45

Pocos días después llegaron los tan esperados refuerzos, tanto las nuevas levas como los jóvenes esposos que habían partido para Halicarnaso con el fin de pasar el invierno con sus mujeres. Estos últimos fueron recibidos con una rechifla y mugidos por sus camaradas, que habían afrontado en cambio los rigores de la guerra y de la estación fría y ahora gritaban todo tipo de obscenidades. Algunos, agitando unos enormes falos de madera, vociferaban a voz en cuello:

—¿Le habéis dado gusto al canario, eh? ¡Ahora tendréis que soltar prenda!

El oficial que estaba a su mando era un hombre de Antípatro, un comandante de batallón natural de Oréstide que se llamaba Trasilo. Se presentó ante el rey para hacer inmediatamente su informe.

—¿Por qué habéis empleado tanto tiempo? —preguntó Alejandro.

—Porque la flota persa mantenía el bloqueo de los Estrechos y el regente Antípatro no quería arriesgar nuestra escuadra en un choque abierto con Memnón. Luego, un día, las naves enemigas levaron anclas y pusieron vela hacia el sur aprovechando un viento de Bóreas, y nosotros partimos.

—¡Qué extraño es eso! —observó Alejandro—. Y, en cualquier caso, no hace presagiar nada bueno. Memnón no dejaría escapar a su presa, si no es para asestar un golpe en otro punto más vulnerable aún. Presagio que Antípatro...

—Corre el rumor de que Memnón ha muerto, señor —le interrumpió el oficial.

—¿Qué?

—Es lo que hemos oído decir a nuestros informadores en Bitinia.

—¿Y de qué habría muerto?

—Esto nadie lo sabe. Dicen que de una extraña enfermedad...

—¿Una enfermedad? Es difícil de creer.

—No es una noticia segura, señor. Se trata, como he dicho, de rumores que habrá que confirmar.

—Sí, por supuesto. Pero ahora ve y busca acomodo con tus hombres, pues partiremos lo más pronto posible. Tendréis como máximo un día de descanso. Hemos esperado incluso demasiado.

El oficial se despidió y Alejandro se quedó solo en su tienda reflexionando sobre aquella inesperada noticia que no le reportaba el menor alivio ni satisfacción. En su fuero interno consideraba ahora ya a Memnón como el único adversario digno de él, como el único Héctor capaz de batirse con el nuevo Aquiles, y desde hacía tiempo se había preparado para enfrentarse a él un día en duelo, como un campeón homérico. Ni siquiera la idea de enfrentarse personalmente con el Gran Rey tenía el mismo significado.

Recordaba perfectamente la figura imponente del comandante, con el yelmo cubriéndole el rostro, el timbre de su voz y la sensación de oscura opresión que le producía saberle siempre vigilante y dispuesto a asestar el golpe, infatigable, inapresable. Una enfermedad... No era esto lo que él hubiera querido, no era éste el epílogo que se esperaba del enfrentamiento implacable que había entablado.

Convocó a Parmenión y a Clito El Negro para preparar la partida para al cabo de dos días y les comunicó también la noticia que había recibido.

—El comandante del contingente de refuerzo me ha dicho que según algunos rumores Memnón ha muerto.

—Sería una gran ventaja —replicó el viejo general sin disimular su propia satisfacción—. Tener su flota controlando el mar entre nosotros y Macedonia era una amenaza gravísima. Los dioses están de tu lado, señor.

—Los dioses me han privado de un enfrentamiento leal con el único adversario digno de mí —le rebatió Alejandro con expresión sombría.

Pero en aquel momento, de improviso, pensó en Barsine, en su belleza morena e inquietante, y cayó en la cuenta de que si la suerte había querido que la vida de Memnón se apagara como consecuencia de una enfermedad tal vez permitiera que Barsine no le odiase. Habría estado dispuesto en aquel momento a quitar de en medio cualquier obstáculo que se interpusiera entre ella y él, con sólo que hubiera sabido dónde se encontraba.

—Parece que se encuentra en alguna parte entre Damasco y las Puertas Sirias —le hizo volver a la realidad la voz de El Negro.

Alejandro se volvió de golpe hacia él como si el oficial le hubiese leído el pensamiento. El Negro le miró a su vez, asombrado por aquella reacción.

—¿De qué estás hablando, Negro? —preguntó el soberano.

—Hablaba del despacho que nos ha hecho llegar Eumolpo de Solos.

—Así es —intervino Parmenión—. Nos ha hecho llegar un correo con un mensaje de viva voz.

—¿Cuándo?

—A eso de media mañana. Ha pedido hablar contigo, pero tú estabas fuera con Hefestión y la guardia pasando revista a los reclutas, de modo que le he recibido yo.

—Has hecho muy bien general —replicó Alejandro—. Pero ¿estamos seguros de que venía de parte de Eumolpo?

—El correo tenía su santo y seña que tú bien conoces.

Alejandro sacudió la cabeza.

—¡«Sesos de cordero»! ¿Has oído alguna vez un santo y seña más tonto?

—Es su plato preferido —comentó El Negro abriendo los brazos.

—Como te decía —prosiguió Parmenión—, parece que el Gran Rey marcha con todo su ejército en dirección al vado de Tápsaco.

—El vado de Tápsaco... —repitió el soberano—. Tal como imaginaba, entonces. Darío trata de impedirme el paso en las Puertas Sirias.

—Creo que tienes razón —asintió El Negro.

—¿Y cuántos son? —preguntó Alejandro.

—Muchos —repuso Parmenión.

—¿Cuántos? —insistió el rey perdiendo la paciencia.

—Cerca de medio millón, si la información es exacta.

—Uno contra diez. Muchos, en efecto.

—¿Qué piensas hacer?

—Seguir adelante, pues no tenemos otra elección. Preparad la partida.

Los dos oficiales saludaron y se encaminaron hacia la salida, pero Alejandro retuvo a Parmenión.

—¿Qué sucede, señor? —preguntó el general.

—También nosotros deberíamos establecer un santo y seña para el intercambio de mensajes de viva voz, ¿no crees?

Parmenión bajó la cabeza.

—No tenía elección cuando te mandé a Sisine. No habíamos previsto una eventualidad semejante antes de separarnos.

—Es cierto, pero ahora tenemos necesidad de un santo y seña para nuestros mensajes de viva voz. Puede producirse de nuevo una situación de este tipo en el futuro.

Parmenión sonrió.

—¿Por qué sonríes?

—Porque me acaba de venir a la mente la cantinela que canturreaba siempre de niño. Te la había enseñado la vieja Artemisia, la nodriza de tu madre, ¿recuerdas? «¡El viejo soldado que va la la guerra cae por tierra, cae por tierra!» Y luego te revolcabas por el suelo.

—¿Y por qué no? —comentó Alejandro—. Seguro que nadie sospecha de que se trata de un santo y seña.

—Y no tenemos necesidad de mandar memorizarla. Entonces me voy.

—General —le llamó aún Alejandro.

—¿Señor?

—¿Qué hace Amintas?

—Cumplir con su deber.

—Bien. Pero sigue vigilándole, sin que él lo advierta. Y trata de saber si Memnón está verdaderamente muerto y, en caso afirmativo, de qué ha muerto.

—Haré lo posible, señor. El correo de Eumolpo de Solos está aún en el campamento. Le transmitiré la orden de indagar.

Al día siguiente, el correo partió y el ejército se organizó para levantar las tiendas al amanecer. Todo fue preparado por anticipado: los animales cargados, los carros llenados de provisiones y de armas, mientras que los oficiales encargados del itinerario preparaban las etapas que habían de llevar al ejército, en siete días de marcha, hasta las Puertas de Cilicia, un paso entre las montañas del Tauro tan angosto que no permitía el paso juntos de dos animales de carga.

Aquella misma noche uno de los soldados que habían llegado con el contingente de los refuerzos se presentó en la tienda de Calístenes para hacerle entrega de un pliego sellado. El historiador, enfrascado en escribir, se levantó para entregarle una recompensa y luego, no bien hubo salido, abrió el pliego y vio que contenía un texto genérico: un pequeño tratado de apicultura que no había pedido y que por tanto debía ser leído seguramente en clave. El mensaje cifrado decía:

He enviado a Teofrasto el fármaco para que se lo entregue al médico de Lesbos, pero hace mal tiempo y difícilmente una nave partirá en los próximos días. Todo es incierto en esta situación.

Seguía una carta en claro:

Aristóteles a su sobrino Calístenes, ¡salve!

Tuve un encuentro con una persona que conocía a Pausanias, el hombre que diera muerte al rey Filipo, y la historia que él nos contó y su relación con el soberano resulta difícil de creer porque casi nada parece verosímil. He identificado a uno de los cómplices supervivientes y me vi con él en una posada de Beroea. Era muy desconfiado y seguía negándolo todo mientras yo trataba por todos los medios de tranquilizarle. No hubo nada que hacer. Lo único que pude saber fue su verdadera identidad, corrompiendo con dinero a una esclava que es también su concubina. Ahora sé que tiene una joven hija, a la que adora y mantiene oculta entre las vírgenes de un templo de Artemisa en los confines con Tracia.

He de partir para Atenas, pero proseguiré en mi búsqueda y te mantendré informado. Cuida de tu salud.

Guardó los documentos en una pequeña arqueta y se acostó a fin de estar preparado, al día siguiente, para partir al amanecer.

Le despertaron Eumenes y Tolomeo cuando aún estaba oscuro.

—¿Te has enterado de la noticia? —le preguntó Eumenes.

—¿De qué noticia? —preguntó Calístenes restregándose los ojos.

—Parece que Memnón ha muerto. De una enfermedad repentina.

—E incurable —añadió Tolomeo.

Calístenes se levantó sobre el borde del camastro y puso un poco de aceite en el velón que ya languidecía.

—¿Muerto? ¿Y cuándo?

—La noticia ha llegado con uno de los oficiales que mandaba los refuerzos. Calculando el tiempo que han empleado en alcanzarnos, yo diría que podría haber sucedido hace quince días o un mes. Las cosas han sucedido tal como yo había planeado.

Calístenes se acordó de la fecha que figuraba en la carta de su tío Aristóteles e hizo él también un rápido cálculo mental, llegando a la conclusión de que no se podía estar seguro de que aquel acontecimiento estuviera provocado, pero tampoco podía excluirse. Se limitó a responder:

—Mejor así.

Luego, mientras terminaba de vestirse, llamó a una esclava y ordenó:

—Sirve algo caliente al secretario y al comandante Tolomeo.