El general Parmenio regresó a Pella junto con su hijo Filotas hacia finales del otoño, tras haberlo dispuesto todo para que el ejército de Asia pudiera pasar el invierno tranquilo.
Le recibió Antípatro, que tenía en ese momento el sello real y desempeñaba la función de regente.
—He sentido mucho no poder tomar parte en el funeral del rey —dijo Parmenio—. Y también he sentido mucho la muerte de Átalo, pero no puedo decir que no me la esperase.
—Alejandro, de todos modos, te ha demostrado una confianza absoluta enviándote a Filotas. Ha querido que tomases libremente la decisión que te pareciera más acertada.
—Es por eso por lo que he vuelto. Pero me sorprende verte en el dedo el anillo real: la reina madre no te ha querido nunca mucho y me dicen que ha tenido siempre una gran influencia sobre Alejandro.
—Es cierto, pero el soberano sabe muy bien lo que quiere. Y su voluntad es que su madre se mantenga al margen de la política. Absolutamente.
—¿Y en cuanto a lo demás?
—Juzga tú mismo. En tres meses ha vuelto a reunir a la liga tesálica, intimidado a los tebanos, reforzado la liga panhelénica y recuperado al general Parmenio, o sea, la llave de Oriente. Para ser una criatura, como le llama Demóstenes, no está nada mal.
—Tienes razón, pero queda el norte. Los tribalos se han aliado con los getas, que viven a lo largo del curso bajo del Istro, y al mismo tiempo realizan incursiones continuas por nuestros territorios. Muchas de las ciudades fundadas por el rey Filipo se han perdido.
—Si no he entendido mal, ése es el motivo por el cual Alejandro te ha reclamado a Pella. Tiene intención de marchar hacia el norte a mediados de invierno para coger al enemigo por sorpresa, y tú deberás mandar la infantería de línea. Pondrá a sus amigos a tus órdenes, al mando de los batallones: quiere que aprendan la lección de un buen maestro.
—¿Y ahora dónde está? —preguntó Parmenio.
—Según las últimas noticias, está atravesando Tesalia. Pero antes ha pasado por Delfos.
Parmenio se ensombreció.
—¿Ha consultado el oráculo?
—Si así puede decirse.
—¿Por qué?
—Los sacerdotes querían probablemente evitar que sucediese de nuevo lo que sucedió con el rey Filipo y le explicaron que la pitia estaba indispuesta y no quería responder a sus preguntas. Pero Alejandro la arrastró a la fuerza hacia el trípode para obligarla a darle el vaticinio. —Parmenio ponía unos ojos como platos como si escuchase cosas imposibles de creer—. En aquel momento, la pitia gritó fuera de sí: «¡Pero es imposible resistirse a ti, muchacho!». Entonces Alejandro se detuvo, impresionado por la frase, y dijo: «Como respuesta ya me sirve». Y se marchó.
Parmenio sacudió la cabeza.
—Una buena frase, sí señor, digna de un gran actor.
—Y Alejandro lo es. O al menos es también esto. Ya lo verás.
—¿Piensas que cree en los oráculos?
Antípatro se pasó una mano por la hirsuta barba.
—Sí y no. En él conviven la racionalidad de Filipo y de Aristóteles, y la naturaleza misteriosa, instintiva y bárbara de su madre. Pero vio caer a su padre como un toro delante del altar, y en ese momento las palabras del vaticinio debieron de estallar como un trueno en su mente. No lo olvidará mientras viva.
Caía la noche y los dos viejos guerreros fueron embargados por una imprevista, profunda melancolía. Sentían que su tiempo había periclitado con la muerte del rey Filipo y sus días parecían haberse disuelto en la vorágine de llamas que había envuelto la pira del soberano muerto.
—Tal vez, de haber estado nosotros a su lado... —murmuró de golpe Parmenio.
—No digas nada, amigo mío. Nadie puede impedir los designios del destino. Hemos de pensar únicamente en que nuestro rey había preparado a Alejandro como su sucesor. Y cuanto nos queda de vida le pertenece.
El soberano regresó a Pella a la cabeza de sus tropas y atravesó la ciudad entre dos alas de gentes en fiesta. Era la primera vez desde que se tenía memoria que un ejército volvía vencedor de una campaña sin haber luchado en ningún momento, sin haber sufrido ninguna baja. Todos veían en aquel muchacho de gran apostura, de rostro, vestiduras, armadura resplandecientes, poco menos que la encarnación de un joven dios, de un héroe épico. Y en sus compañeros que cabalgaban a su lado parecía reflejarse idéntica luz, en sus ojos parecía brillar la misma mirada ansiosa y febril.
Antípatro fue a recibirle para devolverle el sello y anunciarle que había llegado Parmenio.
—Llévame enseguida hasta él —ordenó Alejandro.
El general montó a caballo y le indicó el camino hasta una casa de recreo algo aislada a las afueras de la ciudad.
Parmenio bajó las escaleras con el corazón en un puño tan pronto como le anunciaron que el rey había venido a verle sin siquiera pararse en sus habitaciones de palacio. Cuando salió por la puerta, se topó con él.
—¡Viejo, valiente soldado! —le saludó Alejandro abrazándole—. Gracias por haber vuelto.
—Señor —replicó Parmenio con un nudo en la garganta—, la muerte de tu padre me ha causado un profundo dolor. Habría dado la vida por salvarle, de haber podido. Le habría hecho de escudo con mi cuerpo, habría... —No pudo proseguir porque se le quebraba la voz.
—Lo sé —asintió Alejandro. Luego apoyó las manos sobre sus hombros, le miró fijamente a los ojos y dijo—: También yo.
Parmenio bajó la mirada.
—Fue como un rayo, general, un plan organizado por una mente genial e inexorable. Había un gran estruendo y yo me hallaba delante con el rey Alejandro de Epiro: Eumenes me gritó algo, pero no comprendí, no conseguí oír y, cuando me di cuenta de que estaba sucediendo algo y me volví, él había caído de rodillas, bañado en sangre.
—Lo sé, señor. Pero no hablemos más de esas cosas tan tristes. Mañana me dirigiré a Egas, ofreceré un sacrificio en su templo fúnebre y espero que me oiga. ¿Cuál es el motivo de tu visita?
—Quería verte e invitarte a cenar. Estaremos todos y os expondré mis planes para el invierno. La que os anuncie será nuestra última empresa en Europa. Luego marcharemos hacia Oriente, hacia el sol naciente.
Saltó sobre el caballo y se alejó al galope. Parmenio regresó a casa y llamó a su servidor.
—Prepárame el baño y mis mejores vestiduras —le ordenó—. Esta noche iré a cenar al palacio del rey.