Oxatres se reveló enseguida indispensable. Se había puesto unos pantalones escitas de piel curtida y un jubón de cuero guarnecido con placas de hierro, llevaba en bandolera arco y aljaba y al costado un largo sable hircanio. Montaba un caballo de la estepa, pequeño y peludo, pero de una increíble resistencia. Quiso que todos cogieran unas antorchas, luego encendió la suya y miró a la cara a Tolomeo con una expresión elocuente, como si quisiera decir: «Veamos si eres tan duro como quieres parecer». Acto seguido se lanzó al galope manteniéndola en alto para iluminar la pista y para resultar visible para el resto de las tropas que le seguían. A medida que avanzaban, los rastros eran cada vez más recientes y evidentes, señal de que estaban ganando terreno.
Tolomeo observó que los jinetes asiáticos no se detenían nunca y que incluso orinaban a caballo. Cuando finalmente dio orden de hacer un alto para que las bestias descansaran y conceder a sus hombres algunas horas de sueño, Oxatres sacudió la cabeza para manifestar su desacuerdo, luego se abandonó sobre el cuello del caballo y descabezó un breve sueño, imitado por sus jinetes hircanios y bactrianos. Apenas se habían tumbado los otros en el suelo sobre sus mantos cuando él enderezó nuevamente la espalda y aferró la brida diciendo:
—Es tarde, Beso no nos espera.
Encendió una segunda antorcha con el cabo humeante de la primera y se lanzó al galope seguido por los suyos. Se detuvo poco antes del alba, desmontó, recogió un poco de excremento de caballo y se lo mostró a Tolomeo:
—Es reciente. Mañana les daremos alcance.
—Si es que no hemos muerto antes —replicó uno de los oficiales de La Punta.
Tolomeo, que no quería parecer menos, gritó:
—¡A caballo, soldados! ¡Demostradles quiénes sois!
El orgullo y el amor propio sirvieron para despertar aún un poco de energía en los miembros de los agotados jinetes, pero Tolomeo observó que algunos de ellos tenían escoriaciones sanguinolentas en la parte interior de los muslos.
—¿Habéis comprendido por qué ellos llevan pantalones? ¡Y ahora adelante, movámonos!
El sol asomó poco después y su prístina luz alargó con desmesura sus sombras en la llanura esteparia completamente vacía, luego hizo destacar de la oscuridad los colores de aquella tierra aparentemente desolada y, a aquella hora de quietud y de silencio, la hizo parecer amable. Había pequeñas flores amarillas de margaritas silvestres, penachos de cardos purpúreos y, de vez en cuando, arbustos de color plateado que resplandecían cual joyas sobre el ocre de la tierra arenosa. Encontraron en un determinado momento una larga caravana de camellos gigantescos, peludos y de doble joroba, llamados «camellos de Bactriana», que llenaban el aire de extraños mugidos quejumbrosos.
—Ellos van a Esmirna —explicó Oxatres riendo—. ¿Queréis ir también vosotros?
Tolomeo sacudió la cabeza y le hizo señal de que siguiera derecho: le quemaban los ojos del cansancio, tenía ampollas por todas partes, pero se habría dejado matar antes que pedir descansar. Un cierto número de sus hombres, sin embargo, se habían detenido ya o se habían desplomado simplemente al suelo vencidos por el cansancio. Les abandonó pensando que les recogería a la vuelta.
Entretanto el sol había alcanzado su cenit y el calor se había hecho casi insoportable. Nubes de moscas llegadas de quién sabe dónde se metían en los ojos, ávidas de su humor, cientos de tábanos atormentaban a los caballos, que coceaban y relinchaban de dolor. Tolomeo observó que los caballos de los persas no sufrían por ello gracias a su espeso e hirsuto pelaje y a sus largas colas que tocaban el suelo y llegaban para golpear por todas partes a los molestos parásitos. Pensó que, hasta cierto punto, Alejandro tenía razón sobre la capacidad de los bárbaros y sobre sus conocimientos del territorio y de las gentes que lo habitaban.
Y precisamente mientras estaba absorto en estos pensamientos, le sacudió la voz de Oxatres.
—Ahí está la ciudad.
Y señalaba una muralla de adobe que rodeaba un poblado gris hecho de casas bajas y con un solo edificio suficientemente alto e imponente, que debía de ser la residencia del jefe. Tolomeo hizo una señal y la caballería se desplegó en un amplio arco hasta encerrar la ciudad dentro de una especie de anillo, de modo que nadie podía entrar ni salir. Oxatres parlamentó con el jefe enemigo y al cabo de un rato rehizo el camino hasta donde estaba Tolomeo.
—Están muy sorprendidos de vernos y se sienten muy desalentados. Dos sátrapas le entregarán, si les dejamos libres a ellos.
—¿Quiénes son?
—Espitámenes y Datafernes.
—¿Y dónde se encuentran ahora?
—Dentro de la ciudad. Beso está con ellos.
Tolomeo reflexionó unos momentos mientras los rebaños que volvían de los pastos, al no poder entrar en la ciudad, se amontonaban en el exterior del círculo de jinetes alineados y cubiertos de polvo lanzando balidos ensordecedores. Por último tomó su decisión.
—Aceptamos. Que nos digan dónde tendrá lugar la entrega. Dejaremos aquí al grueso de las tropas para evitar sorpresas y nosotros acudiremos a la cita.
Oxatres volvió atrás y habló de nuevo unos momentos con sus interlocutores, luego hizo una señal a Tolomeo de que había concluido el trato y éste dejó pasar los rebaños, que se precipitaron, con sus pastores, por la puerta abierta de la ciudad. Poco después los glacis estaban atestados: hombres y mujeres, viejos y niños querían ver a aquellos daiwa cubiertos de metal y con los yelmos crestados, montados en aquellos enormes caballos de pelo reluciente. Se los señalaban unos a otros y luego indicaban las montañas, que se teñían en lontanaza con los rayos del ocaso, para expresar que habían descendido de allí como las aves de rapiña.
Oxatres refirió los términos del acuerdo: la entrega se produciría en un lugar distante unos tres estadios, a la caída de la tarde. Tan pronto como oscureciera, un grupo de sus jinetes sogdianos entregaría al prisionero, mientras Espitámenes y Datafernes se retirarían huyendo por la puerta de levante que debería ser dejada libre.
—Diles que me parece bien —repuso Tolomeo, pensando que había recibido la orden de capturar a Beso y no de apresar también a los otros dos sátrapas; por tanto, permitió a los hombres comer y beber sentados en el suelo y luego dio orden de dejar libre la puerta de levante tan pronto como hubiera caído la noche.
—Pero ¿quién asegura que respetarán el pacto? —preguntó Tolomeo preocupado mientras se dirigían hacia el lugar de la cita.
—He dejado en la puerta de poniente a un grupo de los míos que conocen a Beso. Si pasa, se darán cuenta.
Se detuvo cuando vio una vieja y seca acacia en el borde del sendero y se volvió hacia Tolomeo:
—Es aquí adonde llegarán. Sólo nos resta esperar.
La inmensa llanura, al oscurecer, había sido tragada por el silencio, pero con el transcurrir del tiempo comenzaba a oírse el canto de los grillos cada vez más fuerte, al que se sumó la larga llamada del chacal, que pareció llegar de la nada y en la nada se apagó. Pasó tal vez una hora y se oyó primero el ladrar de un perro y luego un ruido de cascos. Oxatres se reanimó.
—Vienen —dijo.
Y de repente se puso tieso como un depredador al acecho. Un grupo de sombras aparecieron por la estepa: una docena de jinetes sogdianos mandados por un oficial persa con un prisionero encadenado. Oxatres sopló sobre el cabo de antorcha que tenía consigo y despabiló la llama. Luego la acercó al rostro del prisionero encadenado, le reconoció y se puso radiante con una siniestra expresión sarcástica, de lobo. Los jinetes que habían escoltado a Beso se alejaron, desapareciendo inmediatamente de la vista.
Oxatres hizo una señal a uno de sus hombres para que le sostuvieran la antorcha y a otros dos para que mantuvieran sujeto al prisionero.
—Pero ¿qué haces? —gritó Tolomeo—. ¡Es un prisionero de Alejandro!
—Primero es mío —repuso el persa y le miró con un destello tal de ferocidad en los ojos que Tolomeo no fue capaz de reaccionar. Luego se sacó el puñal del cinto, una hoja afilada como una navaja, y se acercó al prisionero, que apretaba las mandíbulas preparándose para sufrir todo el dolor que puede sufrir un hombre caído bajo el dominio absoluto de su peor enemigo.
Oxatres le cortó todas las ligaduras de las ropas y le dejó completamente desnudo: la mayor humillación para un persa. Luego le agarró por los cabellos y le cortó primero la nariz y luego las orejas. Beso soportó con heroico coraje aquellas atroces mutilaciones, sin llorar ni gritar, y su rostro así desfigurado e inundado de sangre en un cuerpo aún imponente y escultórico tenía su dramática y espantosa dignidad.
—¡Ahora basta! —gritó Tolomeo horrorizado—. ¡Basta he dicho!
Saltó a tierra, dio un empellón a Oxatres y llamó a un cirujano ordenándole que vendase las heridas del prisionero a fin de que no perdiera demasiada sangre.
No hubo otro modo para los médicos de cerrar la hemorragia que envolver con una venda el rostro del prisionero, que fue obligado, acto seguido, a ponerse en camino, desnudo y descalzo tal como estaba, por el sendero sembrado de puntiagudo sílex. Tolomeo le contempló mientras sus enemigos le arrastraban con una cuerda atada al cuello y aquella escena lastimosa le pareció una grotesca parodia de un pasaje del Edipo rey que había visto de niño en un teatro ambulante, en su tierra natal. Así aparecía Edipo, con una venda ensangrentada en torno a la cabeza, después de que se hubiera perforado las pupilas con una fíbula.
Caminaron toda la noche y todo el día siguiente. Al tercer día encontraron a Alejandro con el resto del ejército. El rey se adelantó rodeado por sus amigos y por un grupo de oficiales persas y miró fijamente a su adversario, el que decía llamarse Artajerjes IV. Los persas que había sido fieles al difunto rey Darío le cubrieron de escupitajos, de puntapiés, de puñetazos y de bofetones en las heridas aún abiertas, reduciéndole el rostro a una máscara sanguinolenta.
Alejandro no dijo nada porque en aquel momento era el vengador de Darío y se sentía su único y legítimo sucesor. Esperó a que se hubieran desfogado, y a continuación llamó a Oxatres.
—Ahora basta —dijo—. Haz que le lleven a Bactra y di que convoquen allí un tribunal cuando yo haya vuelto. Hasta ese momento, que no se le haga ningún daño. —Luego se volvió hacia Tolomeo—: Has llevado a cabo una empresa extraordinaria. He sabido que has recorrido en tres días el camino de diez. ¿Vendrás a cenar conmigo esta noche?
—Iré —repuso Tolomeo.
Caía la noche y Alejandro regresó a la tienda donde Leptina le había preparado el baño. En el momento de meterse en la tina, le fue anunciada la visita de su médico Filipo.
—Entra —le invitó—. Estaba a punto de tomar un baño. ¿Hay algo acaso que anda mal?
—No, señor. Estamos todos bien, pero tengo una triste noticia para ti. La princesa Estatira ha abortado.
Alejandro bajó la cabeza.
—Era... ¿un varón? —preguntó con voz quebrada.
—Así parece, por lo que me han dicho —repuso Filipo.
El rey no preguntó nada más; tampoco el médico conseguía decir nada, porque tenía un nudo en la garganta. Se limitó a añadir:
—Lo siento... lo siento.
Y salió.