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La «Escalera de Alejandro» estuvo lista en siete días y, al amparo de las tinieblas, la infantería de asalto de los escuderos llegó a la llanura de Tesalia sin necesidad de desenvainar la espada.

Un mensajero a caballo refirió la noticia al comandante tesalio pocas horas después, pero sin ninguna explicación porque nadie, en aquel momento, estaba en condiciones de darlas.

—¿Me estás diciendo que tenemos un ejército macedonio a nuestras espaldas al mando del rey en persona?

—Así es.

—Y, según tú, ¿cómo se las han arreglado para llegar?

—Eso no se sabe, pero los soldados allí están y son muchos.

—¿Cuántos?

—Entre tres y cinco mil hombres, perfectamente armados y equipados. Hay también caballos. No muchos, pero los hay.

—No es posible. No puede pasarse por el mar, así como tampoco por los montes.

El comandante, un tal Caridemo, no había terminado de hablar cuando uno de sus soldados señaló a dos batallones de la falange y a un escuadrón de hetairoi a caballo que remontaban el río en dirección a la fortificación: esto significaba que, antes de la noche, habrían sido aplastados entre dos ejércitos. Poco después, otro de sus guerreros le informó de que un oficial macedonio de nombre Crátero quería negociar de nuevo.

—Dile que voy enseguida —ordenó Caridemo, y salió por una poterna para reunirse con el macedonio.

—Me llamo Crátero —se presentó el oficial— y te pido que nos dejes pasar. No queremos haceros ningún daño, sólo uniros a nuestro rey que está a vuestras espaldas y dirigirnos a Larisa, donde el soberano convocará al consejo de la liga tesálica.

—No tengo mucha elección —observó Caridemo.

—No. No la tienes —replicó Crátero.

—Está bien, negociemos. Pero ¿puedo saber algo?

—Si está en mis manos responderte, así lo haré —declaró Crátero muy formalmente.

—¿Cómo es que vuestra infantería está a mis espaldas?

—Hemos tallado una escalera en una ladera del monte Ossa.

—¿Una escalera?

—Sí. Es un pasaje que nos permite estar en contacto con nuestros aliados tesalios.

Caridemo, consternado, no pudo por menos que dejarle pasar.

Dos días después Alejandro llegó a Larisa, convocó al consejo de la liga tesálica y se hizo confirmar como tagos vitalicio.

Luego esperó a que las restantes secciones del ejército le alcanzasen para atravesar Beocia y desfilar bajo los muros de Tebas con gran despliegue de fuerzas.

—No quiero ningún derramamiento de sangre —afirmó—. Pero tienen que llevarse un susto de muerte. Piensa en ello, Tolomeo.

Tolomeo formó al ejército como en la batalla de Queronea. Hizo ponerse a Alejandro la misma armadura que había llevado su padre e hizo preparar el gigantesco tambor de guerra sobre ruedas tirado por cuatro caballos.

El sordo retumbo se pudo oír claramente desde las murallas de la ciudad donde, algunos días antes, los tebanos habían intentado un asalto a la guarnición macedonia de la ciudadela de Cadmea. El recuerdo de las penalidades sufridas y el miedo a aquel ejército amenazador bastaron para calmar por un tiempo los ánimos más agitados, pero no así para extinguir el odio y la voluntad de revancha.

—¿Bastará? —preguntó Alejandro a Hefestión mientras desfilaban a los pies de Tebas.

—Por ahora. Pero no te hagas ilusiones. ¿Qué piensas hacer con las restantes ciudades que han expulsado a nuestras guarniciones?

—Nada. Quiero ser el caudillo de los griegos, no su tirano. Deben comprender que yo no soy un enemigo. Que el enemigo está al otro lado del mar, que es el persa quien impide la libertad en las ciudades griegas de Asia.

—¿Es cierto que has ordenado iniciar pesquisas sobre la muerte de tu padre?

—Sí, a Calístenes.

—¿Y crees que va a conseguir descubrir la verdad?

—Creo que hará lo posible.

—¿Y si descubriera que fueron los griegos? ¿Los atenienses, por ejemplo?

—Decidiré lo que haya que hacer en su momento.

—Calístenes ha sido visto con Aristóteles, ¿lo sabías?

—Por supuesto.

—¿Y cómo explicas tú el hecho de que Aristóteles no venga a hablar contigo?

—Ha sido difícil hablar conmigo en estos últimos tiempos. O tal vez lo que quiere es mantener una total independencia de juicio.

La última sección de los hetairoi se dispersó en medio del estruendo cada vez más débil del gran tambor y los tebanos se reunieron en consejo para deliberar. Había llegado una carta de Demóstenes desde Calauria exhortándoles a no desesperar, a estar preparados para el momento de la liberación.

«El trono de Macedonia está ocupado por una criatura —decía— y la situación es propicia.»

Las palabras del orador entusiasmaron a todos, pero no eran pocos los que se inclinaban por la prudencia. Intervino un anciano que había perdido a dos hijos en Queronea:

—Esa criatura, como la llama Demóstenes, ha reconquistado Tesalia en tres días sin desenvainar siquiera la espada y nos ha dirigido un mensaje muy preciso con esta parada bajo nuestras murallas. Yo le escucharía.

Pero las voces airadas que se alzaban de varias partes ahogaban aquella invitación a la cordura, y los tebanos se prepararon para levantarse en armas no bien se presentase la ocasión.

Alejandro llegó a Corinto sin mayores problemas, convocó al consejo de la liga panhelénica y pidió ser confirmado como general de todos los ejércitos confederados.

—Cada uno de los estados será libre de gobernarse como prefiera y no se ejercerá ninguna interferencia en sus regulaciones internas y en su constitución —proclamó desde el sitial que había sido de su padre—. La única finalidad de la liga es la de liberar a los griegos de Asia del yugo de los persas y mantener entre los griegos de la península una paz duradera.

Todos los delegados firmaron la moción, a excepción de los espartanos que no se habían adherido tampoco a la de Filipo.

—Estamos acostumbrados desde siempre a guiar a los griegos, no a ser guiados —declaró su enviado a Alejandro.

—Lo siento —replicó el rey— porque los espartanos son magníficos guerreros. En la actualidad, sin embargo, son los macedonios el pueblo más poderoso entre los griegos y justo es que tengamos la guía y la hegemonía.

Pero habló con amargura porque recordaba cuál había sido el valor lacedemonio en la batalla de las Termópilas y en Platea. También se daba cuenta de que ninguna potencia estaba en condiciones de resistir el desgaste del tiempo: sólo la gloria de quien ha vivido con honor crece con el paso de los años.

De regreso quiso visitar Delfos y se quedó fascinado y estupefacto ante las maravillas de la ciudad sagrada. Se detuvo delante del frontón del grandioso santuario de Apolo y contempló las palabras esculpidas en letras de oro: «Conócete a ti mismo».

—¿Qué significa en tu opinión? —le preguntó Crátero, que no se había planteado jamás problemas de naturaleza filosófica.

—Es evidente —repuso Alejandro—. Conocerse a uno mismo es la tarea más difícil porque pone en juego directamente nuestra racionalidad, pero también nuestros miedos y pasiones. Si uno consigue conocerse a fondo a sí mismo, sabrá comprender a los demás y la realidad que le rodea.

Observaron la larga procesión de fieles procedentes de todas partes, que llevaban ofrendas y pedían una respuesta al dios. No había lugar en el mundo donde viviesen griegos que no tuviera allí algún representante.

—¿Crees que el oráculo dice la verdad? —preguntó Tolomeo.

—Tengo aún en los oídos la respuesta que dio a mi padre.

—Una respuesta ambigua —rebatió Hefestión.

—Pero al final verdadera —replicó Alejandro—. Si Aristóteles estuviese aquí, tal vez diría que las profecías pueden hacer realidad el futuro, más que preverlo...

—Es probable —asintió Hefestión—. Estuve de oyente una vez en una de sus clases en Mieza: Aristóteles no se fía de nadie, ni tan siquiera de los dioses. Confía tan sólo en su mente.

Aristóteles se apoyó en el respaldo de su sillón y cruzó las manos sobre su abdomen.

—¿Y el oráculo délfico? ¿Has tenido en cuenta la respuesta de Delfos? También sobre ella pueden recaer las sospechas. Recuerda que un oráculo vive de su propia credibilidad, mas para ganarse esta credibilidad necesita de un patrimonio ilimitado de conocimientos. Y nadie en el mundo posee tantos conocimientos como los sacerdotes del santuario de Apolo: por eso pueden prever el futuro. O bien determinarlo. El resultado es idéntico.

Calístenes tenía en la mano una tablilla en la que había anotado los nombres de todos aquéllos que hasta aquel momento podían ser sospechosos del asesinato del rey.

Aristóteles prosiguió:

—¿Qué sabes del asesino? ¿A quién frecuentó en el período inmediatamente anterior al asesinato del rey?

—Se cuenta una desagradable historia al respecto, tío —comenzó diciendo Calístenes—. Una historia en la que Átalo, el padre de Eurídice, se halla profundamente implicado. Digamos que está metido en ella hasta el cuello.

—Y Átalo ha sido asesinado.

—Exacto.

—Y también Eurídice está muerta.

—En efecto. Alejandro le ha hecho construir una tumba suntuosa.

—Por otra parte, reaccionó violentamente contra su madre Olimpia porque la había tratado con rigor y porque, probablemente, hizo matar a su niño.

—Eso exculparía a Alejandro.

—Pero al mismo tiempo le favorece en la sucesión.

—¿Sospechas de él?

—No, porque le conozco. Pero a veces el saber o el sospechar un hecho criminal sin hacer demasiado para impedirlo puede ser una forma de culpabilidad.

»El problema es que eran muchos los que tenían interés en dar muerte a Filipo. Hemos de seguir recabando información. La verdad, en este caso, podría ser la suma del mayor número de indicios contra uno u otro de los sospechosos. Sigue indagando sobre los hechos que implican a Átalo y luego tenme informado. Pero házselo saber también a Alejandro: es él quien te ha confiado la investigación.

—¿Debo contárselo todo?

—Todo. Y no pases por alto sus reacciones.

—¿Puedo decirle que me estás ayudando?

—Por supuesto —respondió el filósofo—. En primer lugar, porque eso le gustará. En segundo, porque ya lo sabe.