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Durante los días posteriores a estos acontecimientos, Alejandro se ejercitó en las artes militares y tomó parte en numerosas partidas de caza, pero tuvo ocasión asimismo de darse cuenta de que su autoridad era ya reconocida en países muy distantes. Le llegaron embajadas de los griegos de Asia y hasta de Sicilia y de Italia.

Algunos enviados de un grupo de ciudades que se asomaban al mar Tirreno le trajeron como presente una copa de oro y le dirigieron una súplica.

Alejandro se sintió increíblemente halagado y les preguntó de dónde venían.

—De Neápolis, Medma y Poseidonia —le contestaron con un acento que no había oído nunca, pero que le recordaba un poco el de la isla de Eubea.

—¿Y qué deseáis que haga?

—Rey Alejandro —repuso el de más edad de ellos—. Hay una poderosa ciudad en nuestra tierra, más al norte, cuyo nombre es Roma.

—He oído hablar de ella —replicó Alejandro—. Se dice que fue fundada por Eneas, el héroe troyano.

—Pues bien, en el territorio de los romanos hay una ciudad costera que ejerce la piratería y causa enorme daño a nuestro tráfico. Queremos que se ponga fin a esta situación y que pidas a los romanos que tomen medidas. Tu fama se ha extendido por todas partes y creo que una intervención tuya tendría su peso.

—Lo haré con mucho gusto. Y espero que me escuchen. Vosotros informadme, os lo ruego, sobre el resultado de esta iniciativa.

Luego hizo una seña al escriba y comenzó a dictar.

Alejandro, rey de los macedonios, jefe supremo panhelénico, al pueblo y a la ciudad de los romanos, ¡salve!

Nuestros hermanos que habitan en las ciudades del golfo Tirreno dicen padecer graves molestias a causa de vuestros súbditos que ejercen la piratería.

Os pido, pues, que le pongáis remedio cuanto antes o, si no estáis en condiciones de hacerlo, que dejéis que sean otros quienes resuelvan el problema en vuestro lugar.

Estampó su sello en la misiva y la ofreció a sus huéspedes, que le expresaron su gran agradecimiento y se alejaron satisfechos.

—Me pregunto qué resultado tendrá esta misiva —dijo vuelto hacia Eumenes que estaba sentado cerca de él—. ¿Y qué pensarán esos romanos de un rey tan lejano que se inmiscuye en sus asuntos exteriores?

—No tan lejano —afirmó Eumenes—. Ya verás lo que te responden.

Llegaron también otras embajadas y otras noticias, bastante peores éstas, desde la frontera septentrional: la alianza entre los tribalos y los getas se había consolidado y ponía en peligro todas las conquistas de Filipo en Tracia. Los getas, en particular, eran bastante temibles porque, creyéndose seres inmortales, luchaban con furia salvaje y con absoluto desprecio del peligro. Muchas de las colonias fundadas por su padre habían sido atacadas y saqueadas, la población aniquilada o reducida a la esclavitud. Sin embargo, en aquel período parecía que la situación era tranquila y que los guerreros hubiesen regresado a sus pueblos a fin de protegerse de los rigores del frío.

Alejandro decidió, así pues, adelantar la partida, por más que fuera invierno aún, y poner en práctica el plan que había preparado. Mandó decir a la flota bizantina que remontara el Istro durante cinco días de navegación, hasta su confluencia con el río Peukes. Por su parte, concentró todas las unidades del ejército de Pella, puso a Parmenio a la cabeza de la infantería, asumió personalmente la guía de la caballería y ordenó la partida.

Salvaron el monte Ródope, bajaron al valle del Euros y a continuación prosiguieron camino a marchas forzadas hacia los desfiladeros del monte Hemo, cubiertos aún por una espesa capa de nieve. A medida que avanzaban veían ciudades destruidas, campos devastados, cadáveres de hombres empalados, otros atados y quemados, y la cólera del soberano macedonio creció como la furia de un río en avenida.

Cayó inesperadamente con la caballería sobre la llanura gética, prendió fuego a los pueblos, quemó los campamentos, destruyó las cosechas, acabó con rebaños y manadas.

Las poblaciones, presas del terror, se retiraron en desbandada hacia el Istro y buscaron refugio en una isla en medio del río, donde Alejandro no pudiera alcanzarles. Pero llegó entre tanto la flota de guerra bizantina que transportaba las tropas de asalto, los escuderos, y la caballería de La Punta.

En la isla, la lucha arreció con furia: los getas y los tribalos combatían con ardor desesperado porque defendían el último pedazo de tierra que les quedaba, a sus mujeres e hijos; pero Alejandro conducía personalmente el ataque a sus posiciones, desafiando el viento gélido y las olas impetuosas del Istro henchido por las lluvias torrenciales. El humo de los incendios mezclábase con las ráfagas de lluvia y nevisca, los alaridos de los combatientes, los gritos de los heridos; los relinchos de los caballos se confundían con el fragor de los truenos y el silbido del viento del Norte.

Los defensores habían formado un círculo compacto uniendo los escudos a los escudos, plantando las astas de las lanzas en tierra para presentar una muralla de puntas a la carga de la caballería. Detrás habían alineado a los arqueros, que disparaban nubes de dardos mortíferos. Pero Alejandro parecía dominado por una fuerza espantosa.

Parmenio, que también le había observado combatir tres años antes en Queronea, se quedó atónito y espantado al verle enzarzarse en el cuerpo a cuerpo, olvidado de todo, como preso de un furor incontrolable, animado por un vigor inagotable, gritando, segando la vida a los enemigos con la espada y con el hacha de guerra, acicateando a Bucéfalo, acorazado de bronce, contra las filas enemigas hasta abrir una brecha por la que lanzarse detrás de la caballería pesada y la infantería de asalto.

Cercados, dispersos, perseguidos uno a uno como fieras en fuga, los tribalos se detuvieron, mientras que los getas siguieron resistiendo hasta el último hombre, hasta el último aliento.

Cuando todo hubo terminado, la tempestad que avanzaba desde el norte llegó al río y a la isla, pero, al encontrar la humedad que subía de la vasta corriente, se atenuó. Como por ensalmo, comenzó a caer la nieve, primero mezclada con lluvia, en forma de minúsculos cristales de hielo, y luego cada vez más densa y en grandes copos. El fangal sanguinolento pronto estuvo cubierto de blanco, los incendios se apagaron y por doquier descendió un pesado silencio, roto tan sólo aquí y allá por algún que otro grito amortiguado o por los bufidos de los caballos que avanzaban cual espectros en la tormenta.

Alejandro volvió hacia la orilla del mar, y los soldados que había dejado de guardia en el atracadero le vieron aparecer de repente por entre la cortina de nieve y niebla: no tenía su escudo, empuñaba aún la espada y el hacha de doble filo y estaba cubierto de sangre de la cabeza a los pies. Las placas de bronce sobre su pecho y sobre la frente de Bucéfalo estaban igualmente rojas y emanaba del cuerpo y de los ollares del semental una densa nube de vapor, como si de una fiera fantástica, de una criatura de pesadilla se tratase.

Parmenio le alcanzó enseguida, con el estupor pintado en el rostro.

—Señor, no hubieras tenido que...

Alejandro se quitó el yelmo liberando sus cabellos al viento helado y el viejo general no reconoció su voz cuando dijo:

—Se acabó, Parmenio, volvamos atrás.

Una parte del ejército fue repatriada por el mismo camino de ida, mientras que Alejandro guió a la parte restante de los soldados y a la caballería hacia el oeste, remontando el curso del Istro hasta que se encontró con el pueblo de los celtas, que provenían de tierras lejanísimas a orillas del océano del Norte, y estableció con ellos un pacto de alianza.

Se sentó bajo una tienda de pieles curtidas con su jefe, un gigante rubio que se tocaba con un yelmo rematado en un pájaro, a las que subían y bajaban con un leve crujido cada vez que movía la cabeza.

—Juro —afirmó el bárbaro —que seguiré siendo fiel a este pacto mientras la tierra no se hunda en el mar, el mar no sumerja a la tierra y el cielo no caiga sobre nuestras cabezas.

Alejandro se quedó sorprendido por aquella fórmula que no había oído nunca en su vida y preguntó:

—¿Cuál de esas cosas teméis más?

El jefe alzó la mirada y las alas del pájaro se movieron arriba y abajo; pareció pensar un momento y luego dijo, muy seriamente:

—Que el cielo caiga sobre nuestras cabezas.

Alejandro no supo nunca el motivo.

A continuación atravesó los territorios de los dárdanos y de los agrianos, poblaciones salvajes de estirpe iliria que habían traicionado la alianza de Filipo y se habían unido a los getas y a los tribalos. Les derrotó y les obligó a proporcionarle tropas porque los agrianos eran famosos por su capacidad de trepar, armados, hasta las peñas más escarpadas y el joven soberano pensaba que sería más cómodo poder emplear semejantes tropas que hacer tallar una escalera en la roca del monte Ossa para su infantería de asalto.

El ejército estuvo dando vueltas durante largos días por el dédalo de valles y bosques de aquellas tierras inhóspitas sin que se supiera nada más de él y no faltó quien hiciera correr la voz de que el rey había caído con sus tropas en una emboscada y había muerto.

La noticia corrió como un reguero de pólvora y llegó en primer lugar a Atenas, por mar, y luego a Tebas.

Demóstenes regresó de inmediato de la isla de Calauria donde se había refugiado, se volvió a presentar en el ágora y pronunció ante la asamblea un encendido discurso. Fueron mandados mensajes a Tebas y una carga, gratuita, de armaduras pesadas para la infantería de línea, de la que los tebanos carecían por completo. La ciudad se sublevó, los hombres tomaron las armas y asediaron a la guarnición que ocupaba la ciudadela de Cadmea, abriendo trincheras y levantando empalizadas alrededor de manera que los macedonios, encerrados dentro, no pudieran recibir ningún refuerzo del exterior.

Pero Alejandro fue informado de la sublevación y se puso muy furioso al enterarse de las palabras de burla que Demóstenes había dedicado a su persona.

Llegó en trece días desde las riberas del Istro y se presentó ante las murallas de Tebas poco antes de que los defensores de la ciudadela de Cadmea, extenuados por el asedio, se rindieran. Se quedaron mudos del asombro al ver al rey, a caballo de Bucéfalo, ordenar a los tebanos que le entregasen inmediatamente a los responsables de la rebelión.

—¡Entregadlos —gritaba— y perdonaré a la ciudad!

Los tebanos reunieron a la asamblea para deliberar. Los representantes del partido democrático, desterrados por Filipo, habían regresado y ardían en deseos de venganza.

—No es más que un muchacho, ¿de qué tenéis miedo? —le preguntó uno de ellos, un hombre llamado Diodoro—. Los atenienses están con nosotros, la liga de los etolios y la misma Esparta podrían unir sus fuerzas a las nuestras en breve. ¡Es hora ya de sacudirse de encima la tiranía macedonia! Y también el Gran Rey de los persas ha prometido su apoyo: están a punto de llegar a Atenas armas y dinero para sostener nuestra rebelión.

—Pero entonces, ¿por qué no esperar a los refuerzos? —se levantó para sugerir otro ciudadano—. Entretanto, la guarnición que hay en Cadmea podría rendirse y nosotros podríamos emplear a esos hombres para una negociación: dejarles libres a cambio de la retirada definitiva de las tropas macedonias de nuestro territorio. O bien podríamos intentar una salida cuando haya un ejército aliado que sorprenda por la espalda a Alejandro.

—¡No! —dijo de forma tajante Diodoro—. Cada día que pasa va en detrimento nuestro. Todos los que crean haber sufrido alguna injusticia u opresión por parte de nuestra ciudad que se unan al macedonio: están llegando los focenses, los de Platea, los de Tespias, los de Oropos, y todos nos odian hasta el punto de querer nuestra ruina total y absoluta. ¡No temáis, tebanos! ¡Vengaremos a los muertos de Queronea, de una vez por todas!

La asamblea, arrastrada por aquellas encendidas palabras, se alzó gritando:

—¡Guerra!

Y sin siquiera esperar a que los magistrados de la federación disolvieran la reunión, se precipitaron todos a sus casas para empuñar las armas.

Alejandro reunió al consejo de guerra en su tienda de campaña.

—Lo único que quiero es inducirles a negociar —comenzó diciendo—. ¡Ataquémosles, y verán quién es el más fuerte!

—Ya saben quién es el más fuerte —intervino Parmenio—. Tenemos aquí treinta mil hombres y treinta mil caballos, todos veteranos que no han sufrido jamás una derrota. Negociarán.

—El general Parmenio tiene razón —dijo Alejandro—. No quiero sangre. Me dispongo a invadir Asia y deseo únicamente dejar tras de mí una Grecia pacificada y en lo posible amiga. Les concederé más tiempo para reflexionar.

—Pero, entonces, ¿de qué ha servido soportar trece días de mortales marchas? ¿Para estar aquí sentados bajo las tiendas esperando a que ellos decidan qué quieren hacer? —preguntó aún Hefestión.

—He querido demostrar que puedo atacar en cualquier momento y en corto espacio de tiempo. Que no estaré nunca lo bastante lejos como para permitirles organizarse. Pero si piden la paz, se la concederé de muy buen grado.

Los días, sin embargo, pasaban sin que nada sucediese. Alejandro decidió entonces amenazar a los tebanos de forma más decidida, para inducirles a negociar. Alineó al ejército en orden de combate, le hizo avanzar hasta debajo de las murallas y luego hizo adelantarse a un heraldo que proclamó:

—¡Tebanos! El rey Alejandro os ofrece la paz que todos los griegos han aceptado y la autonomía y los ordenamientos políticos que prefiráis. ¡Pero si rehusáis, ofrece de todos modos acogida a aquellos de vosotros que quieran salir y elegir vivir sin odio y sin derramamiento de sangre!

La respuesta de los tebanos no se hizo esperar mucho. Un heraldo suyo, desde lo alto de una torre, gritó:

—¡Macedonios! Cualquiera que quiera unirse a nosotros y al Gran Rey de los persas para liberar a los griegos de la tiranía será bien aceptado y le serán abiertas las puertas.

Aquellas palabras hirieron en lo más hondo a Alejandro, le hicieron sentir el bárbaro opresor que no había sido nunca ni había querido ser, vio frustrados en un solo instante todos los proyectos y esfuerzos de su padre Filipo. Rechazado y despreciado, se sintió dominado por una incontenible cólera y sus ojos se ensombrecieron como un cielo que anuncia temporal.

—¡Ya basta! —exclamó—. No me dejan otra elección. Daré un escarmiento tan terrible que nadie más osará transgredir la paz que he creado para todos los griegos.

En Tebas, sin embargo, no todas las voces que exhortaban a la negociación se habían acallado, tanto más cuanto que algunos prodigios habían propagado por la ciudad una profunda inquietud. Tres meses antes de que Alejandro se presentase bajo las murallas con su ejército, se había visto en el templo de Deméter una telaraña enorme que tenía la forma de un manto y resplandecía con colores iridiscentes.

El oráculo de Delfos, interrogado, había respondido:

Los dioses mandan esta señal a todos los mortales,

a los beocios en primer lugar y a sus vecinos.*

Fue consultado el oráculo ancestral de Tebas, que afirmó:

La tela de araña es para algunos un desastre,

un bien para otros.*

Nadie había sabido dar un significado a aquellas palabras, pero la mañana en que Alejandro había llegado con el ejército las estatuas de la plaza del mercado se habían puesto a sudar, cubriéndose muy pronto de gruesas gotas que chorreaban hasta el suelo.

Además se les hizo saber a los representantes de la ciudad que el lago Copais había emitido un sonido semejante a un mugido y que, en las proximidades de Dirke, había sido vista en sus aguas una onda, como cuando se arroja una piedra, color sangre, que había ido extendiéndose por toda la superficie. Y por último, algunos caminantes procedentes de Delfos habían contado que el templete de los tebanos en el santuario, erigido en muestra de gratitud por los restos mortales arrebatados a los focenses en la guerra sagrada, tenía unas manchas de sangre en el techo.

Los adivinos que se ocupaban de estos presagios afirmaron que la telaraña del interior del templo significaba que los dioses abandonaban la ciudad y que su iridiscencia era premonitoria de una tempestad de desgracias. Las estatuas que sudaban eran presagio de una catástrofe inminente y la aparición de la sangre en muchos lugares anunciaba la proximidad de una matanza.

Dijeron, por tanto, que sin duda todas estas señales eran infaustas y que de ningún modo había que probar suerte en el campo de batalla, sino más bien buscar una solución negociada.

Y sin embargo, no obstante todo ello, los tebanos no se quedaron impresionados; es más, recordaron que seguían estando entre los mejores combatientes de Grecia y rememoraron las grandes victorias que habían alcanzado en el pasado. Dominados por una especie de locura colectiva, actuaron movidos más por un ciego coraje que por la prudencia y la reflexión y se precipitaron de cabeza al abismo, a la ruina de su país.

Alejandro, en sólo tres días, preparó todos los trabajos de asedio así como las máquinas para derribar los muros. Los tebanos salieron entonces en formación de combate. En el ala izquierda habían situado a la caballería protegida por una empalizada, en el centro y a la derecha la infantería pesada de línea. En el interior de la ciudad, las mujeres y los niños se habían refugiado en los templos, a fin de rogar a los dioses que les perdonasen la vida.

Alejandro dividió sus fuerzas en tres secciones: la primera tenía que atacar la empalizada, la segunda hacer frente a la infantería tebana y la tercera, al mando de Parmenio, la mantuvo de reserva.

Al sonar las trompas se desencadenó el combate, con una violencia ni siquiera vista el día de Queronea. Los tebanos, en efecto, sabían que eran empujados demasiado lejos y que no habría ya piedad alguna para ellos si eran derrotados: sabían que sus casas serían saqueadas y quemadas, sus mujeres forzadas, los niños vendidos. Combatían con absoluto desprecio del peligro, exponiéndose a la muerte con temerario valor.

El fragor de la batalla, las exhortaciones de los comandantes, el sonido agudo de las trompas y de las flautas ascendían hasta el cielo, mientras desde el fondo del valle el enorme tambor de Queronea marcaba el ritmo con sus sordos retumbos.

Al principio, los tebanos tuvieron que detenerse al no poder soportar el impacto formidable de la falange, pero cuando llegaron al cuerpo a cuerpo en un terreno más accidentado demostraron su superioridad, de modo que, durante horas y horas, las distintas suertes del combate parecieron estar en suspenso, como si los dioses las hubiesen puesto sobre los platillos de una balanza en equilibrio perfecto.

En ese punto Alejandro lanzó al ataque sus reservas: la falange que había combatido hasta entonces se dividió en dos y dejó avanzar a la de refuerzo. Pero los tebanos, lejos de asustarse por tener que batirse, exhaustos, contra tropas frescas, se enorgullecieron más aún si cabe.

Sus oficiales gritaron a voz en cuello:

—¡Mirad, hombres! ¡Hacen falta dos macedonios para vencer a un tebano! Rechacemos también a éstos como hemos hecho con los demás.

Y desencadenaron todas sus energías en un asalto que había de decidir la suerte de sus vidas y de su ciudad.

Pero precisamente en aquel momento Pérdicas, que estaba en el ala izquierda, vio que una poterna lateral de las murallas había quedado desguarnecida con objeto de enviar tropas de refuerzo al ejército tebano; mandó una sección para que la tomase y acto seguido hizo pasar al interior a todos los que pudo.

Los tebanos corrieron detrás para cerrar la poterna, pero, acosados por el gentío enorme de sus camaradas que se les echaban encima, se amontonaron en un gran desorden de hombres y caballos, hiriéndose entre sí, sin lograr impedir que las tropas enemigas se desparramaran por el interior.

Entretanto, los macedonios encerrados en la ciudadela hicieron una salida y sorprendieron por la espalda a los guerreros adversarios que se batían cuerpo a cuerpo, en las estrechas y tortuosas callejas, delante de sus mismas casas.

Ningún tebano se rindió, ninguno imploró de rodillas por su vida, pero este desesperado valor de nada sirvió para inspirar piedad, así como tampoco la jornada fue lo bastante larga para detener la crueldad de la venganza: nada hubiera podido parar a los enemigos en aquel punto. Ciegos de furor y ebrios de sangre y de violencia, entraron en los templos, sacaron de debajo de los altares a las mujeres y a los niños para practicar con ellos toda forma posible de ultraje.

Por toda la ciudad resonaban gritos de muchachas y muchachos que llamaban desesperadamente a sus padres, quienes no podían ya socorrerles.

Se habían añadido mientras tanto a los macedonios aquellos griegos, beocios y focenses que en el pasado habían sufrido la opresión tebana y, aunque hablasen la misma lengua y el mismo dialecto, se mostraban los más feroces, desencadenando su violencia sobre la ciudad cuando ya los cuerpos de las víctimas yacían amontonados en todos los rincones y en todas las ágoras.

Sólo a la caída de la noche, el cansancio y la ebriedad pusieron fin a la matanza.

Al día siguiente, Alejandro reunió al consejo de la liga para decidir cuál debía ser la suerte de Tebas.

Los primeros en hablar fueron los delegados de Platea:

—Los tebanos han traicionado siempre la causa común de los griegos. Fueron los únicos, durante la invasión de los persas, en aliarse con ellos en contra de sus hermanos que combatían por la libertad de todos. No tuvieron piedad entonces, cuando nuestra ciudad era destruida por los bárbaros y las llamas, cuando nuestras mujeres eran ultrajadas y nuestros hijos eran tratados como esclavos en países tan lejanos que nunca nadie iba a poder reunirse con ellos.

—Y los atenienses —intervino el delegado de Tespias— que ahora les han ayudado para dejarles luego solos ante la proximidad del castigo, ¿se han olvidado acaso de cuando los persas quemaron su ciudad y prendieron fuego a los santuarios de los dioses?

—El castigo ejemplar de una sola ciudad —afirmaron los representantes de los focenses y de los tesalios— impedirá que estallen otras guerras, que otros violen la paz por odio y por ciega parcialidad.

La decisión fue tomada por mayoría absoluta, y aunque Alejandro fuese personalmente contrario, no pudo oponerse habiendo proclamado él mismo que respetaría la deliberación del consejo.

Ocho mil tebanos fueron vendidos como esclavos. Su ciudad milenaria, cantada por Homero y Píndaro, fue arrasada, borrada de la faz de la Tierra como si nunca hubiese existido.