Una noche, hacia mediados del invierno, el comandante Memnón se sintió indispuesto: notaba una profunda sensación de náusea, un fuerte dolor en las articulaciones y en los riñones y tuvo en poco tiempo una fiebre muy alta. Se encerró en su camarote en el castillo de popa, temblando y castañeteándole los dientes, y comenzó a rechazar la comida que le traían.
Únicamente conseguía beber un poco de caldo caliente de vez en cuando, pero no siempre lo retenía. Su médico le suministró fármacos para aliviarle el dolor y le hizo beber lo más posible para que recuperara los líquidos que perdía de continuo con la copiosa sudoración, pero no consiguió encontrar ningún remedio que pudiera curarle.
La enfermedad de Memnón sumió a todo el mundo en la más profunda consternación, pero muchos notaron la frialdad demostrada en cambio por el nuevo vicecomandante, un persa de nombre Tigranes que había mandado hasta aquel momento la flota del mar Rojo. Era éste un hombre ambicioso e intrigante, que no había ocultado jamás en la corte su desaprobación por la decisión del rey Darío de confiar el mando general a un mercenario yauna.
Fue él quien ocupó el puesto de Memnón cuando estuvo claro que el griego no se encontraba en condiciones ya de hacer frente a sus responsabilidades. Su primera orden fue levar anclas y poner rumbo hacia el sur, abandonando el bloqueo de los Estrechos.
En aquel momento Memnón pidió ser inmediatamente desembarcado en tierra firme, cosa a la que Tigranes no se opuso. Pidió también que le fuera concedido llevarse consigo a cuatro de sus mercenarios, sus soldados más leales, para que le ayudaran en el viaje que tenía el propósito de emprender. El nuevo comandante le miró no sin una cierta conmiseración, convencido de que el enfermo no podría ciertamente llegar lejos, postrado tal como estaba; le deseó de todos modos en persa toda clase de venturas y se despidió de él.
Y así, en medio de la noche, una chalupa fue descendida por un flanco de la nave capitana con cinco hombres a bordo y se deslizó, empujada por vigorosos golpes de remo, hasta una calita desierta en la costa oriental del Helesponto. Aquella misma noche los cinco comenzaron el viaje porque Memnón quería ser llevado al lado de su mujer y de sus hijos.
—Quiero verles antes de morir —dijo apenas hubo tocado tierra.
—Tú no morirás, comandante —replicó uno de sus mercenarios—. Las has pasado peores. Pero sólo tienes que mandar y nosotros te llevaremos adonde quieras, aunque sea a los confines del mundo, aunque sea incluso al infierno. Te llevaremos a cuestas, si preciso fuera.
Memnón asintió con una cansada sonrisa, pero el pensamiento de volver a ver a su familia parecía devolverle una energía misteriosa, una fuerza insospechada. Uno de sus hombres fue en busca de un medio de transporte porque, en cualquier caso, el enfermo no estaba en condiciones de cabalgar y volvió al día siguiente con una carreta tirada por dos mulos y cuatro caballos que había comprado en una alquería.
De camino, los mercenarios habían celebrado consejo y decidido que uno de ellos iría por delante hasta encontrar el camino real y que desde allí haría llegar un mensaje a Barsine, de modo que ésta pudiera venir a su encuentro. De otro modo no había esperanza de que el comandante consiguiera llegar con vida hasta la residencia real de Susa, distante casi un mes de camino.
Durante algún tiempo la enfermedad pareció concederle una tregua y Memnón volvió a comer algo, pero cuando llegaba la noche la fiebre le subía hasta hacerle arder las sienes y la misma mente. Entonces se ponía a delirar y salían de sus labios los gritos de toda una vida de enfrentamientos, de dolores espantosos infligidos y sufridos, los gemidos y el llanto de esperanzas perdidas y de sueños desvanecidos.
El jefe de su pequeña escolta, un hombre de Tegea que había luchado siempre a su lado, le miraba entonces con angustia y desconcierto, le pasaba un paño mojado por la frente y murmuraba:
—No es nada, comandante, no es nada. Una tonta fiebre no puede acabar con Memnón de Rodas, no puede...
Y parecía que quisiera convencerse a sí mismo de ello.
El hombre que había enviado por delante llegó al camino real en el puente del río Halis, que se decía había sido construido por Creso de Lidia, y tuvo allí noticia de que no era preciso ir hasta Susa. El rey Darío había decidido por fin darle un escarmiento a aquel pequeño insolente yauna que había osado invadir sus provincias occidentales y avanzaba hacia las Puertas Sirias a la cabeza de medio millón de hombres, cientos de carros de guerra y docenas de miles de jinetes. La corte entera le seguía, y seguramente también Barsine. Así la súplica de Memnón viajó rápido como la luz de los fuegos y el reflejo de los espejos de bronce de montaña en montaña, rápida como el galope desenfrenado de los caballos de batalla niseos hasta llegar al Gran Rey bajo su pabellón de púrpura y de oro. Y el Gran Rey mandó llamar a Barsine.
—Tu esposo está gravemente enfermo —le anunció— y te reclama. Avanza a lo largo de nuestro camino real con la esperanza de verte por última vez. No sabemos si te dará tiempo de alcanzarle antes de que muera, pero si quieres ir a su encuentro te ofreceremos diez Inmortales de nuestra guardia como escolta.
Barsine sintió morir su corazón en el pecho, pero no pestañeó ni derramó tampoco una sola lágrima.
—Gran Rey, te agradezco por haberme avisado y dado permiso para partir. Iré enseguida al encuentro de mi esposo y no tendré paz, ni dormiré ni descansaré mientras no me haya reunido con él y le haya abrazado.
Volvió a su tienda y se vistió como una amazona poniéndose un corpiño de fieltro y unos pantalones de cuero, cogió el mejor caballo que pudo encontrar y se lanzó al galope, seguida a duras penas por los soldados de la guardia que el Gran Rey le había asignado de escolta.
Viajó durante días y noches descansando solamente unas pocas horas de vez en cuando, mientras tomaba un caballo de refresco o cuando no sentía ya los miembros por el cansancio, hasta que una noche, a la hora del ocaso, vio en lontananza a un pequeño convoy avanzar con paso desigual por el semidesierto camino: una carreta cubierta tirada por dos mulos, escoltada por cuatro hombres armados a caballo.
Espoleó su cabalgadura hasta encontrarse al lado de la carreta. Saltó a tierra y miró adentro: el comandante Memnón yacía moribundo sobre una capa de pieles de oveja. Tenía la barba larga y los labios agrietados, los cabellos sin arreglar y desgreñados. El que había sido hasta hacía poco antes el más poderoso hombre del mundo después del Gran Rey estaba reducido a una sombra de sí mismo.
Pero estaba aún vivo.
Barsine le acarició y le besó cariñosamente en la boca y en los ojos sin poder saber si él la reconocía; luego miró en torno angustiada, en busca de un refugio. Vio en lontananza, en una colina, una casa de piedra, acaso la morada de un hacendado, y les pidió a los hombres de su guardia que solicitaran hospitalidad a su propietario durante algunos días, o durante algunas horas, no habría sabido decir cuánto.
—Quiero una cama para mi esposo, quiero lavarle y cambiarle las ropas, quiero que muera como un hombre y no como una bestia —dijo.
El jefe de la guardia obedeció y poco después Memnón fue trasportado al interior de la casa, acogido con grandes honores por su dueño persa. Fue calentado el baño y Barsine le desnudó, le lavó y le volvió a vestir con ropas limpias. Los siervos le cortaron el pelo, ella le perfumó, le aplicó en la frente un ungüento refrescante y luego le puso en la cama y se sentó cerca de él sosteniéndole la mano.
Era ya tarde y el dueño de casa vino a preguntar si la bella señora quería bajar a cenar con los hombres que la habían acompañado, pero Barsine rehusó cortésmente.
—He cabalgado día y noche para poder reunirme con él y no le dejaré un solo instante mientras siga con vida.
El hombre salió volviendo a cerrar la puerta tras de sí y Barsine volvió a sentarse al lado de la cama de Memnón, acariciándole y mojándole los labios de vez en cuando. Era ya pasada medianoche cuando, vencida por la fatiga y el agotamiento, se amodorró en el asiento y se quedó así, en duermevela, durante un rato.
De golpe le pareció oír la voz de su marido y creyó que era en el sueño, pero la voz seguía repitiendo su nombre, con insistencia:
—Bar...si...ne...
Volvió a la realidad y abrió los ojos: Memnón se había despertado de su amodorramiento y la miraba con sus grandes ojos azules enfebrecidos.
—Amor mío —murmuró ella alargando la mano para acariciarle el rostro.
Memnón le miraba fijamente con una intensidad alucinada y parecía querer decir algo.
—¿Qué quieres? Habla, te lo ruego.
Memnón abrió de nuevo los labios: parecía que una cierta vitalidad hubiera refluido a sus miembros y que su rostro hubiera casi readquirido la viril belleza de otro tiempo. Barsine acercó el oído a su boca para no perderse una palabra de lo que decía.
—Quiero...
—¿Qué quieres, amor mío? Lo que quieras... lo que quieras, adorado mío.
—Quiero... verte.
Y Barsine recordó la última noche que habían pasado juntos y comprendió. Se levantó con gesto resuelto del asiento, se echó atrás de modo que su persona pudiera verse iluminada lo más posible por la luz de las dos lámparas que pendían del techo de la habitación y comenzó a desnudarse. Se liberó del corpiño, desató los cordones que sujetaban los calzones escitas de cuero, liberándose al mismo tiempo de todo su innato pudor, y se quedó desnuda y majestuosa delante de él.
Vio que sus ojos se humedecían, que dos grandes lágrimas le surcaban las demacradas mejillas y se dio cuenta de que había conseguido interpretar su deseo. Sintió que su mirada le acariciaba lenta, dulcemente, el rostro y el cuerpo, y sintió que aquél era su modo de hacer el amor con ella una última vez.
Memnón dijo, con un hilillo de voz:
—Mis chicos...
Buscó de nuevo sus ojos para transmitirle, en una última mirada ardiente y desesperada, cuanto quedaba de su vida y de su pasión por ella, luego recostó la cabeza sobre la almohada y expiró.
Barsine se recubrió con el manto y se dejó caer sobre su cuerpo inerte sollozando, cubriéndole de besos y de caricias. No se oía otro sonido en toda la casa que su llanto desconsolado y los mercenarios griegos que velaban afuera, en torno al fuego, comprendieron. Se pusieron en pie y rindieron en silencio honores al comandante Memnón de Rodas, a quien una suerte aciaga le había negado morir como soldado, empuñando la espada.
Esperaron al amanecer para subir a su aposento y tomar bajo su custodia el cuerpo para las exequias.
—Le pondremos en la pira de acuerdo con nuestra costumbre —dijo el mayor de ellos, el originario de Tegea—. Para nosotros abandonar un cuerpo a fin de que sea pasto de perros y aves es una vergüenza insoportable. Esto te dice lo distintos que somos.
Y Barsine comprendió. Comprendió que en aquella hora suprema tenía que permanecer al margen y permitir que Memnón volviera entre su gente y recibiese los honores fúnebres según el rito griego.
Levantaron una pira en medio de un prado blanqueado por la escarcha y depositaron sobre ella el cuerpo de su comandante, revestido con su armadura y el yelmo adornado con la rosa de plata de Rodas.
Y le prendieron fuego.
El viento que barría la meseta alimentó las llamas que crepitaban voraces consumiendo en poco tiempo los restos mortales del gran guerrero. Sus soldados, formados con la lanza empuñada, gritaron diez veces su nombre al frío y plúmbeo cielo que recubría aquella landa desierta como un sudario, y cuando el último eco de su grito se hubo apagado, se dieron cuenta de que se habían quedado completamente solos en el mundo, de no tener ya padre ni madre, ni hermano ni casa, ni un lugar adonde ir.
—Yo juré seguirle a todas partes —dijo entonces el mayor de ellos—, incluso a los infiernos.
Se arrodilló, desenvainó la espada apuntándosela contra el corazón y se arrojó sobre ella.
—También yo —repitió su compañero sacando a su vez el acero.
—Y nosotros también —dijeron los otros dos.
Se desplomaron uno tras otro en medio de su sangre, mientras el primer canto del gallo rompía el silencio espectral del alba como un toque de trompa.