Alejandro se dejó caer del caballo y se arrastró hacia su tienda. Tenía los oídos llenos de gritos desgarradores, de invocaciones y lamentos, las manos sucias de sangre.
Rechazó la comida y el agua, se despojó de las armas y se echó sobre su yacija en medio de espantosas convulsiones. Le parecía que había perdido el control de sus músculos y de sus sentidos: pesadillas y alucinaciones desfilaban ante sus ojos y en su alma semejantes a una tempestad que todo lo arrasa, a un soplo devastador que arrancaba todo pensamiento de su mente apenas éste empezaba a tomar forma.
El dolor y la desesperación de toda una ciudad griega extirpada de sus raíces le pesaban en el espíritu como una piedra y la opresión se volvió tan fuerte que estalló en un grito casi bestial de delirio y angustia. Nadie lo advirtió entre los muchos otros gritos que herían aquella noche maldita, recorrida por sombras ebrias, de espectros sanguinolentos.
La voz de Tolomeo le sacudió de golpe.
—Esto no es como una batalla en campo abierto, ¿no es cierto? No es como en el Istro. Y sin embargo la caída de Troya cantada por tu Homero no fue algo distinto, ni lo fue tampoco la destrucción de tantas gloriosas ciudades de las que se ha perdido toda memoria.
Alejandro permaneció en silencio. Se había levantado para sentarse en el lecho y tenía una expresión como perdida, como loca. Se limitó a murmurar:
—Yo... no quería.
—Lo sé —dijo Tolomeo y bajó la cabeza—. Tú no has entrado en la ciudad —prosiguió al cabo de un poco—, pero puedo asegurarte que los más temibles, los más feroces, los que han tratado de modo cruel a esos desdichados han sido sus vecinos, los focenses, los platenses, los tespienses, semejantes, si no idénticos, por lengua, estirpe, tradiciones y creencias.
»Hace setenta años Atenas, derrotada, tuvo que rendirse incondicionalmente a sus adversarios: espartanos y tebanos. ¿Y sabes qué es lo que propusieron los tebanos? ¿Lo sabes, no? Propusieron que Atenas fuese quemada, las murallas derruidas, la población aniquilada o vendida como esclavos. Si el lacedemonio Lisandro no se hubiera opuesto firmemente, hoy la gloria del mundo, la más hermosa ciudad jamás construida, sería un cúmulo de cenizas, y también su nombre habría sido olvidado.
»La suerte suplicada entonces por los antepasados para un enemigo ya impotente e inerme se ha vuelto, como némesis inexorable, contra sus descendientes, y, por si fuera poco, en circunstancias muy distintas. Les ofrecimos la paz a cambio de una muy modesta limitación de su libertad.
»Y ahora, allí fuera, sus vecinos y limítrofes, los miembros de la confederación beocia, discuten ya cómo repartirse el territorio de la ciudad madre destruida e invocan tu artitraje.
Alejandro se acercó a una jofaina llena de agua y sumergió la cabeza en ella, secándose luego el rostro.
—¿Es para eso para lo que has venido? No les quiero ver.
—No. Lo que yo quería decirte es que, de acuerdo con tus órdenes, la casa del poeta Píndaro ha sido perdonada y que he conseguido librar de las llamas un cierto número de obras.
Alejandro asintió.
—Además, quería decirte que... Pérdicas está en peligro de muerte. Fue herido gravemente en el ataque de ayer, pero pidió que no te informasen de ello.
—¿Por qué?
—Porque no quería distraerte de las responsabilidades del mando en un momento tan crucial, pero, ahora que ya...
—¡He aquí por qué no ha venido a darme su informe! ¡Oh, dioses! —exclamó Alejandro—. Llévame enseguida allí donde esté.
Tolomeo salió y el rey le siguió hasta una tienda de campaña iluminada en el extremo oeste del campamento.
Pérdicas yacía en su lecho de campaña, fuera de sí, bañado en sudor y ardiendo de fiebre. El médico Filipo estaba sentado junto a su cabecera y, de vez en cuando, le echaba en la boca gotas de un líquido claro que exprimía de una esponja.
—¿Cómo está? —preguntó Alejandro.
Filipo sacudió la cabeza.
—Tiene una fiebre altísima y ha perdido mucha sangre: una mala herida, una lanzada debajo de la clavícula. No le ha lesionado el pulmón, pero sí le ha seccionado los músculos, causándole una hemorragia espantosa. Le he cauterizado, cosido y taponado y ahora trato de darle líquidos mezclados con un fármaco que debería calmarle el dolor e impedir que la fiebre siguiera subiendo. Pero no sé cuánto absorbe de él y cuánto se pierde...
Alejandro se le acercó y le apoyó una mano sobre la frente.
—Amigo mío, no te vayas, no me dejes.
Le veló con Filipo durante toda la noche, por más que estuviese exhausto y llevase dos días enteros sin dormir. Al amanecer, Pérdicas abrió los ojos y miró a su alrededor. Alejandro dio un golpe con el codo a Filipo, que se había adormecido.
El médico se sacudió, se acercó al herido y apoyó una de sus manos sobre la frente: estaba muy caliente aún, pero la temperatura había descendido de forma notable.
—Tal vez salga de ésta —dijo, y volvió a dormirse.
Poco después entró Tolomeo.
—¿Cómo está? —preguntó en voz baja.
—Filipo cree que podrá salir de ésta.
—Mejor así. Pero ahora también tú deberías descansar: tienes un aspecto terrible.
—Aquí todo ha sido terrible: los peores días de mi vida.
Tolomeo se le acercó, como si quisiera decirle algo pero no consiguiera decidirse.
—¿Qué pasa? —preguntó Alejandro.
—Yo... No sé... Si Pérdicas hubiera muerto, no te habría dicho nada, pero en vista de que podría sobrevivir, creo que deberías saber...
—¿El qué? Por los dioses, no te hagas rogar tanto.
—Antes de perder el conocimiento, Pérdicas me ha hecho entrega de una carta.
—¿Para mí?
—No. Para tu hermana, la reina de Epiro. Han sido amantes y él le pide que no le olvide. Yo... todos nosotros bromeábamos sobre este amor suyo, pero no pensábamos verdaderamente que... —Tolomeo le alargó la carta.
—No —dijo Alejandro—. No quiero verla. Lo que haya pasado, pasado está: mi hermana era una muchacha llena de vida, y no veo nada malo en el hecho de que haya querido a un hombre que era de su agrado. Ahora bien, ya no es una adolescente y vive feliz al lado de un esposo del que está enamorada. En cuando a Pérdicas, no puedo ciertamente reprocharle que haya querido dedicar su último pensamiento a la mujer que ama.
—¿Y qué hago yo con esta carta?
—Quémala. Pero si él te la pidiera, dile que ha sido entregada directamente a Cleopatra.
Tolomeo se aproximó a una lámpara y acercó a la llama la hoja de papiro que sostenía en la mano. Las palabras de amor de Pérdicas se consumieron en el fuego y se desvanecieron en el aire.
El despiadado castigo de Tebas provocó horror en toda Grecia: desde hacía muchas generaciones, nunca una ciudad tan ilustre, con raíces tan profundas que se perdían en los mitos de los orígenes, había sido borrada de la faz de la Tierra. Y la desesperación de los escasos supervivientes era asumida como propia por todos los griegos, que identificaban la patria con la ciudad que les había visto nacer, con sus santuarios, sus fuentes, sus ágoras, lugares en los que se conservaba celosamente su memoria.
La ciudad lo era todo para los griegos: en cada esquina había una imagen, una antigua figura corroída por el tiempo que, de un modo u otro, estaba ligada a un mito, a un acontecimiento que era patrimonio común. Cada fuente tenía su sonido, cada árbol su voz, cada piedra su historia. Por todas partes resultaban reconocibles las huellas de los dioses, de los héroes, de los antepasados, por todas partes se veneraban sus reliquias y efigies.
Perder la ciudad era como perder el alma, como estar muertos antes de descender a la tumba, como volverse ciego después de haber gozado largo tiempo de la luz del sol y de los colores de la tierra, era peor que ser esclavos, porque muchas veces los esclavos no recordaban su pasado.
Los prófugos tebanos que lograron llegar a Atenas fueron los primeros en traer la noticia y la ciudad se sumió en la consternación. Los representantes del pueblo mandaron heraldos a todas partes para que convocasen la asamblea porque querían que la gente escuchase el informe de todo lo acaecido en voz de los propios testigos y no por las habladurías.
Cuando la verdad quedó clara y patente para todos en su espantoso dramatismo, se puso en pie para tomar la palabra un viejo jefe de la Marina de guerra llamado Foción, que había mandado la expedición ateniense en los estrechos contra la flota de Filipo.
—Me parece evidente que lo sucedido en Tebas también podría repetirse en Atenas. Hemos traicionado los pactos con Filipo exactamente como han hecho los tebanos. Y les hemos armado, por si fuera poco. ¿Por qué motivo debería reservarnos Alejandro una suerte mejor?
»Sin embargo, es cierto que los responsables de estas decisiones, quienes convencieron al pueblo para que votase esas resoluciones, quienes incitaron a los tebanos a desafiar al rey de Macedonia para dejarles a continuación solos a la hora de enfrentarse a él y que exponen ahora a su propia ciudad a un riesgo mortal deberían considerar que el sacrificio de pocos siempre es preferible al exterminio de muchos, o de todos. Deberían tener el valor de entregarse y de afrontar la suerte que temerariamente desafiaron.
»Ciudadanos, yo me mostré contrario a esas opciones y fui acusado de ser amigo de los macedonios: cuando Alejandro estaba aún en Tracia, Demóstenes afirmó que en el trono de Macedonia se sentaba una criatura; luego, cuando llegó a Tesalia, lo calificó de muchacho y posteriormente de joven cuando se presentó ante las murallas de Tebas. Ahora que ha demostrado todo su devastador poderío, ¿cómo le llamará? ¿Con qué palabras pretenderá dirigirse a él? ¿Reconocerá por fin que estamos ante un hombre en plena posesión de su poder y de todas sus facultades?
»Yo creo que hay que tener el valor de asumir tanto las propias acciones como las propias palabras. No tengo nada más que añadir.
Demóstenes se levantó para defender su modo de actuar y el de sus defensores apelando, como siempre, al sentido de la libertad y a la democracia que había tenido su cuna en Atenas, pero acabó remitiéndose a las decisiones de la asamblea.
—No tengo miedo de afrontar la muerte. Ya la afronté a cara descubierta en el campo de Queronea, donde me salvé a duras penas escondiéndome en medio de los montones de cadáveres y huyendo a través de pasos de montaña. Siempre he servido a la ciudad y la serviré también en esta hora difícil: si la asamblea me exhorta a entregarme, me entregaré.
Demóstenes había sido hábil como siempre: se había ofrecido en sacrificio, pero en realidad había hablado de modo que una elección semejante pareciera a todos poco menos que un sacrilegio.
Durante un rato los presentes discutieron qué convenía hacer y se dejó a los diferentes jefes de las filas de la oposición el tiempo suficiente para convencer a sus partidarios.
Se encontraban allí dos conocidos filósofos: Espeusipo, que tras la muerte de Platón había asumido la dirección de la Academia, y Demofontes.
—¿Sabes qué creo? —dijo Espeusipo a su amigo con una amarga sonrisa—. Creo que Platón y los atenienses le negaron a Aristóteles la dirección de la Academia y él, en venganza, ha creado a Alejandro.
La asamblea votó en contra de la propuesta de entregar a Demóstenes y a los demás a los macedonios; pero decidió mandar una embajada eligiendo a los hombres que fueran a tener mayores probabilidades de ser escuchados y puso a Demades a la cabeza de la delegación.
Alejandro le recibió yendo de camino a Corinto, donde era su intención convocar de nuevo a los representantes de la liga panhelénica con el fin de hacerse confirmar, tras los hechos de Tebas, en el mando supremo en la guerra contra los persas.
Estaba sentado en su tienda de campaña y tenía a Eumenes a su lado.
—¿Cómo va tu herida, Demades? —fue lo primero que le preguntó, dejando a todos estupefactos.
El orador levantó el borde del manto y mostró la cicatriz.
—Está perfectamente cicatrizada, Alejandro. Un verdadero cirujano no lo habría hecho mejor.
—El mérito es de mi maestro Aristóteles, que fue también conciudadano vuestro. Es más, ¿no crees que deberíais dedicarle una estatua en la plaza del mercado? ¿No tenéis, verdad, una estatua de Aristóteles en el ágora?
Los delegados se miraron unos a otros, cada vez más sorprendidos.
—No. No hemos pensado en ello aún —hubo de admitir Demades.
—Pues id pensándolo, entonces. Y otra cosa. Quiero a Demóstenes, Licurgo y a todos aquellos que inspiraron la revuelta.
Demanes bajó la cabeza.
—Rey, nos esperábamos esta petición y comprendemos tu estado de ánimo. Sabes que yo siempre me he manifestado en contra de la guerra y en favor de la paz, aunque he cumplido con mi deber y he luchado como los demás cuando la ciudad así me lo ha mandado. No obstante, estoy convencido de que Demóstenes y los demás han actuado de buena fe, como sinceros patriotas.
—¿Patriotas? —gritó Alejandro.
—Sí, oh rey, patriotas —rebatió Demades con firmeza.
—Entonces, ¿por qué no se entregan? ¿Por qué no asumen la responsabilidad de sus acciones?
—Porque la ciudad no quiere y está dispuesta a arrostrar cualquier peligro y desafío. Escúchame, Alejandro, Atenas está dispuesta a aceptar peticiones razonables, pero no a ser empujada a la desesperación porque, aunque vencieras, tu victoria resultaría más amarga que una derrota.
»Tebas no existe ya, Esparta no se unirá nunca a ti. Si destruyeras Atenas o te granjeases su enemistad para siempre, ¿qué te quedaría de Grecia? La clemencia, en muchas ocasiones, consigue más que la fuerza o la arrogancia.
Alejandro no respondió y caminó un buen rato de un lado a otro de su tienda. Luego volvió a sentarse.
—¿Qué pides?
—Que ningún ciudadano ateniense deba ser entregado y no se aplique ningún castigo a la ciudad. Además, pedimos poder conceder asilo y ayuda a los prófugos tebanos. A cambio, renovaremos nuestra adhesión a la liga panhelénica y a la paz común. Si pasas a Asia tendrás necesidad de que nuestra flota te cubra las espaldas: la tuya es demasiado exigua y no tiene experiencia suficiente.
Eumenes se acercó a él susurrándole al oído:
—A mí me parecen unas propuestas razonables.
—Entonces, redactad un documento y firmadlo —ordenó Alejandro poniéndose en pie.
Se quitó el anillo del dedo, lo puso en la mano de Eumenes y salió.