Los tesalios fueron cubiertos de presentes en el momento de su despedida y, al igual que el resto de los veteranos, se les dio una sustanciosa paga para cubrir los gastos del viaje de regreso a la patria, lo cual sirvió para aplacar no poco su resentimiento hacia Alejandro. Muchos, además, le saludaron emocionados. Un veterano que había combatido en todas las batallas, desde el Gránico hasta Artacoata, se limitó a decirle:
—Me he enterado de que harás luchar a los bárbaros al lado de tus tropas y que les admitirás entre los oficiales de tu alto mando. No creo que se trate de una buena elección, y sin embargo he de admitir que cada vez que hemos murmurado contra ti, refunfuñado y gruñido por decisiones que a nosotros nos parecían desatinadas e insensatas, al final siempre has tenido tú razón.
»Tenemos ganas de volver a abrazar a nuestras familias, de volver a ver nuestras ciudades y nuestros pueblos y, honradamente, la idea de correr detrás de los escitas en una pradera sin fin donde no crece ni un pie de olivo ni una vid y donde dicen que no se ve una casa por espacio de cien jornadas de camino no es que nos agrade mucho. Y sin embargo, y hablo también nombre de la mayoría de mis compañeros, nos disgusta dejarte, rey. No dormiremos por la noche pensando que estás allí, en esa landa desierta, rodeado de bárbaros, por delante y por detrás, pero me temo que nada puede cambiar tu destino. Ha sido magnífico combatir a tu lado. Cuídate, Aléxandre, adiós.
Alejandro les pasó revista montando a Bucéfalo y a todos dedicó una sonrisa o dirigió un saludo, y estrechó la mano a aquellos que reconoció o de quienes se acordó por haberles visto batirse con valor. Y eran sinceras las lágrimas que bañaban su rostro cuando les vio ponerse al paso en filas de a ocho, mientras el sol descendía encendido hacia el horizonte.
Al día siguiente llegaron las primeras vanguardias de jinetes persas adiestrados en la retaguardia en la técnica macedonia de combate y equipados con armamento macedonio. La única diferencia, aparte de su aspecto físico, de los poblados bigotes y de los elaborados peinados, era el uso de los pantalones. Por otra parte, llamaba la atención su costumbre de acercarse al rey con el mismo ceremonial que habían observado siempre con Darío, doblando la espalda en una profunda inclinación y mandando un beso volado. Los macedonios y los griegos llamaban a este gesto proskynesis, «prosternación», y lo despreciaban como costumbre bárbara, digna de esclavos más que de hombres, pero Alejandro lo aceptó, mostrando con esto que se consideraba ya a todos los efectos el sucesor de los emperadores aqueménidas.
Más allá de Cirópolis corría el gran río Yaxartes, el extremo confín alcanzado por los persas hacia el norte, y Alejandro llegó allí en una jornada de marcha, plantando el campamento en sus orillas. Por otra parte, no tardaron en aparecer nutridos grupos de jinetes escitas, espléndidamente ataviados y armados, que gritaban desafiándoles con gestos o incluso disparaban flechas hacia la orilla opuesta del río.
Destacaba entre ellos el que debía de ser su jefe: un hombre imponente con una poblada barba negra y los largos cabellos sujetos por una cinta de tela roja. Vestía una túnica de largas mangas y bombachos de tela del mismo color, con una banda adamascada en oro en el costado. El pecho estaba protegido por una coraza de escamas y la parte inferior de las piernas se hallaba cubierta por unas grebas metálicas a la manera griega. Llevaba una espada colgada del cinto, el arco en bandolera y la aljaba atada a los arreos de su caballo. Todos los caballos tenían testeras de metal repujado y magníficos adornos de chapa de oro fijados a la capizana de cuero que protegía la base del cuello.
—¿Qué es lo que dicen? —preguntó Alejandro a su intérprete.
—Dicen —intervino Oxatres que les entendía— que eres un vil cobarde, que debes marcharte inmediatamente después de haberles pagado un tributo. Dicen que cien talentos de plata.
Alejandro, furibundo, empujó a Bucéfalo hasta la orilla del río, sin preocuparle la lluvia de flechas que eran disparadas contra él, mientras Leonato y Tolomeo trataban de protegerle con los escudos. Gritó:
—¡No os temo! ¡Cruzaré el río y os perseguiré por todas partes, aunque sea hasta las orillas de Océano septentrional!
—¿Crees que han comprendido? —preguntó Seleuco con su habitual ironía.
—Tal vez no —repuso Alejandro—, pero dentro de poco comprenderán. Dile a Lisímaco que traiga todas las catapultas hasta la orilla y les tenga permanentemente a tiro. Mañana pasaremos al otro lado y fundaremos una ciudad: la última Alejandría.
Lisímaco alineó veinte catapultas en doble fila casi enfrente del río y comenzó a disparar. Mientras una de las filas soltaba una salva de saetas, la otra cargaba, de modo que el lanzamiento era continuo y mortífero. Cayeron a docenas, golpeados de lleno, y los otros huyeron espantados por aquellas armas que no habían visto nunca antes. En aquel momento, Alejandro mandó a los agrianos a nado; luego los exploradores establecieron una cabeza de puente en la otra orilla. Antes del mediodía, la cabeza de puente estaba consolidada y Diadés de Larisa comenzó a lanzar sus armadías apoyadas en los sacos de piel llenos de paja y cascabillo, tal como hiciera en el Oxo.
Hacia la puesta del sol, La Punta estaba ya del otro lado y Alejandro quiso plantar la tienda en la orilla norte del río por más que Aristandro hubiera tenido diversos auspicios negativos mientras hacía sacrificios a los dioses.
El vidente llegó entrada la noche de un pésimo humor y no quiso siquiera tomar parte en la cena en la tienda real. Entretanto, a la luz de las teas, seguía cruzando el resto del ejército: estaban atravesando los hetairoi y un escuadrón de caballería persa compuesto sobre todo por medos, hircanios y bactrianos. Los pocos indígenas que se encontraban en la orilla veían un espectáculo impresionante: una fila interminable de caballos y jinetes que serpenteaba en la llanura iluminando a su paso primero los campos de cereal y de mijo y luego la superficie cabrilleante del río.
Al día siguiente, mientras los ingenieros comenzaban a trazar los límites de Alejandría Última, miles y miles de jinetes, que avanzaban al paso formados en un frente increíblemente amplio, aparecieron en el horizonte.
—¡Los escitas! —gritó Leonato—. ¡Alarma! ¡Alarma!
Sonaron las trompas, y mientras la infantería pesada se alineaba en cuadro alrededor del perímetro ya trazado de la nueva ciudad, la caballería se reunió en el espacio delantero.
—¿Qué hacemos? —preguntó Crátero.
Un jefe tracio que había luchado durante un tiempo con Filipo se adelantó.
—¿Puedo hablar? —preguntó vuelto hacia Alejandro.
—Por supuesto —repuso el rey sin perder de vista un instante el frente amenazante que avanzaba por la desierta llanura.
—Escucha, yo luché contra los escitas en el Istro junto con tu padre y me acuerdo aún. ¡Ay del que entre en su territorio alejándose demasiado de sus propias bases! Mira esa planicie. Se extiende sin otra interrupción que el curso de los grandes ríos hasta el Istro, hasta los confines con Macedonia, y aquéllos —prosiguió indicando a los guerreros relucientes en sus corazas de escamas metálicas— se mueven en esta llanura inmensa como peces en el agua, saben orientarse sin necesidad de divisar un árbol ni una cabaña por espacio de miles de estadios. Ahora les ves en formación frontal —continuó—, pero no es así como atacarán. Apenas nos hayamos movido, comenzarán a correr en círculo en torno a nosotros, pero sin acercarse nunca a menos de un disparo de arco y desde esa distancia nos lanzarán una lluvia de dardos. El efecto de una táctica semejante es que cientos de hombres son heridos, a menudo de modo ligero, pero lo suficiente para anularles, para ponerles fuera de combate.
»El ataque provoca una reacción, pero ellos no aceptan el enfrentamiento, retroceden, fingen huir para atraerte más lejos aún y luego reaparecen de repente, como fantasmas, y vuelven a correr en pos de ti disparando nubes de flechas hasta dejarte en las últimas. En ese momento desencadenan el asalto frontal exterminando a los supervivientes, y cuando están todos muertos se ponen a despojar los cadáveres, a cortar las cabezas para exibirlas como trofeos o a arrancar el cuero cabelludo a los muertos para adornar con los cabellos de los enemigos las virolas de sus lanzas o las empuñaduras de sus hachas de combate.
—Una costumbre interesante —comentó Seleuco pasándose una mano por entre los cabellos.
Alejandro miró a su alrededor y vio a cierta distancia al Negro, que vigilaba a sus hombres mientras plantaban las tiendas. Guardaba las distancias desde que había abandonado la mesa del rey en Cirópolis y le hablaba lo menos posible, pero no pudo echarse atrás cuando le llamó con un gesto de la mano.
—¡A tus órdenes, rey! —repuso con la fórmula impersonal del protocolo militar tan pronto como se hubo acercado.
—No tengo nada que ordenarte —replicó Alejandro—. Sólo quisiera que escuchases las palabras de este amigo que luchó contra los escitas en el Istro.
—También yo luché —dijo Clito.
—Y, entonces, ¿qué propones?
—Volver atrás.
Alejandro miró el vasto frente enemigo que ahora aparecía inmóvil en medio de la estepa.
—Eres libre de hacerlo, aunque tu experiencia y tu valor me serían más necesarios que nunca, pero yo no me retiro delante de un enemigo formado en campo abierto.
—Creo poder hacerte una sugerencia —prosiguió el tracio.
—¿Cuál? —preguntó el Negro metiéndose a pesar suyo en la discusión.
—Mandemos por delante a un grupo lo bastante fuerte, en torno a un millar de hombres, hagámosles desfilar por su derecha como si quisieran dirigirse hacia el interior y no perdamos de vista sus movimientos con un correo, digamos un hombre a caballo cada cinco estadios. Si no se mueven, mandemos un segundo contingente con un segundo correo...
—Entendido —dijo Alejandro—. Apenas se decidan a atacar, los correos nos darán aviso y nosotros les sorprenderemos por la espalda con todas las fuerzas que nos queden.
—Y a toda la velocidad posible —añadió el tracio—. Y dada la situación, ésos nos serán de un valor inapreciable —dijo señalando a los jinetes del contingente persa.
El Negro torció el gesto, pero no dijo esta boca es mía.
—Entonces, Negro, ¿estás con nosotros? —preguntó Pérdicas.
—¿Y con quién quieres que esté? —repuso el interpelado.
—Entonces, ¿quién es el primero en partir? —preguntó Alejandro.
—¿Para hacer de cebo? Mejor que vaya yo que soy más duro de roer —replicó Clito.
Hizo tocar a reunión a su escuadrón y luego ordenó avanzar al paso. Alineados de a cuatro, los hetairoi formaban, en medio de la verde llanura, una masa parda ordenada y centelleante que se movía compacta al redoble de los tambores. A medida que transcurría el tiempo, se empequeñecían en la distancia, pero siempre quedaba a la vista un correo, mientras que la caballería escita, cogida por sorpresa por aquella maniobra, parecía no saber a qué atenerse.
—No se mueven, no muerden el anzuelo... —dijo Tolomeo, sacudiendo la cabeza.
—Entonces lancemos un segundo escuadrón —ordenó Alejandro—. Ve tú, Pérdicas, y a bastante velocidad. Primero alcanza al Negro, es lo mejor. Y llévate contigo también a ésos —añadió indicando el contingente persa que esperaba órdenes en la margen del campamento.
Oxatres hizo una señal de que había comprendido y, apenas sonaron de nuevo las trompas y la unidad de Pérdicas se lanzó adelante, también él se sumó con sus jinetes de la estepa.
Los escitas parecieron no reaccionar tampoco esta vez, y acto seguido, como si obedecieran a una señal, se volvieron atrás y desaparecieron en breves instantes detrás de las ondulaciones del terreno.
Alejandro ordenó formar a todas las fuerzas que habían quedado y permaneció a la espera de una señal cualquiera que indicara qué estaba sucediendo.
Entretanto el cielo se había cubierto de una extraña calina que difundía los rayos del sol en una claridad diáfana y lechosa, anulando más aún si cabe la sensación de distancia y de profundidad.
—¡Mira! —exclamó de pronto Leonato—. ¡El correo! Atacan.