerra?

Y Alejandro trataba de cantar la cancioncilla que provocaba la risa general, mas no lo lograba, pues se le hacía un nudo en la garganta. Se dio la vuelta para regresar a su estancia, pero vio delante de sí el paisaje nevado, vio nuevamente a Aristandro de rodillas, rígido como un cadáver y con los ojos en blanco. Sacó fuerzas de flaqueza para alcanzar con la mano el manto que había abandonado sobre la nieve, pero mientras con inmenso esfuerzo volvía la cabeza hacia aquel lado, se quedó paralizado del estupor: delante de él estaba Parmenión, pálido bajo la luna, embutido en su armadura, con su magnífica espada que le colgaba del costado.

Los ojos se le llenaron de lágrimas mientras murmuraba:

—Viejo... valeroso... soldado... perdóname.

Parmenión frunció apenas los labios en una melancólica sonrisa y respondió:

—Ahora estoy con mis hijos. Estamos todos bien. Adiós, Aléxandre. Obtendrás mi perdón cuando volvamos a vernos. Y no será dentro de mucho.

Se alejó a paso lento por la nieve inmaculada y se desvaneció en la sombra.

En aquel momento, Alejandro notó una sacudida de conciencia y de golpe vio frente a él a Aristandro, que sostenía en la mano su manto y le decía:

—¡Cúbrete, rápido, cúbrete! Has estado a punto de morir.

Alejandro consiguió levantarse y envolverse en su manto, y la tibieza de la lana le reanimó lentamente.

—¿Qué ha sucedido? —le preguntó Aristandro—. He empleado todas las potencias de mi espíritu, pero no recuerdo nada.

—He visto a Parmenión. Iba revestido con su armadura, pero no tenía ninguna herida y me ha sonreído. —Agachó la cabeza con gesto desconsolado—. Pero probablemente no ha sido más que una ilusión.

—¿Ilusión? —dijo el vidente—. Tal vez no. Mira.

Alejandro se volvió y vio una fila de huellas en la nieve que terminaban a un tiro de piedra, como si el que las había dejado se hubiera disuelto en el aire. Se arrodilló para tocarlas con la punta de los dedos y luego se volvió hacia Aristandro con la mirada llena de asombro.

—Botas macedonias... claveteadas. Oh, gran Zeus, pero ¿es posible?

El vidente clavó la mirada en el horizonte.

—Volvamos —dijo—. Es tarde. Las estrellas que nos han protegido hasta ahora están a punto de desaparecer.